Observó a la multitud con una rápida ojeada. El corazón le dio un vuelco cuando su mirada se posó en el hombre de ojos verdes. Fruncía el entrecejo como si él también observase a la multitud. ¿En busca de ella?
Empujada por una desesperación que no podía controlar, se deslizó por el corredor más próximo. Con el corazón desbocado, hizo un esfuerzo por no correr, por no mostrar ningún signo de alarma externo en caso de que se encontrase con alguien. Una puerta abierta a la izquierda ofrecía la esperanza de un refugio, pero al acercarse oyó voces masculinas procedentes del interior y siguió adelante. Pasó ante otros umbrales pero no se detuvo, decidida a poner toda la distancia posible entre el hombre y ella. Él no registraría la casa para encontrarla, suponiendo que la buscase.
Su mente pensaba a toda velocidad. Solo tenía que hallar una habitación… a ser posible en la parte posterior de la casa. Saldría al jardín por la ventana y luego desaparecería por las callejuelas. Desde luego, lady Malloran se enojaría, y sin duda Alex perdería los honorarios de toda la noche, una perspectiva preocupante ya que necesitaba ese dinero. Tendría que dar alguna excusa, alegando una pérdida de contacto con los espíritus, una profunda fatiga psíquica o algo parecido para que su reputación no se viese perjudicada. Por supuesto, sus esfuerzos bien podrían ser en vano, y todo a causa del extraño. Las ramificaciones de lo que podía significar para su futuro enfrentarse con el pasado…
Desterró de su mente la perturbadora idea. El futuro del que tenía que preocuparse en ese momento solo abarcaba los siguientes minutos. Una vez que escapase de allí, ya se preocuparía del mañana.
El corredor daba una serie de vueltas, y de pronto la joven se encontró en la penumbra. Los sonidos procedentes de la fiesta -las risas, las charlas, el tintineo del cristal- disminuyeron hasta convertirse en un murmullo apagado e indiscernible. Tras volver otra esquina, vio una puerta cerrada. Excelente. Por lo que sabía de las casas de Mayfair, lo más probable era que la habitación fuese una biblioteca o un estudio, y estaba claro que no se utilizaba para la fiesta. Avanzó deprisa, apoyó la oreja en la puerta de madera y a continuación se arrodilló para atisbar por el ojo de la cerradura. Convencida de que la habitación estaba vacía, accionó el pomo de latón, abrió la puerta lo justo para deslizarse a través de ella y luego la cerró.
Se apoyó de espaldas contra la pulida superficie de roble, inspiró con fuerza para tranquilizarse y llevó a cabo una rápida inspección de la habitación, que, como ella suponía, era un estudio. En vista de las paredes forradas de madera oscura y del sofá y las butacas de cuero marrón, de claro aire masculino, no cabía duda de que era dominio de lord Malloran. Fijó la mirada en la ventana del otro lado de la habitación, a través de la cual brillaba el plateado claro de luna. Era la única iluminación de la habitación, y ella se permitió disfrutar de un instante de alivio. La huida la llamaba, a menos de siete metros de distancia.
Sin embargo, cuando estaba a punto de apartarse de la puerta, un ruido la paralizó. El alivio se desvaneció, y la tensión volvió a dominarla. Alex apoyó la oreja en la rendija situada entre la puerta y el marco.
– Ahí está el estudio -dijo una voz baja y profunda-. En él podremos hablar sin que nadie nos interrumpa.
¿Podía empeorar su suerte aquella noche? Impulsada a la acción, Alex cruzó la habitación corriendo. Sin tiempo para escapar por la ventana, se ocultó tras las pesadas cortinas de terciopelo, bendiciendo la oscuridad de la habitación y maldiciendo a la vez su estupidez por vacilar un solo segundo para tomar aliento. Apoyó la espalda en los fríos cristales. Su salida.
Ahora no le servía de nada.
El suave roce de la puerta al abrirse fue seguido unos segundos más tarde por un chasquido al cerrarse. Luego se oyó un chasquido más fuerte que indicó que ahora la puerta estaba cerrada con llave. Se quedó muy quieta y se recordó que a lo largo de los años había salido bien parada de situaciones peores que aquella. Más veces de las que quería rememorar. Solo tienes que mantenerte tranquila, en silencio y paciente, se dijo.
– La fecha y el lugar están decididos.
La joven reconoció de inmediato la bronca voz masculina como la misma que había oído unos segundos atrás a través de la rendija de la puerta.
– ¿Cuándo? -dijo otra voz, un áspero susurro apenas audible.
– En la fiesta de Wexhall, el día veinte.
– ¿Está todo preparado?
– Sí. Creerán que se trata de un trágico accidente. Nadie sospechará.
– Asegúrate de eso -dijo el áspero susurro.
¿Era la auténtica voz de la persona o un intento de disfrazarla? Alex supuso que debía de ser esto último. Nunca sabías cuándo podían oírte por descuido en una casa repleta de invitados y sirvientes. O echadoras de cartas escondidas detrás de las cortinas.
– Nada de errores. No cabe duda de que su muerte dará lugar a investigaciones -añadió.
– No tiene que preocuparse. Ha contratado al mejor.
– Se te pagará como a tal, siempre que todo vaya según lo planeado.
– Así será. Y, hablando de pago… He de cobrar un pico más ahora que todo está preparado, tal como acordamos.
– Me ocuparé de que lo entreguen mañana. No tiene que haber más contacto entre nosotros después de esto.
– Entendido. Ahora tengo que volver a servir bebidas a los señoritos elegantes antes de que me echen en falta.
– Con el dinero que te pago, pronto serás tú el que organice fiestas elegantes.
Un sonido de repugnancia llenó el aire.
– Bah, no desperdiciaré la pasta en fiestas. En cuanto esto termine, nunca volverá a verme en Londres.
– Sin duda, eso es lo mejor -respondió un suave susurro.
– Voy a comprarme una casa, junto al mar. Contrataré a un criado. Por una vez en mi vida, será a mí a quien sirvan.
Se oyeron unas pisadas amortiguadas, y Alex, sin atreverse apenas a respirar, visualizó a los dos hombres cruzando la habitación. Al cabo de unos segundos sonó el chasquido de la puerta que se abría. Aunque su fuerte instinto de conservación le pedía a gritos que no se moviera, atisbo por el borde de la cortina y por un instante vio la espalda de un hombre alto y moreno que iba vestido con la librea de los Malloran, inconfundible con sus adornos dorados. Era evidente que se trataba del hombre menos instruido, el que hablaba con voz más bronca. ¿Con quién había hablado? Ella estiró el cuello, pero la puerta se cerró, ocultándola en un silencio sepulcral.
Se quedó detrás de la cortina, respirando despacio para tratar de dominar el pavor enfermizo que la atravesaba. Alguien iba a ser asesinado… el día 20. Pero ¿quién?
No es asunto tuyo, la advirtió la voz interior que la había ayudado a sobrevivir en los barrios más pobres de Londres. Tienes ya suficientes problemas de los que preocuparte.
Sí, los tenía. Y sabía muy bien lo que le ocurría a la gente que metía la nariz en los asuntos ajenos. Tendían a perder la nariz. O algo peor.
Cerró los ojos con fuerza y se maldijo por preguntarse si aquella noche podía empeorar, porque era evidente que sí. Todo en su interior le pedía a gritos que olvidase lo que había oído. Que lo ignorase. Que huyese. Sin perder un instante. Mientras tuviese la posibilidad de hacerlo. Antes de que el criado de los Malloran o la persona que sin duda lo había contratado para matar descubriesen su ausencia de la fiesta y se preguntasen por qué había desaparecido la diversión. Antes de que la buscasen y la encontrasen. Escondida en aquella habitación. Donde acababan de comentar su plan criminal.
Pero sabía que, por mucho que lo intentara, nunca podría olvidar lo que había oído. Le remordería la conciencia, esa molesta voz interior que la atormentaba cuando ella menos lo deseaba.