Abrió los ojos y, como le ocurría siempre que su mirada la encontraba desde aquella primera vez, cuatro años atrás en Vauxhall, se quedó sin aliento. Eso lo confundía, lo perturbaba y lo irritaba mucho. Demonios, además de haber sido una ladrona, todo lo que sabía de ella indicaba que seguía siendo una intrigante. O peor. Desde luego, una mentirosa. No había sido sincera sobre el lugar en que vivía, y monsieur Larchmont, si es que existía fuera de su imaginación, cosa que Colin dudaba mucho después de registrar su piso, no residía con ella como la joven afirmaba. No, en lugar de eso, al parecer vivía con alguien llamado «señorita Emmie» y tenía una trampilla que conducía a su piso con la que estaba familiarizado un pilluelo. Reservada, misteriosa… desde luego, era ambas cosas. Sin embargo, ninguno de esos rasgos era ilegal. Pero el asesinato sí lo era.
De todas formas, pese a sus sospechas acerca de los motivos y la sinceridad de la joven, no podía atribuirle el papel de asesina, de alguien capaz de envenenar a dos hombres. Se había mostrado muy afectada cuando él anunció el contenido de la nota de Wexhall. ¿Era conmoción, sentimiento de culpa o bien unas habilidades interpretativas muy perfeccionadas? ¿Había añadido algo a la licorera, tal vez por orden o a petición de otra persona, sin saber que se trataba de un veneno mortal?
Un sonido de disgusto salió de sus labios. Escúchate, idiota, se dijo. Buscando excusas, agarrándote a explicaciones, inventando racionalizaciones para explicar lo que viste con tus propios ojos, a una conocida ladrona saliendo por la ventana de lord Malloran, que ahora está muerto.
Sacudió la cabeza y frunció el ceño, sintiéndose mal. ¿De verdad estaba buscando excusas para ella, o simplemente trataba de no cometer el mismo error cometido con Nathan, un error que a punto estuvo de costarle la relación con su hermano? Entonces, como ahora, todas las pruebas apuntaban en un sentido -hacia la culpabilidad-, y cuatro años atrás aceptó las pruebas condenatorias sin dudar, negándose a escuchar a su corazón, que le sugería que podía haber otra explicación. Ahora su corazón hacía la misma sugerencia con respecto a madame Larchmont, y esta vez le resultaba imposible no escuchar.
Tiempo. Necesitaba tiempo. Para averiguar más sobre ella, sobre su vida. No le cabía duda de que tramaba algo, pero hasta que averiguase qué era se sentía reacio a entregarla a las autoridades para que la interrogasen. Su sentido común le decía que se estaba comportando como un maldito idiota. Pero su instinto… ese maldito instinto… le advertía que esperase.
De algo sí estaba seguro: estaba más decidido que nunca a descubrir los secretos de madame Larchmont. Pero su sentido del honor y su ética se mostraban reticentes a ocultarles información a Wexhall y al magistrado.
Tres días, acordó con su conciencia. Se concedería tres días para vigilarla. Seguirla. Pasar tiempo con ella. Averiguar todo lo que pudiese sobre ella. Con el objetivo de establecer con firmeza su culpabilidad o su inocencia. Pero, fuera cual fuese el resultado, cuando llegase el cuarto día se lo contaría todo a Wexhall.
Aunque su conciencia ya no gritaba escandalizada, seguía mirándole con furia; pero Colin evitó pensárselo dos veces. Había tomado una decisión y pensaba atenerse a ella. Ahora era momento de actuar.
Tras apurar la copa de coñac, salió del hueco dispuesto a dirigirse hacia su presa. Sin embargo, antes de que pudiese dar un solo paso, surgió una voz femenina justo detrás de él.
– ¡Pero si está usted aquí, lord Sutton!
Reprimiendo su irritación ante aquel retraso en sus planes, se volvió para encontrarse ante su anfitriona, que exhibía su amplia figura con un vestido azul marino que no le favorecía demasiado, mientras unas plumas de pavo real se desplegaban en abanico en torno a su cabeza en un complicado tocado. Si su objetivo era parecer un ave vestida de satén, lo había conseguido de una forma admirable, aunque bastante aterradora.
– Buenas noches, lady Newtrebble -dijo Colin mientras se inclinaba.
– Le he estado buscando por todas partes. ¿Qué hace escondido aquí, entre las sombras?
– No me escondo. Acabo de llegar. He pensado en disfrutar un poco de su excelente coñac antes de entrar en liza -le aclaró, mostrándole la copa vacía.
– Bueno, pues ya está aquí y eso es lo que importa. Y seguramente es buena idea revivificarse un poco, teniendo en cuenta la tarea que le espera. Dígame, ¿cómo va la búsqueda?
La dama se acercó un poco más, y Colin evitó por muy poco pincharse con las plumas.
– ¿Búsqueda?
Ella le dio un golpecito en el brazo con el abanico plegado y se rió.
– ¡De su prometida, tonto!
¿Prometida? Colin parpadeó. Se le había olvidado por completo.
– Esta noche hay aquí al menos dos docenas de señoritas apetecibles, incluyendo a mi propia sobrina, lady Gwendolyn -dijo ella, pestañeando-. Se la presenté anoche en la fiesta de lady Malloran.
En su mente se materializó la imagen de una joven preciosa que, durante su breve conversación, no hizo más que quejarse de todo, desde el tiempo (demasiado caluroso) hasta los sirvientes de su familia (demasiado entrometidos), pasando por los entremeses que acababa de tomar (demasiado salados). Toda esa belleza, desperdiciada en una persona tan desagradable y petulante.
– Ah, sí, lady Gwendolyn.
Colin no pudo contener del todo un escalofrío de aversión.
Lady Newtrebble no se dio cuenta.
– La temporada acaba de empezar y ya la han declarado incomparable -dijo, mientras le tomaba del brazo con gesto de propietaria-. Venga conmigo -añadió, tirando de él-. Tenemos mucho que hacer.
Colin se liberó con el pretexto de dejar su copa vacía en la bandeja de un lacayo que pasaba por allí. Luego dio un paso hacia atrás y enarcó las cejas.
– ¿Hacer?
– Sí. Tengo que presentarle a la echadora de cartas, madame Larchmont. Todo el mundo está impaciente por saber si predecirá quién es su futura esposa.
Los ojos de la dama brillaron con inconfundible avidez. Colin casi pudo oír sus pensamientos: Será todo un golpe de efecto que le eche las cartas precisamente en mi fiesta.
– Después de eso -continuó lady Newtrebble-, mi sobrina le acompañará en una amplia visita por la galería.
– Muy amable -murmuró Colin, con su mejor sonrisa-, pero nunca se me ocurriría monopolizar su tiempo. Si intentase acaparar a semejante belleza, estoy seguro de que la mitad de los hombres de esta sala me desafiarían a un duelo con pistolas al amanecer.
– Pero…
– En cuanto a esa tirada de tarot… me parece una oferta fascinante. Me gustaría mucho hablar con esa madame Larchmont, y no deseo alejarla a usted de sus otros invitados. Si me disculpa…
Colin se inclinó ante ella y, sin esperar su respuesta, se adentró en el mar de invitados. De forma deliberada, tardó más de una hora en atravesar la habitación, deteniéndose para charlar con amistades y conocidos, muchos de los cuales aprovecharon la ocasión para presentarle a una hija, hermana o sobrina deseosa de casarse, e incluso a una tía en uno de los casos. Durante todas las conversaciones y presentaciones, Colin se mantuvo en apariencia atento y cortés, charlando con soltura e intercalando sonrisas o gestos de la cabeza según requería la conversación, pero no dejó de estar pendiente de madame Larchmont. Supo cada vez que sonreía, lo que había hecho tres veces mientras Colin hablaba con lady Miranda y otras dos mientras conversaba con lady Margaret, ambas muy hermosas y claramente interesadas en él. Supo cada vez que fruncía el ceño, lo que había hecho dos veces mientras escuchaba a lord Paisler, cuyas hijas, lady Penelope y lady Rachel, se reían como hienas y también estaban claramente interesadas en él. Se fijó en cada persona que se sentaba a su mesa, que hablaba con ella. Solo con fines de investigación, por supuesto.