Para cuando estuvo a solo cuatro metros de su mesa, había llegado ya a la conclusión de que algo perturbaba a la inescrutable echadora de cartas. Cada vez que creía que no la observaban, su mirada recorría a las personas que se hallaban cerca de ella. Al principio Colin pensó que tal vez lo estuviese buscando a él, pero abandonó la idea, reprochándose su engreimiento, cuando se dio cuenta de que sus miradas rápidas y furtivas solo abarcaban la zona que rodeaba su mesa, no la sala entera. Además, su postura mostraba que permanecía muy alerta. Rígida. Tensa. En varias ocasiones vio que se inclinaba hacia delante de forma imperceptible, como si tratase de oír las conversaciones que sonaban a su alrededor. Si no la hubiese vigilado con tanta atención, no habría detectado los matices. Pero resultaban innegables, como el hecho de que el nerviosismo de ella fuese muy… interesante.
Estaba escuchando a lady Whitemore y a su atractiva hija, lady Alicia, que estaba en su segunda temporada, las cuales pontificaban sobre las horripilantes muertes con un entusiasmo que a Colin le resultaba muy desagradable, cuando una risa suave y ronca llamó su atención. Sus sentidos se estremecieron al reconocer el sonido. Aquella risa pertenecía a madame Larchmont. La mirada de Colin se dirigió hacia la mesa.
La joven sonreía con hoyuelos en las mejillas al hombre sentado frente a ella, que se inclinó hacia delante como para revelar algo que nadie más debía oír. La mirada de Colin observó sus anchas espaldas, lo bien que le quedaba la chaqueta azul marino y su pelo bien cortado. Lord Sutton apretó la mandíbula. ¿Quién demonios era? Alargó un poco el cuello para atisbar su perfil. Fuera quien fuese, Colin no le reconocía.
Devolvió su atención a madame Larchmont, que bajó los ojos con gesto recatado y volvió a reírse ante el evidente ingenio del hombre. Las tripas se le encogieron de una forma que ni le gustaba ni deseaba examinar muy de cerca. Cuando la joven alzó la mirada, sus ojos brillaron con inconfundible malicia. Dijo algo que hizo reír a su compañero, y Colin maldijo su incapacidad para leer los labios. Ella debió de notar el peso de su mirada, porque justo entonces sus ojos cambiaron de posición y tropezaron con los de él.
Aquellos ojos perdieron al instante su toque de malicia, y la joven le dedicó durante varios segundos una larga mirada fría. Lo saludó con una leve inclinación de la cabeza y luego devolvió su atención al hombre, a quien sonrió. Colin se sintió invadido por la irritación y por otro sentimiento, que era igual que los celos, pero no podía tratarse de eso.
– ¿No está de acuerdo, lord Sutton…?
La voz imperiosa de lady Whitemore lo arrancó de su ensoñación y lo forzó a devolver su atención a sus compañeras, que lo miraban expectantes. Demonios, había perdido el hilo de la conversación. Antes de que pudiese hablar, lady Whitemore se llevó al ojo el monóculo y lo observó con atención.
– Lord Sutton, ¿se encuentra bien? Tiene usted mala cara.
Colin compuso al instante su expresión y exhibió una sonrisa forzada.
– Estoy bien. Dígame, lady Whitemore, ¿quién es el hombre al que le están echando las cartas?
Lady Whitemore miró hacia el rincón y luego se acercó más a Colin para hablarle en tono confidenciaclass="underline"
– Es el señor Logan Jennsen, el americano -aclaró la dama, arrugando la nariz-. ¿No le conoce?
– No.
– Llegó a Inglaterra hace solo seis meses, pero ya ha dado de qué hablar.
– ¿Cómo es eso?
– Nada en la abundancia -afirmó lady Whitemore, muy orgullosa de su función de informadora-, pero es dinero nuevo, por supuesto. Posee toda una flota de barcos y pretende comprar más, además de montar algún otro tipo de negocio. Es muy brusco y tiene mucho desparpajo, como todos esos advenedizos de las colonias. A nadie le cae demasiado bien, pero es tan rico que nadie se atreve todavía a pararle los pies.
– Es muy guapo -opinó lady Alicia en tono ansioso-, para ser alguien que se dedica al comercio -añadió a toda prisa al ver el gesto de desaprobación de su madre.
– Es cierto que los comerciantes acostumbran ser muy poco atractivos -replicó Colin en tono seco-. Ah, parece que el señor Jennsen ha terminado, y eso significa que ha llegado mi turno. Les pido disculpas, señoras.
Tras una breve inclinación, se acercó a la mesa del tarot mientras Jennsen se levantaba. Colin apretó la mandíbula al ver que el hombre se llevaba a los labios la mano enguantada de madame Larchmont y le besaba los dedos.
– Gracias por la encantadora tirada -oyó que decía Jennsen con un inconfundible acento estadounidense-, y por la encantadora compañía. Estoy deseando volver a verla mañana, madame.
– Y yo a usted, señor Jennsen.
El hombre se alejó, y Colin se sorprendió mirando fijamente a madame Larchmont. La joven tenía los labios entreabiertos y durante varios segundos observó la espalda de Jennsen con una expresión extasiada que lo puso enfermo. Luego se volvió hacia Colin. Como había ocurrido antes, al instante cayó sobre sus rasgos una máscara de fría indiferencia. Colin sintió un hormigueo de irritación y juró en silencio borrar como fuese aquella falta de interés de su mirada.
– Buenas noches, lord Sutton.
– Buenas noches, madame Larchmont.
Sin esperar una invitación, se deslizó en la silla situada frente a ella. Y la miró. Diablos, se sentía sin aliento. La dorada luz de las velas proyectada por la araña y la velita votiva que brillaba con un resplandor tenue dentro de un cuenco de cristal tallado en una esquina de la mesa se reflejaba en los oscuros cabellos de la joven e iluminaba sus insólitos rasgos con un fascinante despliegue de sombras oscilantes. Colin no detectó ni rastro del nerviosismo que venía observando desde hacía una hora. No, se la veía muy serena y… preciosa. Seductora y misteriosa. Y tentadora de un modo que no le gustaba nada.
La mirada de Colin vagó hacia abajo, deteniéndose en la boca de la muchacha antes de continuar. Aunque el escote del vestido, de color verde esmeralda, seguía siendo recatado en comparación con los que llevaban casi todas las demás mujeres de la sala, era más amplio que el del traje de la noche anterior y mostraba una piel cremosa y la generosa curva de sus pechos. Colin apretó la mandíbula ante la espectacular visión, la misma espectacular visión que el bastardo de Jennsen acababa de disfrutar.
El hombre trató de brindarle una sonrisa, pero tenía los músculos faciales extrañamente rígidos y fruncidos. Como si hubiese mordido un limón.
– ¿Se encuentra bien, señor? -preguntó la muchacha en tono indiferente-. Parece… tenso.
– Estoy bien. ¿Cómo ha ido la tirada de Jennsen?
– ¿Conoce al señor Jennsen?
– ¿No le conoce todo el mundo? Está claro que usted sí.
– Nos presentaron en una fiesta hace varias semanas. Asiste a muchos eventos sociales.
Varias semanas… Diablos, Jennsen llevaba todo ese tiempo disfrutando de su compañía.
– No parece que le haya dicho cosas siniestras como las que me ha dicho hoy a mí.
– Yo no comento la tirada de un cliente con nadie.
– Excelente. No querría que mis posibles prometidas se asustaran ante el oscuro porvenir que me ha predicho a mí. ¿Verá a Jennsen mañana?
Demonios, no pretendía soltar aquello, y mucho menos en un tono que no sonaba tan despreocupado como le habría gustado.
– ¿Tiene la costumbre de escuchar conversaciones ajenas?
La verdad es que sí.
– La verdad es que no. Sin embargo, no soy sordo.
– No me parece que sea problema suyo si veo o no al señor Jennsen mañana, lord Sutton.
– Y a mí no me parece que usted tenga que mostrarse tan quisquillosa para responder a una sencilla pregunta, madame Larchmont.