La joven frunció los labios en un claro gesto de irritación, y la mirada de Colin se posó en su boca.
– Muy bien, sí, tengo una cita con él mañana para una tirada privada.
Él forzó una sonrisa que no alcanzó sus ojos y consiguió no preguntar si era la primera vez que concertaba una cita así con aquel hombre.
– Ya está. ¿Tan difícil era? Dígame, ¿es víctima de las mismas tarifas desorbitadas que me cobra a mí?
En lugar de ofenderse ante su brusca pregunta, la joven pareció divertida.
– Vamos, lord Sutton, ¿cómo voy a responder a esa pregunta? Si digo que él paga más, usted se jactará del trato que recibe, y por lo tanto me arriesgo a desatar las iras del señor Jennsen. Si digo que es usted quien paga más, me arriesgo a desatar sus iras. Como no me resulta atractiva ninguna de las dos posibilidades, tengo que negarme a responder.
El corazón de Colin realizó una ridícula maniobra al ver el esbozo de una sonrisa en los labios de la joven. Acercó un poco más la silla a la de ella y se vio recompensado con un leve aroma de naranjas.
– Si es él quien paga más, prometo no jactarme.
– Una amable oferta; sin embargo, tengo la política estricta de no comentar las tarifas de un cliente con nadie que no sea ese cliente.
– La política estricta -repitió él en voz baja-. ¿Tiene muchas de esas?
– ¿Políticas estrictas? La verdad es que sí. Como por ejemplo no perder el tiempo con charlas ociosas en mi mesa de echar el tarot.
– Excelente. Entonces, empecemos. ¿No debería estar barajando o algo así? -preguntó él indicando las cartas, que estaban extendidas sobre la mesa.
– Otra política estricta es que no mezclo las cartas hasta que mi siguiente cliente está sentado frente a mí.
Él abrió los brazos.
– Y sentado estoy.
Todo rastro de diversión abandonó los ojos de la muchacha. Se inclinó un poco hacia delante, y Colin se encontró haciendo lo mismo mientras inspiraba hondo y despacio, disfrutando del delicado aroma de naranjas que provocaba sus sentidos.
– Dado el resultado de nuestra tirada de esta tarde -murmuró la joven-, no creo conveniente echarle las cartas en un lugar tan público.
– Entiendo. Prefiere estar sola conmigo.
– Sí. No. Quiero decir que…
La joven frunció el ceño.
– Oh, qué interesante, están a punto de echarle las cartas, lord Sutton -surgió la inconfundible voz de lady Newtrebble justo al lado de Colin. El hombre se volvió y alzó la mirada hasta ella. La dama agitó su abanico con vigor, sacudiendo las plumas de pavo real. Su cabeza parecía rodeada de alas en movimiento-. Mi sobrina, lady Gwendolyn, y yo tendremos muchísimo interés en oír las predicciones de madame acerca de su futura esposa, señor.
La mujer le hizo un gesto a madame Larchmont.
– Siga. No se preocupe por mí.
– Vamos, lady Newtrebble, ya conoce mi política estricta -dijo la muchacha con una sonrisa que a Colin le pareció forzada-. No puedo echarle las cartas a lord Sutton con usted ahí de pie…
– Yo no tengo nada que objetar -dijo Colin.
– Excelente -respondió lady Newtrebble con una espléndida sonrisa-. Siga -ordenó a madame Larchmont con el ceño fruncido.
– Antes de empezar -dijo Colin, sonriendo a su anfitriona-, me apetecería mucho un poco más de su magnífico coñac. ¿Podría ocuparse de eso? No empezaremos sin usted -añadió en tono solemne, al ver que la dama vacilaba.
– Muy bien -dijo lady Newtrebble, no muy complacida-. ¡Maldita sea! ¿Dónde se meten los lacayos cuando más falta hacen?
En cuanto se alejó, Colin se inclinó hacia delante.
– Le pagaré media corona por decir que la mujer con la que voy a casarme tiene el cabello castaño.
Alex parpadeó.
– ¿Cómo dice?
– De acuerdo, muy bien. Una corona. Merecerá la pena, con tal de dar al traste con las esperanzas de lady Newtrebble de que escoja a su rubia sobrina como prometida.
– ¿No le gusta su sobrina? Lady Gwendolyn es muy guapa.
– Es cierto. Sin embargo, albergo una intolerancia estrafalaria por la gente petulante y altanera que se queja de todo, sea cual sea el color de su pelo.
– Entiendo -respondió la joven con una leve sonrisa, suficiente para hacerle saber que aquello le hacía gracia-. Pero ¿y si las cartas predicen que en su destino está casarse con una mujer rubia? Estará eliminando a todas las demás rubias, no solo a lady Gwendolyn.
– Dada mi escasa creencia en el tarot, estoy dispuesto a arriesgarme.
– De todos modos, si las cartas indicasen a una mujer rubia -insistió la joven con un suspiro, sacudiendo la cabeza-, eso me obligaría a mentir.
– ¿Quiere usted decir que jamás ha dicho mentiras, madame Larchmont?
– ¿Las ha dicho usted?
Más de las que puedo contar.
– Sí. ¿Y usted?
La joven vaciló antes de responder.
– No me gusta mentir.
– Muy admirable. A mí tampoco. Sin embargo, las circunstancias nos fuerzan a veces a hacer cosas que no nos gustan.
– Parece que hable por experiencia, señor.
– Así es. Y sin duda usted no ha alcanzado la edad de…
– Veintitrés años.
– La edad de veintitrés años sin hacer algo que no le haya gustado demasiado.
– Desde luego, y esta conversación es un ejemplo perfecto.
El destello de diversión en sus ojos desmentía sus palabras.
Colin se acercó más, llenó su cabeza con el dulce aroma cítrico y subió su oferta.
– Medio soberano.
La muchacha dio un profundo suspiro.
– Me temo que las mentiras son… caras.
– ¿Más caras que medio soberano?
– Pues sí. Sobre todo las mentiras que tienen muchas probabilidades de hacerme perder a una clienta adinerada como lady Newtrebble.
– Se ha vuelto loca si cree que una tacaña reconocida como lady Newtrebble se desprendería de medio soberano para que le echasen las cartas.
Alex se limitó a sonreír en respuesta.
– Lo que está haciendo tiene un nombre, madame Larchmont.
– Sí. Se llama «pago».
– No. Se llama «extorsión».
Por alguna absurda razón, aquella conversación -que debería haberle fastidiado mucho- le entusiasmaba de forma inexplicable, de un modo que no había experimentado en mucho tiempo. Colin dio a su vez un suspiro.
– Muy bien, ¿cuál es su precio por decir una mentirijilla?
– Un soberano.
– Se da usted cuenta de que eso es ridículo.
La joven se encogió de hombros.
– La decisión es suya.
– Una suma escandalosa para cobrarle a un amigo.
Ella levantó una ceja en un gesto elocuente.
– No creo que nuestra breve relación pueda describirse como amistad, señor.
– Supongo que eso es cierto. Una circunstancia a la que me gustaría poner remedio -respondió él, sin dejar de mirarla a los ojos.
– En los tres próximos segundos, seguro -dijo la muchacha con una sonrisa.
Colin le devolvió, la sonrisa.
– Sí, eso resultaría muy útil.
– La verdad es que no. A los amigos les cobro la misma tarifa que a los simples conocidos.
– ¡Ah! Entonces, de nada sirve conocerla.
– Me temo que no -replicó ella, mirando por encima del hombro de Colin-. Se acerca lady Newtrebble con su coñac, señor.
– Muy bien -dijo él en tono de queja-. Que sea un soberano… Pero solo pagaré si se muestra convincente.
– De acuerdo. Y no tema, señor, soy muy buena en lo que hago.
– Sí, de eso estoy seguro.
Sin embargo, la cuestión sigue siendo qué hace exactamente, pensó Colin.
Capítulo 7
Alex mezcló las cartas con gesto enérgico. Como si aquella noche no estuviese ya lo bastante alterada intentando detectar el áspero susurro que había oído la noche anterior en el estudio de lord Malloran, ahora se sentía perturbada por la proximidad de lord Sutton. La presencia de lady Newtrebble, que andaba dando vueltas en las proximidades, temblorosa y expectante, no hacía sino aumentar su incomodidad.