– ¿Qué pregunta le gustaría hacerme, lord Sutton? -preguntó sin dejar de mezclar las cartas.
– La que todo el mundo tiene en mente. ¿Con quién voy a casarme?
Alex asintió y dejó la baraja sobre la mesa.
– Corte una vez con la mano izquierda.
– ¿Por qué con la izquierda? -preguntó él mientras obedecía.
– Eso contribuye a conferirle a la baraja su energía personal.
Sin decir nada más, la joven volvió las cartas que predecirían el futuro inmediato de Colin. Y se quedó sin aliento.
Falsedad. Engaño. Traición. Enfermedad. Peligro. Muerte. Las mismas cosas que había visto durante la tirada de esa tarde. Y la última carta, que representaba a la entidad en torno a la cual giraban todas las demás, indicaba…
A una mujer de cabello castaño.
De haber sido capaz de hacerlo, Alex se habría echado a reír ante la ironía. Al menos no tendría que mentir, porque no veía a ninguna rubia en su futuro. Por supuesto, la mala noticia era que la mujer de pelo castaño significaría probablemente la muerte para él.
– ¿Qué ve?
El primer impulso de la muchacha fue decírselo de inmediato, avisarle, pero dada la falta de intimidad pensó que aquel no era el momento ni el lugar adecuado. Sobre todo porque su escepticismo acerca de la veracidad de su tirada significaba que sería necesario convencerle. Pero debía hacerlo porque, en vista de aquella tirada, Alex no tenía dudas de que le aguardaban peligros.
Más tarde. Se lo diría más tarde. En aquel momento tenía que ganarse aquel soberano que tanto necesitaba.
– Veo a una mujer en su futuro -dijo.
Colin extendió las manos y sonrió.
– Bueno, eso suena prometedor. ¿Puede decirme cómo se llama?
– Los espíritus, las cartas, no indican un nombre, pero…
La muchacha hizo una pausa para obtener un efecto dramático.
– Pero ¿qué? -intervino lady Newtrebble-. ¿Quién es la chica?
– Se la considera hermosa…
– Claro que sí -dijo lady Newtrebble en tono triunfante.
– Inteligente…
– Por supuesto -dijo lady Newtrebble, indicándole con la mano que siguiese-. Continúe.
– Creo que es a mí a quien le están prediciendo el futuro, lady Newtrebble -dijo lord Sutton en tono seco.
– ¡Oh! Sí. Claro. Siga, madame Larchmont.
– Y es morena -dijo Alex-, con los ojos castaños.
Cayó sobre el trío un silencio ensordecedor, roto por la voz rabiosa de lady Newtrebble.
– ¿Qué disparate es ese? Ella no es así. Es rubia y tiene los ojos azules.
Alex sacudió la cabeza.
– Me temo que las cartas indican, con mucha claridad e insistencia, que la mujer destinada para lord Sutton es una morena de ojos castaños. ¿Conoce a alguien con esa descripción, señor? -preguntó la muchacha.
– La mitad de las mujeres de Inglaterra responden a esa descripción, como la mitad de las mujeres que asisten a esta fiesta -dijo Colin, antes de observarla durante varios segundos-. Incluyéndola a usted, madame.
La joven sintió mariposas en el estómago y, si las palabras y la fascinante mirada de él no la hubiesen dejado sin habla, se habría echado a reír. Ella era la última mujer de todo el reino que estaría destinada a ese hombre.
– Bien, espero que recuerde que esto es solo una diversión inofensiva, señor -dijo lady Newtrebble antes de que Alex pudiese pensar en una respuesta.
– Lo tendré en cuenta en todo momento mientras busco a mi futura esposa morena y de ojos castaños -dijo Colin en tono solemne-. Tiene usted mi más profunda gratitud, lady Newtrebble, por permitir que madame Larchmont me haya dado esta noticia durante su fiesta. Estoy seguro de que, si el asunto se publica en el Times, su nombre y esta deliciosa fiesta se mencionarán de forma destacada.
Lady Newtrebble parpadeó, y luego sus ojos se entornaron con inconfundible avaricia.
– El Times. Sí. Sin duda querrán saberlo todo.
La dama se excusó, y Alex suspiró aliviada.
– Bien hecho -dijo lord Sutton en voz baja.
– Gracias. Espero que mi interpretación haya sido aceptable.
– Sí. Le pagaré su tarifa mañana cuando venga a mi casa para echarme las cartas.
Colin se levantó pero, en lugar de marcharse, apoyó las palmas sobre la mesa y se inclinó hacia ella.
– ¿Puedo acompañarla a su casa después de la fiesta?
Hablaba en voz baja y apremiante, y sus ojos verdes no revelaban sus pensamientos. La perspectiva de estar a solas con él, en la intimidad de su carruaje, sentados cerca, en la oscuridad, provocó a Alex un escalofrío. Un escalofrío que deseó llamar aprensión, pero al que solo pudo dar el nombre que tenía. Ilusión.
Debía negarse, quería negarse, y sin duda lo habría hecho si no hubiese tenido que decirle lo que de verdad había visto en las cartas. Alex se aferró a esa excusa.
– No es necesario… -dijo, negándose a parecer entusiasmada.
– Ya sé que no es necesario, madame. Pero, como caballero que soy, mi conciencia no me permite dejar que vuelva a casa en un coche de alquiler, y menos a una hora tan avanzada. Una dama no debería salir sin un acompañante adecuado en una ciudad en la que el delito es moneda corriente.
Una dama. Alex contuvo el sonido de disgusto que pugnaba por salir de su garganta, reprimiéndose para no señalar que ella no era ni sería nunca una dama.
– Es usted muy galante, señor.
– Y estoy muy acostumbrado a conseguir lo que quiero.
La joven enarcó una ceja.
– Cosa que me tienta a rehusar solo por ese motivo.
– Espero que venza esa tentación en particular.
Algo en su voz, en su forma de decir «tentación», en su forma de mirarla… hizo que el corazón de Alex traquetease.
– Es necesario vencer la tentación, señor.
– En algunos casos, sí.
– ¿No en todos?
Por el amor de Dios, ¿ese sonido jadeante era su voz?
La mirada de Colin se detuvo en los labios de ella, y la joven se quedó sin aliento.
– No, madame -dijo él, mirándola de nuevo a los ojos-. No en todos los casos. ¿Me permite acompañarla a casa?
– Muy bien. Acepto su oferta, porque hay algo que quiero comentar con usted -añadió, llevada por el orgullo.
Colin sonrió.
– Espero que no sea una subida de sus tarifas.
– No, pero esa es una excelente idea.
– No, seguro que no lo es. Sin embargo, yo sí que tengo una idea que es excelente.
Colin permaneció en silencio unos momentos.
– ¿Y cuál es esa excelente idea? -apuntó Alex, al ver que él no decía nada.
Los labios de Colin se curvaron despacio y la miró sonriendo. La joven resistió a duras penas el impulso de abanicarse con la mano enguantada. ¡Dios, aquel hombre era… contundente! Y, al parecer, sin intentarlo siquiera. Pobre de la mujer que intentase resistirse a él si de verdad se esforzaba por seducirla.
– Pensaba que nunca lo preguntaría, madame. Responderé a su pregunta durante el viaje a casa.
– ¿Y qué se supone que voy a hacer hasta entonces? ¿Marchitarme de curiosidad?
Colin se inclinó hacia la joven, que percibió un agradable aroma de ropa recién lavada.
– No. Tiene que pensar en mí -dijo en voz baja-, y preguntarse cuál es mi excelente idea.
Antes de que Alex pudiese respirar, y mucho menos formular una respuesta, Colin se marchó para perderse entre la multitud.
Tiene que pensar en mí.
La joven exhaló el aire despacio. Eso no sería ningún problema. Lo cierto era que, desde que lo vio la noche anterior en la fiesta de los Malloran, le había resultado casi imposible pensar en algo que no fuese él.