Alex vio que le temblaba el labio inferior. Luego, el niño cruzó la habitación corriendo y le echó los brazos a la cintura, enterrando el rostro en su falda.
Ella lo abrazó con fuerza y a continuación se agachó para poder mirarlo a los ojos.
– ¿Estás bien, Robbie? -preguntó mientras su mirada recorría el cuerpo del niño, temerosa de oír su respuesta.
Sus cardenales habían adquirido un apagado tono verde amarillento, y Alex no vio muestras de otros nuevos. Gracias a Dios.
El niño se limpió la nariz con la manga y asintió.
– ¿Están bien la señorita Emmie y usted?
– Claro que sí. Solo estábamos preocupadas por ti -respondió ella, apartándole un mechón de pelo de la frente y brindándole una sonrisa que confió en que ocultase el dolor que el niño siempre le inspiraba-. Anoche te echamos de menos, Robbie.
– Traté de venir, pero no pude.
Alex apretó la mandíbula. Sabía lo que eso significaba. Su padre no estaba lo bastante borracho para desmayarse y no percatarse de la ausencia del niño.
Este bajó la cabeza y arrastró contra el suelo la punta de su zapato sucio y desgastado.
– No he podido venir hasta ahora para ver si estaban bien -dijo mientras levantaba la cabeza-. ¿Jura que está bien?
– Lo juro. Y la señorita Emmie, también. ¿Por qué no íbamos a estarlo?
– Por el hombre que estaba aquí cuando vine ayer. En esta misma habitación, señorita Alex. Lo pillé cuando vine a buscar una naranja. Le dije que le mataría si les hacía daño -remató con expresión feroz.
La joven se quedó paralizada.
– ¿Un hombre? ¿Aquí? ¿Qué quería?
– Preguntó por usted. Me dio un chelín, pero no se preocupe, fui más listo que él y no le dije nada.
– ¿Que te dio un chelín? Eso es mucho dinero -dijo ella en tono ligero, tratando de disimular su alarma. Dios. ¿Había descubierto el asesino de lord Malloran que era ella la autora de la nota y la había encontrado?-. ¿Reconociste a ese hombre?
Robbie negó con la cabeza.
– Era un tipo elegante. Rico. Trató de darme menos, pero yo sabía que podía pagar más.
El niño se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquetito envuelto en una pieza de tela sucia, que le tendió.
– Me compré un bollo y guardé la mitad para la señorita Emmie y para usted. Para darles las gracias por… -Robbie volvió a arrastrar la punta del zapato-. Bueno, ya sabe. Sé que le gustan los dulces.
A Alex se le hizo un nudo en la garganta. El orgullo en la voz del niño era inconfundible. Dado que si rechazaba su regalo -un regalo que apenas podía permitirse-, el niño se sentiría desolado, la joven aceptó el paquete con gesto solemne; comprendía la necesidad que él tenía de mostrar gratitud.
– Gracias, Robbie. Este es el mejor regalo que he recibido jamás. La señorita Emmie y yo nos lo comeremos con el té.
Alex dejó con cuidado el valioso paquete y luego apoyó las manos sobre los delgados hombros del niño.
– Dime algo más de ese hombre. ¿Qué aspecto tenía?
Robbie arrugó la cara para reflexionar.
– El tipo iba bien vestido y era moreno. Era alto y corpulento -dijo, abriendo los brazos-, pero no gordo, ¿eh? Solo… grande. Fuerte. Me cogió por el cuello de la ropa.
La joven se sintió invadida por la rabia.
– ¿Te hizo daño?
– Qué va. Me lo quité de encima. Daba miedo, pero no tanto como mi padre. Trató de impresionarme con los ojos, pero no le dejé… El tipo tenía los ojos muy verdes. Nunca los he visto tan verdes.
Alex se quedó de piedra. ¿Ojos verdes? La muchacha cayó en la cuenta y se encolerizó. Se sentía como una tetera a punto de escupir vapor. No albergaba dudas en cuanto a la identidad de aquel tipo rico de ojos verdes. ¡No era de extrañar que percibiese que alguien la vigilaba! Él la había seguido y luego había invadido su casa. Su intimidad. Su santuario. El santuario de los niños. A la joven le daba vueltas la cabeza con solo pensar en las repercusiones.
– Me vio entrar por la trampilla, señorita Alex -dijo Robbie con una vocecita llorosa. A pesar de todo lo que había vivido aquel niño, Alex jamás lo había visto llorar, pero ahora parecía a punto de hacerlo-. Lo siento. Yo no quería…
La joven interrumpió sus palabras apoyando un dedo en sus labios temblorosos con gesto cariñoso.
– No tienes por qué sentirlo, Robbie. Gracias a tu descripción, estoy segura de quién es el hombre.
– ¿Es un… hombre malo?
Alex forzó una sonrisa.
– No, así que no te preocupes. Yo me encargaré de todo, te lo prometo.
Colin observaba el edificio de Alex desde el mismo umbral en sombras en el que se situase el día anterior. Cuando por fin apareció su presa, llevaba una mochila que parecía idéntica a la del día anterior.
La siguió hasta el mismo edificio de la víspera, donde entró en El Barril Roto. Salió poco después sin la mochila y echó a andar en dirección a Mayfair, seguramente hacia la casa de él para acudir a su cita.
– ¿Cuál es el plan? -susurró una voz justo detrás de él.
Colin se volvió sobresaltado y se encontró con Nathan.
– ¡Puñetas! -exclamó-. ¿De dónde has salido?
Nathan enarcó una ceja.
– Del útero de nuestra madre, igual que tú. ¿Necesitas que te explique de dónde vienen los niños?
¡Maldita sea!, exclamó Colin para sus adentros. ¿Cómo se las había arreglado para olvidar lo pesado que podía ser Nathan, y al tiempo lo ligero que podía resultar al moverse? Aun así, le perturbaba que Nathan hubiese podido sorprenderle con tanta facilidad. Eso no le auguraba mucho éxito.
– ¿Qué haces aquí?
– La misma pregunta que iba a hacerte yo.
– Si hubiese querido que lo supieras, te lo habría dicho.
– Está claro que no ibas a hacerlo, y por eso me he visto obligado a tomar el asunto en mis propias manos y seguirte.
– Parece que no he perdido mis facultades para las operaciones clandestinas. A ti, en cambio, se te ve un poco falto de práctica.
Colin no se molestó en responder. No sabía con certeza si estaba más enfadado consigo mismo por no detectar la presencia de Nathan, o con este por su intromisión.
– Ya hablaremos de eso luego. Vete a casa.
– Sí, por supuesto que hablaremos luego. En cuanto a irme a casa, si crees que voy a marcharme, te equivocas, así que cuéntame el plan. ¿Quién era esa mujer y por qué la sigues?
Demonios, ¿por qué no pudo ser hijo único? Colin comprendió que no conseguiría librarse de su hermano.
– Luego. Ahora mismo, no tengo tiempo. Quiero averiguar qué ha hecho en ese edificio. No espero que vuelva pero, ya que estás aquí, puedes hacer algo. Quédate aquí vigilando y, si ves que se acerca, hazme una señal.
– De acuerdo.
Colin se acercó al edificio y observó el exterior cochambroso, la fachada con unos cuantos ladrillos de menos. Las tres tiendas abandonadas parecían desiertas, pero sospechó que la vida rebosaba tras los ásperos tablones que obstruían las entradas.
Abrió la deteriorada puerta de madera de El Barril Roto y penetró en el interior de la taberna, poco iluminado. Lo asaltó el olor agrio de cerveza rancia y cuerpos sucios. Se detuvo nada más cruzar el umbral y miró a su alrededor los bancos combados y las mesas desgastadas. Desde el otro extremo del local, dos hombres encorvados sobre unas jarras lo miraron con los ojos entornados, sin duda evaluando las posibilidades de quitarle la cartera. Con la mirada clavada en aquellos dos, Colin se agachó despacio y sacó de la bota parte del cuchillo que llevaba escondido, de forma que la brillante hoja de plata fuese bien visible. Los hombres intercambiaron una mirada, se encogieron de hombros y volvieron a sus bebidas.
Satisfecho, se acercó a la barra, tras la cual se hallaba un gigante calvo que limpiaba la apagada superficie de madera con un trapo de aspecto sucio. El hombre le dedicó una mirada suspicaz.