– ¿Cerveza? -preguntó el gigante.
– Información.
– No sé nada.
Colin se metió la mano en el bolsillo y depositó un soberano de oro sobre la barra.
– Puede que sepa algo -murmuró el tabernero, encogiendo sus robustos hombros.
Colin apoyó un codo en el borde de la barra y se acercó más, en apariencia para hablar de forma confidencial, aunque mientras tanto su mirada recorría la zona situada detrás de la barra. Había una mochila en un rincón.
– La mujer que acaba de estar aquí… ¿qué le ha dado?
El hombre entornó los párpados. Apoyó los enormes puños sobre la barra y se inclinó hacia delante hasta que su nariz, que se había roto al menos una vez, estuvo a punto de tocar la de Colin.
– No sé nada.
Luego se echó hacia atrás y dedicó a Colin una mirada glacial destinada a fulminarlo.
Sin dejar de mirar los ojos color fango del hombre, Colin indicó con la cabeza el rincón detrás de la barra.
– Esa mochila me dice otra cosa.
– ¿Quién demonios eres, y por qué quieres saberlo?
– Soy un… amigo que se preocupa por ella.
– ¿Sí? Pues a mí me preocupa que un pijo como tú pregunte por ella y se meta donde no lo llaman.
Colin dejó otra moneda de oro sobre la barra.
– ¿Por qué ha venido? ¿Qué hay en esa mochila?
El hombre cogió las dos monedas, alargó el brazo y volvió a deslizarlas en el bolsillo de Colin.
– Tu dinero no sirve aquí, pero deja que te dé un consejo gratis. Aléjate de ella. Si me entero de que la has molestado, tendrás que vértelas con Jack Wallace -dijo, antes de golpearse la palma de la mano con el puño-. Y no te resultará una experiencia agradable.
Colin levantó una ceja.
– ¿Es que es suya?
El gigante entornó los párpados.
– Solo necesitas saber que no es tuya. Ahora lárgate -dijo, indicando la puerta con la cabeza-. Antes de que olvide mis modales elegantes y te eche de una patada en ese elegante trasero tuyo.
– Muy bien -respondió Colin, caminando hacia la puerta y abriéndola. Sin embargo, antes de cruzar el umbral se volvió y miró al gigante a los ojos-. Como mi dinero no servía aquí, he llegado a la conclusión de que tampoco lo haría mi reloj, así que he vuelto a quitárselo. Le felicito, señor Wallace. Para tener las manos tan grandes, su técnica es muy buena.
Wallace lo miró sorprendido y se llevó la mano al bolsillo del delantal. Sin más, Colin salió de la taberna y echó a andar hacia Mayfair. Solo había dado media docena de pasos cuando Nathan se situó junto a él.
– ¿Has averiguado lo que deseabas saber? -preguntó su hermano.
– No.
– Me he sentido aliviado al ver que el tabernero no decidía hacer contigo unos entremeses. Incluso entre los dos, no estoy seguro de que hubiéramos podido con él.
– Se suponía que ibas a esperar al otro lado de la calle.
– No, se suponía que iba a vigilar. ¿Es culpa mía que mientras cumplía con mi deber haya visto a ese tabernero gigantesco?
Colin iba a responder a Nathan, pero este proseguía con su perorata.
– Y, hablando de lo que se suponía que ibas a hacer tú, dijiste que me contarías qué demonios está pasando.
– Y lo haré. Mañana.
Colin hizo una mueca de dolor y se frotó el muslo con la mano sin dejar de caminar. Se volvió a mirar a Nathan y observó que su hermano lo contemplaba con la mandíbula tensa. Dejó de frotarse la pierna de inmediato, maldiciendo su descuido.
– No pasa nada. Tengo agujetas.
Nathan lo miró, y Colin leyó el sentimiento de culpa y el remordimiento en los ojos de su hermano.
– Estoy bien, Nathan. Y si vuelves a disculparte por algo que no fue culpa tuya, te juro que te tiro al Támesis.
– Fue solo culpa mía que recibieses un disparo así que me disculparé tantas veces como me dé la gana.
– Fue solo culpa mía, así que me niego a escuchar más disculpas innecesarias.
– Supongo que simplemente tendremos que ponernos de acuerdo para estar en desacuerdo. Y, en cuanto a eso de tirarme al Támesis, te costaría muchísimo, teniendo en cuenta que corro más que tú.
Una carcajada de alivio surgió en la garganta de Colin, que tosió para disimularla, agradecido de que hubiese pasado el momento incómodo.
– Puede que tú corras más, pero yo soy más listo.
– Eso es discutible pero, aunque fueses un puñetero genio, yo desde luego no soy tan bobo para acabar en el Támesis.
– Se te pondrá cara de tonto cuando repitas esas palabras mientras chorreas agua del río. Pero no tengo tiempo de seguir discutiendo el asunto, porque debo acudir a una cita a la que ya llego tarde. Albergo la esperanza de que esa cita me ayude a tener más cosas que contarte mañana.
– Entiendo. Bueno, entonces creo que me separaré de ti en la esquina, porque tengo asuntos propios que tratar. ¿Nos vemos para cenar? ¿A las ocho?
– Sí.
Cuando llegaron a la esquina, Colin siguió en línea recta, hacia casa, mientras Nathan giraba a mano derecha. Fuera de la vista de su hermano, Colin se frotó la pierna, maldiciendo el dolor que le impedía moverse tan deprisa como habría deseado.
Madame Larchmont lo esperaba, y eso estaba bien, porque las preguntas no dejaban de acumularse. ¿Qué le había dado a Wallace? ¿Por qué el hombre no había aceptado el soborno? ¿Qué tenía ella para inspirar semejante lealtad? Conseguiría sus respuestas. Y cuando las tuviese, pensaba averiguar si el beso que compartieron era igual de magnífico la segunda vez.
Capítulo 9
En cuanto el mayordomo de lord Sutton cerró la puerta del elegante salón dejando a Alex a solas, la joven se acercó a toda prisa al escritorio situado junto a la ventana. No sabía con certeza de cuánto tiempo disponía antes de que lord Sutton -o, como ahora prefería pensar en él, el tipo rico de ojos verdes- acudiese a su cita, y pretendía aprovechar cada minuto.
Con un esfuerzo, reprimió la ira que burbujeaba tan cerca de la superficie y repasó deprisa la pila de correspondencia bien colocada en una bandeja de plata apoyada en la esquina de la brillante superficie de caoba. Media docena de invitaciones a fiestas, una nota de su hermano, otra de lord Wexhall, varias invitaciones más, la última con una sola línea que decía «Estoy deseando volver a verle». Estaba firmada solo con la letra «M» y… se llevó el papel vitela a la nariz… perfumada con agua de rosas.
La invadió una sensación desagradable que no quiso examinar muy de cerca; no deseaba reconocer su semejanza con los celos. Luego frunció el ceño muy irritada. Demonios, ¿qué le importaba si tenía citas con aquella mujer llamada «M» o con una docena de mujeres? No le importaba nada.
Aun así, la idea de Colin tocando a otra mujer, besando a otra mujer… Alex cerró los ojos con fuerza para borrar el recuerdo apasionado de él tocándola, besándola, pero el esfuerzo fracasó por completo. Lo cual resultaba ridículo y muy humillante. Estaba enfadada con él. Furiosa. Vamos, que si intentaba volver a besarla le pondría los dos ojos morados.
De haber sabido antes del beso lo que había hecho, de qué forma había invadido su hogar y su intimidad, sin duda no le habría permitido tomarse tantas libertades.
¿O sí?
Por el amor de Dios, quería y necesitaba creer que no lo habría hecho. Pero no saberlo la asustaba, casi tanto como su descontrolada reacción ante aquel hombre y el fuego que prendió en su cuerpo. Abrió los ojos, apretó los labios y se aferró a su ira, una emoción mucho más segura que las demás sensaciones perturbadoras que él le provocaba. Pensaba ceñirse a esa ira al echarle en cara su engaño.
Se forzó a concentrarse en la tarea que tenía entre manos, volvió a colocar la correspondencia en su lugar y abrió el cajón superior. Vio al instante la bolsita de piel con que Colin le había pagado el día anterior. Levantó la bolsa, sopesándola en la palma de la mano y escuchando el tintineo de las monedas.