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A juzgar por el peso había allí una pequeña fortuna, y la joven sintió en los dedos el hormigueo de la tentación. No mucho tiempo atrás se habría deslizado la bolsa en el bolsillo. Desde luego, después de lo que lord Sutton le había hecho no merecía menos. Pero Alex ya no era esa persona ni quería volver a serlo. Tras apretar la bolsita por última vez, la colocó de nuevo en su lugar y luego registró a toda prisa los demás cajones, que no contenían nada de interés.

Hasta que llegó al cajón inferior, que estaba cerrado. Sin dudar un momento se dejó caer de rodillas, se arrancó los guantes, se sacó una horquilla del moño y se puso manos a la obra. El tictac del reloj de la chimenea era el único sonido mientras se concentraba en su tarea. La cerradura tardó menos de un minuto en empezar a ceder, y una sonrisa de satisfacción curvó sus labios. Solo un movimiento más…

– Puede que esto la ayude -dijo una voz profunda, justo detrás.

Alex se volvió con un grito ahogado. Lord Sutton estaba apoyado contra la pared con los tobillos cruzados, mirándola con su habitual expresión impenetrable. Una llave de plata suspendida de una cinta negra colgaba de su mano tendida.

Diablos. ¿Cómo se las había arreglado para sorprenderla de ese modo? Debía de moverse como el humo. Y, Dios del cielo, desde luego se las arreglaba para tener un aspecto imponente mientras lo hacía. La chaqueta azul marino, el chaleco color plata y los pantalones crema, que llevaba metidos en unas botas negras brillantes como un espejo, se adaptaban a sus formas masculinas a la perfección.

Alex lo miró de arriba abajo, deteniéndose en lo bien que le sentaban los ceñidos pantalones. Como estaba de rodillas, los ojos le quedaban a la altura de la ingle, una visión fascinante que captó su interés de una forma que sin duda debería haberla horrorizado. Y sin duda lo haría, en cuanto pudiese apartar la mirada.

Una oleada de calor invadió a Alex, que se llevó la mano de forma involuntaria hasta la cadera, para apoyarse en el punto exacto en que la carne dura de él se había apretado contra ella la noche anterior.

– Me está mirando, madame, y su mirada me distrae mucho.

La asaltó otra oleada de calor, esta vez cargada de una aguda mortificación. Alex levantó la mirada de golpe. Los ojos verdes de él parecieron quemarla y la arrancaron de su humillante estupor.

La joven se puso en pie de un salto, se apoyó las manos en las caderas y le dedicó una mirada furiosa.

– Casi me mata del susto. ¿Tiene la costumbre de acercarse sigilosamente a la gente, señor?

Colin levantó un poco una ceja.

– Desde luego, hay que reconocer que tiene audacia. Creo que una pregunta más pertinente, madame, es: ¿Tiene la costumbre de forzar la cerradura de los cajones ajenos?

– Usted podría dar clases de audacia, señor. Mi presencia ante su escritorio no es menos de lo que merece, teniendo en cuenta que forzó la cerradura para entrar en mi apartamento.

Alex esperaba que lo negase, pero Colin inclinó la cabeza.

– Es evidente que yo tuve más éxito que usted -dijo, moviendo la llave-. Dado que su habilidad es tan escasa, le ruego me permita ofrecerle esto.

¿Escasa? ¡Qué arrogancia! Nunca se había puesto en duda su habilidad; sin embargo, Alex no podía negar el irritante y humillante hecho de que era la segunda vez que lord Sutton la atrapaba con las manos en la masa. La joven no sabía si estaba más irritada consigo misma o con él.

– Si hubiese tardado uno o dos minutos más -dijo en su mejor tono de desprecio, sin dignarse a echar un vistazo a la llave-, sabría de sobras qué puñetas se trae entre manos. ¿No le apetece acercarse a uno de sus clubes durante un rato?

– Creo que no. Por cierto, vaya lenguaje, madame. He de decir que no es propio de una dama.

– No se equivoque, señor. Nunca he dicho que fuese una dama. Por otra parte, usted sí es un caballero, aunque una se pregunta dónde y por qué iba a adquirir un caballero la habilidad de forzar cerraduras.

– Es evidente que tuve mejor profesor que usted. ¿Qué buscaba exactamente? ¿Dinero? Si es así, habría preferido que me lo pidiera. ¿O ya ha cogido las monedas que, como sabe por su visita de ayer, están en el cajón de arriba? -preguntó él con voz fría.

Alex se sintió humillada.

– No he cogido su dinero. No soy una ladrona.

Ya no lo soy, pensó.

Colin no pareció nada convencido.

– Entonces ¿qué buscaba?

– ¿Qué buscaba usted cuando se coló en mi casa?

Aquel hombre horrible ni siquiera tenía la decencia de parecer avergonzado.

– Información.

– ¿Sobre qué?

– Sobre usted.

– ¿Por qué no me preguntó?

– No creía que fuese a responderme con franqueza.

Alex enarcó las cejas.

– Es una posibilidad… si pregunta por temas que no son asunto suyo.

– Irritante, pero comprensible. Por eso me encargué yo de averiguar lo que quería saber. ¿Le gustaría oír lo que descubrí?

– Sé lo que descubrió.

En la mente de Alex surgió la imagen de la cara de Robbie con el labio inferior tembloroso, y la ira de la joven aumentó. Se acercó más a él y se puso en jarras.

– ¿Sabe cuánto asustó a ese niño, un niño que vive cada día con miedo, un niño cuyo único refugio invadió usted?

Un músculo se movió en la mandíbula de Colin.

– No quería asustarlo.

– Pero lo hizo. ¿Tiene idea del daño que ha causado?

La rabia de Alex se desbordó, y de pronto no pudo quedarse quieta. Se puso a caminar por delante de él con pasos bruscos.

– Robbie no tiene ningún otro sitio seguro -añadió-. Ninguno de ellos lo tiene. Si tiene miedo de venir a mi apartamento… Su padre lo obliga a robar para ganarse el sustento. Si no lleva suficiente dinero a casa, le pega. Ese niño pasa los días luchando por sobrevivir y rezando para que por las noches su padre beba lo suficiente para desmayarse. Esas son las noches en que viene a mi casa. Para descansar. Para comer. Para curarse. Para sentirse seguro. Y es el único momento en que de verdad se siente seguro. Ver a un extraño en mi apartamento, a alguien que según cree podría hacernos daño a él o a mí… podría hacer que dejase de venir. Si se lo cuenta a los demás, quizá también dejen de venir ellos.

– ¿A los demás? ¿Cuántos hay?

Alex tomó aire.

– Más de los que puedo ayudar. Yo soy todo lo que tienen, junto con Emma, la amiga que vive conmigo. Depositan en nosotras la poca confianza que poseen. Y ninguno de ellos merece más miedo en su vida, ni que violen su único lugar seguro. No tenía derecho…

Colin alargó el brazo y le puso los dedos en los labios, interrumpiendo sus palabras.

– Lo siento. No lo sabía. De haberlo sabido…

– Habría hecho exactamente lo mismo -dijo Alex en tono acusador, apartándose de su mano.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Quería saber más de usted.

– Otra vez tengo que preguntarle por qué.

Colin la observó durante varios segundos.

– ¿Está buscando que le regalen los oídos? -preguntó.

A Alex se le escapó un sonido de incredulidad.

– ¿Que me regalen los oídos? Es un misterio para mí cómo ha llegado a semejante conclusión. Pero, para responder a su pregunta, no. Ahora le pido que responda a la mía. ¿Por qué iba a estar interesado en averiguar más sobre mí?

– ¿Y si le dijera que es porque la encuentro… fascinante?

– Diría que tiene que haber otra razón.

La mirada de Colin recorrió su rostro con una intensidad que la impresionó.

– Me pregunto si es usted así de modesta o si de verdad carece de vanidad.

– No tengo nada de lo que envanecerme, señor, como puede apreciar cualquiera que tenga ojos en la cara; por lo tanto, le exijo que ponga fin ya a este disparate y me diga la verdad.