– Pero ¿por qué iba a implicarse un hombre como usted en una actividad tan peligrosa?
– Esta es la segunda vez que dice «un hombre como usted». ¿A qué se refiere exactamente?
Colin apretó la mandíbula, irritado consigo mismo por dejar que la pregunta atravesase sus labios, sobre todo cuando sabía muy bien a qué se refería. Se refería a…
– Un caballero con título, por supuesto -dijo.
Un caballero con título, por supuesto, repitió Colin para sus adentros, reprimiendo el sonido de disgusto que surgió en su garganta. Bien, desde luego no podía negar la precisión de sus palabras: eso era él. Por desgracia, para la mayoría de las personas no era nada más. Solo un título. Hacía mucho tiempo que se creía inmune al dolor que había experimentado cuando de joven se percató de ese hecho, pero, dada la innegable quemazón que sintió al oír aquellas palabras, debía reconocer que se equivocaba al respecto. Ella lo veía como los demás.
Apartando su ridícula desilusión, inspiró hondo y regresó con la mente al joven insatisfecho que era ocho años atrás.
– Mientras crecía, toda mi existencia giraba en torno a mis deberes para con mi título y mis propiedades. Cuando cumplí veintiún años, mi padre ya me había enseñado todo lo que tenía que saber. Disfrutaba mucho trabajando, pero a mi padre le gustaba, o mejor dicho, necesitaba, llenar sus días solitarios administrando las propiedades él mismo. Yo no tenía valor para pedirle que hiciese menos para permitirme hacer más y negarle así lo que necesitaba. Así que no hacía nada que no pudiese hacer un administrador. Me sentía… inquieto. Innecesario. Vacío. Y sobre todo inútil. Nathan tenía su profesión de médico, pero yo no tenía nada al margen de las habituales ocupaciones de un caballero de campo, que, aunque resultaban agradables, no tenían demasiado uso ni valor.
Colin hizo una pausa, recordando su creciente descontento.
– Nunca olvidaré el día en que por fin me harté de no ser nada más que un caballero con título, como usted me ha descrito con tanto acierto. Nathan nos contó a mi padre y a mí que había salvado la vida de un hombre aquella mañana. Escuché sus palabras, oí el orgullo en su voz y me di cuenta de que nunca había hecho nada de lo que pudiese estar tan orgulloso. Desde luego, nada tan importante como salvar la vida de alguien.
El recuerdo lo invadió; aquellos sentimientos de insatisfacción resultaban tan nítidos como si los hubiese albergado el día anterior.
– Entonces supe que quería o, mejor dicho, necesitaba demostrarme a mí mismo que era más que un título, pero no estaba seguro de qué hacer. Consideré la posibilidad de comprar un cargo en el ejército, pero entonces apareció Wexhall, quien quería utilizar la propiedad para el espionaje, y vi una oportunidad. Al principio dudaba de mi capacidad como espía, pero lo convencí de que me diese la oportunidad de demostrar que me hallaba a la altura de la tarea. Resultó que sí, y que además poseo un talento especial para forzar cerraduras y colarme en lugares en los que no debería estar. Todo eso es muy práctico para un espía.
– Sí, imagino que debe serlo. ¿Le gustaba espiar?
Colin reflexionó.
– Sí -dijo-. Me gustaba servir a mi país, hacer algo importante, ser útil. Me encantaba el reto.
No añadió que hubo varias misiones, una en particular, que no le gustaron en absoluto, que habían dejado en él profundas marcas físicas y mentales.
– Al mirar hacia atrás -añadió-, tengo que decir que fue la época más feliz de mi vida.
– ¿Por qué se retiró?
Se apretó el muslo con la palma de la mano y decidió contarle la versión sencilla.
– Me hirieron.
– ¿Cómo?
– De un disparo.
La mirada de Alex se posó un instante en el muslo de Colin.
– ¿Duele? -preguntó en voz baja.
Colin se encogió de hombros y cruzó los brazos.
– A veces -respondió, esbozando una sonrisa-. Sobre todo cuando me veo obligado a correr por los callejones de Londres en persecución de echadoras de cartas.
Alex indicó con un gesto de la cabeza el cajón cerrado.
– ¿Podría forzar esa cerradura?
– Por supuesto, y en mucho menos tiempo del que ha tardado usted en verse atrapada con las manos en la masa. Lo cual es comprensible, pues, naturalmente, no tiene experiencia en forzar cerraduras.
Colin se rió para sus adentros al ver la mirada ofendida de la joven. Era evidente que esa afirmación la irritaba y que debía hacer un gran esfuerzo para no corregirlo, pues en realidad, antes de hacer notar su presencia, Colin había observado que estaba a punto de abrir el cajón, y habría tardado menos de un minuto en acceder a él. Impresionante. Se le ocurrió una vez más que sería una espía estupenda.
– ¿Está dispuesto a hacerme una demostración? -preguntó ella.
En señal de respuesta, él le entregó la llave.
– ¿Por qué no se asegura de que está bien cerrado. No querría llevar ventaja.
– Encantada -dijo Alex con una sonrisa no demasiado sincera.
Cuando acabó, se puso en pie y le entregó la llave, que Colin se deslizó en el bolsillo del chaleco.
Sin embargo, en lugar de arrodillarse delante del escritorio, se acercó más a ella. Alarmada, Alex retrocedió y se detuvo al topar contra el escritorio. Colin se acercó aún más.
– ¿Qué… qué hace?-preguntó ella con una voz jadeante.
A Colin le entraron ganas de hacer algo para que jadease aún más.
Mirándola a los ojos, Colin alargó el brazo y, con destreza, le quitó una horquilla del cabello. Con una sonrisa, sostuvo en alto su presa.
– No puedo forzar una cerradura solo con mi buena apariencia.
Alex lo miró de hito en hito, deteniéndose en su boca de una forma que tensó todos los músculos de Colin.
– Supongo que no -dijo Alex con la misma voz jadeante-. ¿Qué hacía cuando no había una mujer en las proximidades a quien pudiese quitarle una horquilla?
Demonios, hacía falta un esfuerzo hercúleo para no alargar el brazo y tocarla. En lugar de eso, le guiñó el ojo.
– Siempre llevo las mías.
Colin se dejó caer sobre una rodilla, hizo crujir los nudillos y luego se frotó las manos. Para acabar, la miró.
– ¿Lista?
– Ya lo estaba -respondió ella con sequedad.
Sin más, Colin introdujo con delicadeza la horquilla en la cerradura, la movió dos veces y luego la sacó.
– Voilà!
– No sea ridículo. Ese cajón no está abierto…
Alex abrió despacio el cajón. Tuvo que apretar la mandíbula para no abrir la boca ante su destreza y habilidad. Vio lo que parecía una brillante caja negra pero, antes de que pudiese ver más, Colin cerró el cajón, introdujo su llave y lo cerró. A continuación, en un único y flexible movimiento, se puso en pie y se guardó la llave en el bolsillo.
El hombre alargó el brazo y volvió a colocarle la horquilla en el pelo con suavidad.
– No solo forzaba cerraduras -dijo en voz baja-, también era un experto carterista.
La proximidad de Colin, el suave contacto de sus manos en sus propios cabellos y el leve aroma limpio que emanaba conspiraron para dejarla sin habla. Alex se aclaró la garganta.
– ¿Carterista? ¿Era bueno?
Colin apartó las manos de sus cabellos, dio un paso atrás y sonrió.
– Creo que el hecho de que necesite preguntarlo demuestra que lo era. Y todavía lo soy. Me parece que esto es suyo -respondió, tendiendo la mano.
Alex se quedó boquiabierta al ver el paquete envuelto en seda color bronce que Colin tenía en la palma de la mano. Se llevó la mano al profundo bolsillo de su vestido en el que guardaba sus cartas. El bolsillo estaba vacío. Dios, era muy bueno. Y ella entendía de eso. Habría sido un ladrón estupendo.
– Impresionante -dijo la joven, incapaz de disimular su admiración-. Estoy asombrada.
– Gracias. Es solo una de mis numerosas capacidades.
La malicia brillaba en los ojos de Colin, haciéndolo todavía más atractivo.