El hombre sonrió, y ella resistió el impulso de parpadear. En otras circunstancias, podría haber quedado deslumbrada por aquel destello devastadoramente atractivo de dientes blancos y homogéneos, como imaginaba que debía ocurrirle a la mayoría de las mujeres. Por fortuna, ella era inmune al atractivo de aquel hombre.
– Como usted, tomar un poco el aire -respondió-. Además, deseaba alejarme de la multitud por un momento… aunque encontrarme con madame Larchmont ha sido un placer inesperado.
Aún suspicaz, aunque dispuesta a seguirle el juego, Alex inclinó la cabeza para agradecer su cumplido.
– Tiene una ventaja sobre mí, señor, pues yo ignoro su nombre.
Sus atractivos rasgos revelaron un gesto avergonzado, demasiado auténtico para ser fingido, y el hombre se guardó el pañuelo.
– Discúlpeme. Soy Colin Oliver, vizconde Sutton -aclaró, inclinándose ante ella-. A su servicio.
Alex tragó saliva. Reconocía el nombre, por supuesto. Lord Sutton era uno de los mejores partidos de la temporada, sobre todo porque se decía que buscaba esposa y no sería necesario arrastrarlo hasta el altar. Un noble muy respetado y con poder. Si la recordase de antes… Alex se estremeció. Podía echar a perder todo aquello por lo que tanto había trabajado y luchado.
Él volvió a sonreírle.
– Veo por su expresión que mi nombre le resulta familiar. ¿Ha leído acaso el artículo en el Times de hoy?
Su alivio por no ser reconocida al instante se vio templado por un absurdo resentimiento al ver que no la recordaba, sobre todo porque ella lo recordaba con todo detalle. ¿Tan insignificante resultaba?
Alex apartó de su mente la ridícula pregunta. Por el amor de Dios, debería estar dando saltos de alegría ante su mala memoria. Además, ¿por qué iba a recordarla? Su encuentro había sido muy breve. Un arrogante miembro de la nobleza difícilmente se fijaría en el rostro de una sucia pilluela callejera.
La nube de desastre que se cernía sobre su sustento y todos sus planes de futuro retrocedió… un poco. No podía disipar la extraña sensación de que, pese a todas las apariencias, el hombre estaba jugando con ella. Alex debía permanecer en guardia, y para ello necesitaba información. Las cartas habían predicho la reaparición de aquel extraño en su vida y que desempeñaría en ella una función destacada. Pero no sabía por qué y necesitaba averiguarlo.
– Pues sí, he leído el artículo del Times -dijo, brindándole su mejor y más misteriosa sonrisa-. Creo que medio Londres confía en que yo pueda predecir con quién se casará.
Él rió entre dientes con voz profunda y sonora.
– Yo también confío en ello. La verdad, me ahorraría mucho tiempo. ¿Puedo acompañarla adentro? -preguntó mientras le ofrecía el brazo-. Espero con ansia mi turno para que me eche las cartas.
Alex vaciló. No deseaba regresar a la casa en la que el criminal criado de los Malloran y su socio se movían entre los invitados.
– Gracias, pero ya me marchaba.
– ¿Tan pronto?
La joven extendió las manos.
– Cuando los espíritus me llaman a casa, debo obedecer.
– ¿Han llamado ya a su carruaje?
Ella ocultó su mueca de disgusto. Era típico de un aristócrata consentido dar por supuesto que todo el mundo tenía un carruaje a su disposición. Alex levantó un poco la barbilla.
– Pensaba tomar un coche de alquiler.
El hombre descartó esa posibilidad con un gesto.
– Ni hablar. Es demasiado tarde para que una dama viaje sola. Pediré mi carruaje ahora mismo y la acompañaré a casa.
– Agradezco la oferta, lord Sutton. Sin embargo, estoy acostumbrada a volver sola a casa.
– Puede ser, pero no es necesario que lo haga esta noche.
– No se me ocurriría sacarle de la fiesta, en la que muy bien podría conocer a su futura esposa.
– Ya he visto las ofertas de esta noche y estoy seguro de que la mujer de mis sueños no se halla en el salón de lady Malloran. La verdad es que la mujer más interesante que he conocido hoy, con diferencia, está delante de mí -dijo él con una sonrisa cálida, simpática e impregnada de picardía-. Créame, me haría un gran favor si me permitiese acompañarla a casa.
¿Se estaba divirtiendo a su costa? Quizá. Pero si era así, ella tenía que saberlo. Sentía una enorme curiosidad por aquel hombre quien -estaba convencida de ello- era el que había desempeñado una función tan destacada en sus cartas durante años, y no se le ocurría ninguna razón para rehusar su oferta que no sonase a grosería, así que la joven asintió.
– Muy bien.
Él extendió el brazo en el ángulo perfecto.
– Vaya con cuidado. No querría que volviese a tropezar.
¿Había un destello de humor en su voz? Alex lo observó, pero la expresión de él no vaciló.
– No, no me gustaría volver a tropezar -convino ella.
Con los dedos enguantados, la joven lo tomó del codo y ambos avanzaron por la estrecha franja de hierba que corría a lo largo de la casa hacia la fachada. Los firmes músculos del antebrazo del hombre se doblaron bajo los dedos de la muchacha, y ella pensó que debía de gustarle montar a caballo. Alex observó sorprendida que cojeaba un poco de la pierna izquierda. Cuatro años atrás no sufría aquella cojera. En realidad, caminaba muy deprisa. Demasiado.
Cuando llegaron a los peldaños de la entrada apareció un lacayo, y Alex se puso rígida, temiendo que el sirviente alto y moreno fuese la persona que había oído en el estudio.
– ¿Su carruaje, lord Sutton?
La joven suspiró aliviada y se obligó a relajarse. No era su voz. No se trataba del mismo hombre.
– Sí, gracias -respondió lord Sutton, antes de volverse hacia la muchacha-. ¿Lleva algún chal u otras pertenencias que haya que recoger?
Cielos, entre tanta confusión se había olvidado de eso.
– Sí, mi gorro y mi capa de terciopelo verde.
Alex miró las amplias puertas dobles que conducían al vestíbulo. Supuso que debía volver a entrar para despedirse de lady Malloran, pero la simple idea de hacerlo le producía escalofríos.
– ¿Por qué no espera aquí mientras me ocupo de nuestras pertenencias y me despido de nuestra anfitriona de parte de usted?
– De acuerdo, gracias -dijo ella en su tono más regio, confiando en que no se notase el alivio que sentía.
Él entró en la casa, y Alex aprovechó para respirar a gusto por primera vez desde que lo había visto en el salón. Tal vez no fuese el hombre que, según las reiteradas predicciones de las cartas, iba a entrar de nuevo en su vida, pero su intuición, que nunca le había fallado, le decía que se trataba de él. Si pudiese echarle las cartas, tal vez le fuese posible averiguar más. Sin embargo, para hacer eso le habría hecho falta pasar más tiempo en su compañía. En tal caso, ¿se arriesgaría a que él la recordase?
Ahora que podía pensar con claridad, se dio cuenta de que solo tenía que negar cualquier encuentro anterior, afirmar que debía de parecerse a alguien que él vio solo una vez, y unos breves instantes. Era evidente que ella no le resultaba familiar. Sin embargo, Alex lo recordaba intensamente. Aquel hombre se había hecho inolvidable en el transcurso de unos cuantos minutos frenéticos.
Resultaba evidente que ella no estaba hecha de una pasta tan memorable, algo que de nuevo, de forma inexplicable, hizo que se sintiese ofendida. La joven miró hacia el cielo. ¿Ofendida? Estaba loca de atar. Que él no la recordase solo podía describirse como una milagrosa bendición.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando se detuvo delante de la casa un elegante carruaje lacado en negro, cuya puerta decoraba un escudo de armas, tirado por un hermoso par de caballos rucios.
– Justo a tiempo -dijo la voz profunda de lord Sutton a sus espaldas.
Antes de que pudiera volverse, el hombre le colocó la capa sobre los hombros. Cuando la joven fue a coger las ataduras, sus dedos rozaron los de él. Notó que lord Sutton se quedaba inmóvil, muy cerca de ella. Escandalosamente cerca. Tan cerca que la calidez de su aliento le acarició la nuca. El calor de sus manos penetró sus finos guantes de encaje, y la piel de la joven se estremeció ante el contacto. Antes de que Alex pudiese reaccionar de alguna forma que no fuese quedarse allí y asimilar lo perturbada que se sentía ante él, el hombre dio un paso atrás.