– Eso es lo que tú te crees.
– Dejó de hacerlo cuando empecé a arrojarle huevos -dijo Nathan a Alexandra con aire de satisfacción. Se inclinó hacia ella y le susurró a modo de confidencia-: Tengo una puntería endiabladamente buena.
– Aquellos huevos hacían daño -comentó Colin frotándose involuntariamente el cogote donde le había golpeado su hermano más de una vez.
– ¿Cuánto podía llegar a doler el impacto de un huevo? -preguntó Alexandra divertida mientras tendía a Colin y a Nathan sus tazas de chocolate.
– No se lo puede imaginar. Y qué porquería, sobre todo cuando se secaba. -Hizo una mueca y Alexandra se rió-. Pero me vengué -dijo sonriendo-. Fabriqué un lote especial de huevos: hice un pequeño agujero en la cascara, los vacié y en su lugar puse monedas.
– Mis monedas -intervino Nathan-. Las que me había robado.
– Si mi hermano hubiese sido más inteligente al esconderlas, yo no las habría encontrado -dijo, ignorando a Nathan-. Me puse a tiro y acabó lanzándome todo su dinero. Fue la última vez que me arrojó huevos.
– Muy listo -dijo Alexandra.
– Soy un tipo muy listo.
Maldita sea, sus hermosos ojos sonriéndole tan cerca le hacían entrar en trance. Colin recuperó la compostura y tendió a Alex su plato y después a Nathan el suyo.
– ¿Por qué me has puesto solo una galleta? -preguntó Nathan, observando los platos de Colin y de Alexandra, cada uno de ellos con cuatro galletas.
– Porque has tenido la osadía de comerte todos mis mazapanes. Hay países que se han declarado la guerra por menos de eso.
Nathan le lanzó una mirada furiosa.
– Solo por esto, tengo ganas de no darte el regalo que te he traído.
– Vale. Porque conociéndote a ti y tu afición por aceptar todo tipo de animales en tu casa, seguramente tu regalo tiene que ver con ladridos, maullidos, graznidos o mugidos de algún tipo.
La expresión de Nathan se volvió inocente, demasiado inocente, levantando inmediatamente las sospechas de Colin. Pero antes de que pudiera seguir preguntándole a su hermano, Nathan volvió su atención a Alexandra.
– Dígame, madame, ¿tiene hermanos?
– Lamento decirle que no.
– Considérese afortunada. ¿Hermanas?
– No, pero vivo con mi mejor amiga, Emma, que para mí es como una hermana.
– ¿Y es Emma también una adivina?
– No, es vendedora de naranjas -contestó Alexandra, levantando la barbilla un poco a la espera de un desaire ante la modesta ocupación de su amiga, pero en lo que respectaba a ese tema, Colin no temía por la reacción de Nathan.
Tal como esperaba, Nathan asintió con un gesto de aprobación y dijo:
– A mi mujer le gustan mucho las naranjas. ¿Podría conseguir que su amiga viniese a la mansión Wexhall para que pudiese comprarle algunas?
Alexandra vaciló y aunque intentó ocultarla, Colin percibió su sorpresa.
– Será un placer.
– Estupendo. Y ahora, decidme, ¿qué hay que hacer para poder tener una sesión de cartas? Estoy fascinado.
– Primero debes pagar la tarifa por adelantado -dijo Colin, disfrutando enormemente y dándole de manera ostentosa un gran mordisco a la galleta. Después de tragar, prosiguió-: Acto seguido le haces una pregunta a madame Larchmont. Ella echará las cartas y te dirá un montón de cosas interesantes sobre ti. Esta temporada es lo que causa furor.
– Estoy listo para empezar -dijo Nathan, mirando su plato vacío con el ceño fruncido-. Puesto que solo he tenido una galleta…
Cuando Alexandra y Colin acabaron el chocolate y las galletas, este llamó a Ellis para que retirase la bandeja de plata. Alexandra sacó del bolsillo un envoltorio de seda.
– Dada su amabilidad al ocuparse de mi seguridad, doctor Oliver, no puedo cobrarle su sesión.
– Por supuesto que puede -insistió Colin.
Dobló la cantidad que ella le había cobrado, añadió un poco más y le lanzó la cifra a Nathan.
– A pagar por adelantado -le recordó.
Nathan abrió los ojos de par en par ante una suma tan exagerada, pero obedientemente se sacó el dinero del bolsillo del chaleco sin decir palabra y se lo dio a Alexandra, quien, algo avergonzada, se lo guardó.
Colin se apoltronó en su silla, feliz y satisfecho por que alguien hubiese pagado más que él y esperó.
En lugar de barajar las cartas, Alexandra lo miró, enarcó las cejas y le dijo:
– El doctor Oliver ha pagado por una sesión privada, milord.
Nathan hizo una señal con la mano.
– No tengo ningún inconveniente en que se quede. -Y sonriendo abiertamente añadió-: Sobre todo porque tengo toda la intención de quedarme en la suya.
Alexandra inclinó la cabeza.
– Muy bien. -Tras barajar las cartas, dijo-: Le diré algo de su pasado, presente y futuro. ¿Qué desea saber?
Nathan meditó unos segundos.
– ¿Cuántos hijos tendremos mi mujer y yo? -preguntó.
Ella asintió y después de hacer un corte en la baraja y repartir las cartas, las estudió durante un largo minuto con expresión seria.
– Las cartas que representan su pasado muestran que siguió el camino que había escogido durante mucho tiempo, pero hace unos años tuvo lugar un acontecimiento que cambió su vida. Algo que hirió a aquellos que amaba y que hizo que… usted perdiese el norte. Lo obligó a volver a empezar. Veo distanciamiento de aquellos a los que quería. Fue una época muy solitaria para usted. Pero finalmente encontró el camino de vuelta a casa.
Colin notó un nudo en el estómago ante tan acertadas palabras, y Nathan le lanzó una rápida mirada. Estaba claro en aquella mirada que su hermano, erróneamente, creía que él le había hablado a Alexandra de su pasado.
– Continúe -dijo Nathan.
– En su pasado reciente, veo una enorme felicidad y un enorme dolor al mismo tiempo. Está claro que la felicidad obedece al amor; ama y es correspondido. El dolor obedece a la pérdida, la pérdida de un hijo. -Alexandra levantó la vista y miró a Nathan-. Su hijo.
La tensión que atenazaba a Colin desapareció y apenas pudo ahogar un resoplido ante afirmación tan ridícula. Nathan no tenía hijos y sintió que todo él suspiraba aliviado. Por un momento, casi había creído en aquellas tonterías y, además, se había empezado a enojar por el tono sombrío que estaba adquiriendo la sesión. Maldita sea, se suponía que era un entretenimiento. ¿No podía inventarse cosas que fueran menos… mórbidas?
Pero al mirar a Nathan, se quedó petrificado. El rostro de su hermano había palidecido visiblemente y estaba mirando intensamente a Alexandra, apretándose las manos con tanta fuerza que podían adivinarse los blancos huesos de los nudillos bajo la piel.
– Siga -dijo Nathan, con la voz áspera, casi desgarrada.
– Su presente está ocupado por su matrimonio y está lleno de amor. Felicidad. Y la perspectiva de la paternidad. Está enormemente preocupado por la delicada condición de su esposa -dijo, y señaló el último montón de cartas-, pero su futuro indica que todo irá bien. No tiene nada que temer. -Le sonrió-. ¿Quiere oír mi predicción sobre si el bebé será niño o niña?
Nathan tragó y luego asintió.
– Una niña. A la que seguirán tres hijos más. De modo que, para contestar a su pregunta, las cartas dicen que tendrá cuatro hijos.
Cogió las cartas de la mesa, se volvió hacia Colin y le preguntó:
– ¿Está usted listo, señor?
Pero la mirada de Colin estaba centrada en su hermano, quien, al otro lado de la mesa, se mesaba el cabello con los dedos y se pasaba las manos por la cara que había perdido todo su color. Los ojos de Nathan se encontraron con los de Colin y la mirada que vio en ellos lo dejó helado. Antes de que Colin pudiera preguntarle, Nathan asintió despacio.
– Es cierto -dijo con voz suave y grave-. Victoria tuvo un aborto hace cuatro meses. La semana pasada pudimos confirmar que está embarazada de nuevo.