– Sí, ¿estás en casa? -se oyó la voz de Nathan justo detrás de Ellis.
El mayordomo dio un respingo.
– Estoy en casa, Ellis, gracias.
Nathan entró y, dando grandes zancadas, atravesó la habitación y se sentó en frente de él. Estaba a punto de decir algo cuando se detuvo y husmeó el aire.
– Huelo a mazapán.
– Sí, estoy seguro de ello.
Colin le mostró la naranja, la levantó en el aire y, deleitándose, le dio un lento mordisco comiéndose la mitad.
– Me había parecido entender que me había acabado el último.
– Mentí.
– ¿Dónde están?
– Ni la más atroz de las torturas podría sacarme esa información. Dime, ¿por qué estás aquí de nuevo? Te veré dentro de una hora en la cena.
– Por varias razones. Primero, ¿has encontrado el regalo que te he traído?
– No, algo de lo que me siento aliviado pero receloso. ¿Y qué quieres decir con lo de «encontrado»? ¿Por qué no me lo das simplemente y damos el tema por zanjado?
– Así es más divertido -dijo Nathan con una media sonrisa en la comisura de los labios.
– Para ti, sí. ¿Cómo sabré que he «encontrado» el regalo?
– Oh, confía en mí. Lo sabrás.
– Lamentablemente, eso es lo que me temo. ¿Qué otras razones tienes para franquear de nuevo mi puerta?
– Como antes tenías una invitada, no hemos tenido oportunidad de tener la conversación privada que me había traído hasta aquí, y no quiero arriesgarme a que nos interrumpan en casa de Wexhall esta noche. Es una conversación que pretendía tener contigo justo después de que me hablases de esa madame Larchmont.
Colin se metió la otra mitad del mazapán en la boca y se tomó su tiempo masticándolo, mientras procuraba no reflejar expresión alguna en el rostro. Después de tragar, preguntó:
– ¿Qué quieres saber?
– Todo.
– ¿Qué te hace pensar que hay algo que contar?
– El hecho de que la besases es un indicio bastante evidente.
Maldita sea. ¿Por qué tenía que ser su hermano tan endiabladamente observador?
– ¿Qué te hace pensar que la besé?
– Puesto que yo mismo sé besar de manera excelente, según mi esposa, conozco la mirada de una mujer a la que han besado bien y la mirada de madame Larchmont le delataba completamente. Está claro que tú no me vas a facilitar ninguna información voluntariamente, así que me veo obligado a preguntar. ¿Es viuda o simplemente pretende estar casada?
– ¿Qué te hace pensar que no está casada?
– Te conozco y sé que no eres el tipo de hombre que jugaría con la mujer de otro hombre.
Maldita sea. Nathan siempre pensaba lo mejor de él; nunca dudaba de su honor o de su integridad y eso lo intimidaba.
– Gracias por el voto de confianza -dijo con calma-. Dios sabe que es más de lo que merezco.
– Si dices eso una vez más, te juro que voy a empezar a lanzarte huevos de nuevo -replicó Nathan con suavidad- Así que, ¿es viuda o hace ver que está casada?
– Pretende estar casada.
– El pretendido esposo le permite estar a salvo, segura y con la libertad que no tendría si no estuviera casada o incluso si fuese viuda. Está claro que es muy inteligente.
– Sí, lo es.
– Y obviamente está enamorada de ti. Un sentimiento que, yo que te conozco muy bien, sospecho que es recíproco.
Una venda, eso es lo que tendría que ponerle en los ojos a su excesivamente observador hermano. Una maldita venda.
– No puedo negar que la encuentro atractiva.
– Me parece que es algo más complicado y eso no casa bien con tus planes de buscar esposa.
– No.
– Así que, ¿quieres contarme todo sobre ella o prefieres empezar explicándome las razones que hay detrás de tu repentina decisión de contraer matrimonio?
– Pensaba que habíamos acordado mantener esta conversación mañana durante el desayuno.
– Así es, pero ya que ahora disfrutamos de un momento de intimidad, tengámosla ahora.
Sus sentimientos con respecto a Alexandra eran tan conflictivos que optó por retrasar la conversación sobre ella el mayor tiempo posible. Inclinándose hacia delante y apoyando los codos sobre las rodillas, le contó todo a Nathan: sus recurrentes pesadillas en las que se encontraba atrapado en un espacio oscuro y estrecho sabiendo que la muerte estaba cerca; la creciente sensación de fatalidad, de que el tiempo se le acababa; la certeza instintiva e inexplicable de que algo malo iba a ocurrirle.
– ¿Y qué pasa con esos sentimientos ahora que estás en Londres? -le preguntó Nathan cuando hubo terminado su explicación y después de escucharle atentamente.
– Son más fuertes, pero eso podría deberse simplemente a las visitas que he hecho a zonas poco seguras mientras seguía a madame Larchmont.
Colin se pasó las manos por el rostro.
– Espero que todo esto sea solo un trastorno porque ahora tengo los años que tenía nuestra madre cuando murió.
– ¿Y piensas que tu destino es también morir joven?
– Es algo en lo que nunca me había parado a pensar, pero desde que empezaron las pesadillas y caí en la cuenta de que tenía su misma edad, por ridículo que parezca, no he podido quitarme la idea de la cabeza.
– Yo no creo que sea ridículo -replicó Nathan-. Es un trastorno que he visto en algunos pacientes. El miedo a la muerte empieza a manifestarse cuando uno se acerca a la edad en la que murió algún progenitor, algún hermano o algún ser querido y, lamentablemente, no desaparece del todo hasta que llega el siguiente cumpleaños. -Y continuó-: En tu caso, sin embargo, conociendo tu agudo instinto, me inclino a pensar que tu intuición acerca de un inminente peligro es acertada. La cuestión es, ¿qué tipo de peligro te espera? ¿Peligro físico real? ¿O algo más benigno?
– ¿Cómo?
– Dado que estás buscando esposa -dijo Nathan encogiéndose de hombros- quizá el peligro que corres es que te rompan el corazón.
– Extremadamente improbable, ya que no tengo planeado casarme por amor.
– Siendo como soy alguien a quien la reciente inmersión en el amor le ha pillado totalmente por sorpresa, siento la necesidad de advertirte que, en lo referente al corazón, los planes, invariablemente, se tuercen.
Las palabras de Nathan causaron a Colin una inquietud que se negaba a analizar en profundidad e, incapaz de seguir sentado, se levantó y empezó a pasear a lo largo de la alfombra frente al fuego.
– Las pesadillas giran alrededor de un peligro físico, y sobre ese peligro me advierte mi instinto.
– Es eso también lo que indicaba tu sesión de cartas hoy y, por lo que pude entender, también tus dos sesiones anteriores.
Colin frunció el ceño.
– Sí, debo admitir que anteriormente no había concedido credibilidad a las predicciones de madame Larchmont, pero está claro que lo que te dijo a ti resultó ser cierto.
– Inquietante y cierto. ¿Le has explicado algo a ella de los acontecimientos de hace cuatro años?
– No, nada.
– Lo que simplemente hace que lo que me dijo sea más inquietante.
– Aunque estoy totalmente perdido a la hora de explicar o de entender el talento que posee, no puedo seguir desestimando sus predicciones, especialmente cuando reflejan de manera tan certera mi propia sensación de peligro…
La voz de Colin se fue apagando y se quedó quieto al asaltarle un pensamiento. Miró a Nathan.
– Me pregunto… -comenzó a decir.
– ¿Qué? -inquirió Nathan.
– Wexhall había sufrido un ataque, así que pensamos que él era la supuesta víctima. Pero consideremos que yo he notado el peligro y que la inquietante y certera madame Larchmont ha hecho esa misma predicción. Añadamos a eso que ha oído un plan en el que una persona de cierto rango, tal como se podría describir a un lord, va a ser asesinado. Y ese crimen va a tener lugar en casa del hombre al que yo solía informar, en una fiesta a la que yo tengo programado asistir. Además, estoy relacionado con todos los nombres de la lista de personas que estaban cerca de madame Larchmont cuando oyó esa voz la pasada noche. ¿Puede ser todo eso mera coincidencia?