Irritada consigo misma, Alex tiró de las cintas del cuello, pero, para mayor mortificación, los dedos le temblaron un poco al atar los largos cordones y el resultado fue un lazo chapucero y flojo.
Lord Sutton se situó a su lado, tranquilo e imperturbable, y le tendió su gorro, que Alex optó por no ponerse en vista de su reciente experiencia con los lazos.
– Lady Malloran está muy disgustada por su marcha -dijo él-, así que me he tomado la libertad de explicarle que cuando los espíritus le hablan, usted no tiene más remedio que hacerles caso, y que le han dicho muy claro que era hora de volver a casa. Espero que mis palabras cuenten con su aprobación.
La joven examinó su semblante en busca de algún signo de burla, pero su voz y expresión eran serias. La luz salía a raudales por las altas ventanas de la casa, destacando sus hermosos rasgos, y Alex recordó de inmediato que no había podido apartar su mirada de él la primera vez que lo vio entre la multitud en Vauxhall, cuatro años atrás. Alto y tremendamente atractivo, estaba solo, bajo un árbol, con la espalda apoyada contra el robusto tronco, observando a la gente que pasaba junto a él. Alex sintió enseguida una afinidad. Sabía muy bien lo que era sentirse sola y observar a la gente que pasaba de largo. Con solo mirarle, todas sus fantasías secretas e inalcanzables de ser arrebatada por un héroe guapo y elegante habían convergido en su mente, asignándole el papel de su caballero de brillante armadura. Ese que la mantendría a salvo, mataría a sus dragones y haría desaparecer la dolorosa soledad y el miedo siempre presente. Sueños tontos e imposibles, como muy bien sabía su mente, pero a los que su estúpido corazón se aferraba de todos modos.
A lo largo de los años había observado a incontables aristócratas y los había descartado sin pensar, pero él tenía algo que atraía su imaginación y la excitaba de una forma que jamás había experimentado, de una forma perturbadora, excitante y emocionante que la confundía e intrigaba al mismo tiempo. Pese a su aspecto de caballero, emanaba un aura contradictoria de melancolía mezclada con un toque de peligro y misterio que la atrajo como si fuese un ladrón ante un escondite de joyas.
No cabía duda de que era uno de los miembros de la alta sociedad que deambulaban por la zona, y sin embargo se mantenía al margen de ellos. Cada detalle de su apariencia, desde aquellos ojos irresistibles hasta los altos pómulos y la nariz recta y clásica, pasando por el mentón cuadrado y su propio porte, lo señalaba como un caballero de alta cuna. No era de los que le gustaban, y desde luego no era de aquellos a quienes gustaba ella.
Ahora se encontró observándolo, y su mirada se detuvo en el labio superior, de forma perfecta, y luego en el labio inferior, más grueso. ¿Cómo se las arreglaba su boca para parecer suave y firme al mismo tiempo? Desde luego, un hombre bendecido con un atractivo tan extraordinario no tendría problemas para encontrar esposa. Sin duda, le haría falta una escoba para barrer a las docenas de muchachas dispuestas. Mmm… ¿Habría algo de cierto en el rumor que afirmaba que un labio inferior grueso en un hombre indicaba que poseía un sensual…?
– ¿Lo que le he dicho a lady Malloran cuenta con su aprobación, madame Larchmont?
La pregunta formulada en voz baja la obligó a levantar la vista. Lord Sutton la observaba con una expresión impenetrable que le impidió saber si se daba cuenta de la fascinación que sentía ella por su boca, pero en cualquier caso pronunció una silenciosa oración de agradecimiento por haber perdido mucho tiempo atrás la capacidad de ruborizarse. Si se daba cuenta, era evidente que esa información no provocaba ningún tipo de reacción en él, con la posible excepción del aburrimiento, algo que no habría debido ofender su vanidad femenina, pero que no obstante lo hacía, por extraño que resultase.
Santo cielo, tal vez estuviese de verdad loca de atar. Aquel hombre, en menos de una hora, la había perturbado más de lo que cualquier otro hombre lo había logrado en ningún momento de su vida. Lo cierto era que el único hombre que la había perturbado jamás era… él. Cuatro años atrás. Sí, se dijo Alex, y mira lo desastroso que resultó ese encuentro.
Debía de estar muy acostumbrado a dejar embobadas a las mujeres. La asaltó un deseo abrumador de asegurarle que su embobamiento había sido una aberración del todo inexplicable e impropia de ella, pero consiguió reprimir el impulso y lo miró directamente a los ojos.
– Como lo que le ha explicado a lady Malloran es del todo cierto, sí, cuenta con mi aprobación. Gracias.
– No hay de qué. ¿Vamos? -sugirió el hombre, indicando el carruaje.
Rechazando la ayuda del lacayo, lord Sutton la ayudó a subir.
– ¿Dónde vive? -preguntó.
La joven nombró una parte de la ciudad que, aunque no era la más elegante, sin duda era respetable. Tras repetir sus palabras al cochero, lord Sutton se reunió con la muchacha y acomodó su alargado cuerpo frente a ella, sobre los suaves cojines de terciopelo gris. Segundos después de que se cerrase la puerta, el vehículo se puso en movimiento con una sacudida.
El exiguo espacio del interior del lujoso carruaje hacía que el ancho y robusto cuerpo de lord Sutton pareciese aún más ancho, sus hombros, más amplios, y sus musculosas piernas, más largas. Perturbada de una forma que no le gustaba ni era capaz de explicar, Alex desvió su atención de él y bajó la mirada, pero no encontró alivio, pues sus ojos se fijaron en el dobladillo de su propia capa, que descansaba sobre la punta de una de las brillantes botas negras del hombre. Experimentó una sensación extraña al ver que su ropa tocaba la de él. Resultaba demasiado… íntimo, y la joven cambió de posición en su asiento de forma que el terciopelo verde de su capa se apartase de la bota.
Negándose a examinar su alivio con demasiada atención, Alex inspiró con fuerza, y cualquier sensación de calma interior se desvaneció como una nube de vapor cuando sus sentidos se llenaron con los agradables aromas de ropa recién almidonada y sándalo que ya había percibido cuando estuvo a punto de meter la nariz en la corbata de lord Sutton. Él olía… a limpio, de una forma que Alex no solía asociar con los hombres. Según su experiencia, apestaban a perfumes o bien a olor de cuerpo sin lavar.
– ¿Cuánto tiempo lleva usted viviendo en Londres, madame Larchmont?
La joven se zarandeó mentalmente y volvió a centrar su atención en él. Parecía muy relajado, pero había estirado la pierna izquierda, y Alex se preguntó si le dolería. Aunque el rostro de lord Sutton se hallaba entre las sombras, ella vio que la observaba con un interés cortés.
– Hace varios años que vivo en la ciudad -dijo ella, antes de cambiar hábilmente de tema-. Según me han contado, hacía tiempo que usted no venía a Londres, pues vivía en la propiedad que posee su familia en Cornualles.
Él asintió.
– Sí. Prefiero aquello. ¿Ha estado alguna vez allí?
– ¿En Cornualles? No. ¿Cómo es?
El hombre adoptó una expresión pensativa.
– Bonito, aunque si tuviese que escoger una sola palabra para describirlo elegiría «tranquilo». El olor, el sonido y la vista del mar son cosas que echo mucho de menos cada vez que me marcho de allí.
Lord Sutton extendió el brazo sobre el respaldo del asiento con gesto imperturbable y la observó con otra de sus expresiones inescrutables, algo que a ella le resultaba a la vez frustrante y extrañamente fascinante, pues por lo general leía con facilidad los pensamientos de la gente.
– Dígame, señor, ¿hablaba en serio cuando ha dicho que quería que le echase las cartas?