Su imaginación se había disparado, proyectando en su mente imágenes eróticas, imágenes de ella, exuberante y excitada, desnuda en su cama, debajo de él, encima de él, él dentro de ella. Con un gemido de frustración, se había levantado de la cama. Había estado dando vueltas, mirando el fuego, pensando en la posibilidad de leer un libro. Después se había tomado dos mazapanes acompañados de un fuerte trago de brandy, esperando que fuese una ayuda para pasar el tiempo que faltaba hasta volver a verla.
Pero por más que miraba el reloj sobre la repisa de la chimenea, las horas no avanzaban. No había nada que pudiera borrarla de su mente. Y maldita sea, no había manera de aliviar la erección que le habían provocado los sensuales pensamientos que había tenido con ella. Puesto que estaba claro que el sueño no había de llegar, decidió que por lo menos podía ser útil vigilando alrededor de la mansión Wexhall para asegurarse de que Alex estuviera a salvo. En su interior sabía que la vigilancia también significaba estar más cerca del objeto de sus deseos, pero había exigido a su voz interior que estuviese en silencio.
Allí, envuelto en las sombras, volvió a escudriñar el jardín. Todo estaba en perfecta calma, un silencio solo alterado por el crujido de las hojas que movía la suave brisa que también mecía la niebla baja que cubría el suelo.
Se pasó las manos por el cabello, cerró los ojos y se masajeó las sienes. Debería irse a casa y beber brandy hasta conciliar el sueño. Así podría soñar con ella hasta el momento de volver a verla y entonces le haría una proposición que ojalá no rechazase.
– Hola, Colin.
¡Por todos los diablos! Al oír esas palabras, pronunciadas en un susurro, abrió los ojos de golpe y adelantó una pierna. Con el corazón acelerado, de manera instintiva, bajó la mano y, preparándose para el combate, agarró la empuñadura del cuchillo que llevaba en la bota. Después miró petrificado.
Alexandra estaba a unos pocos centímetros de él y, de la barbilla a los pies, llevaba el cuerpo cubierto por una simple bata blanca que cubría lo que parecía ser un también simple camisón blanco. Llevaba el pelo oscuro recogido en una gruesa trenza que contrastaba con su pálido atuendo. La trenza le llegaba a la altura de las caderas y terminaba adornada con un lazo de raso.
– ¿Vas a devolverme el saludo o pretendes apuñalarme? -preguntó ella en un tono suave y divertido.
Sin poder decir palabra, Colin dejó el cuchillo y se puso en pie despacio para darle tiempo a su corazón a recuperar el ritmo normal. Maldita sea, no sabía si estaba molesto o impresionado por cómo se las había arreglado Alex para acercarse hasta él tan sigilosamente y pillarlo del todo desprevenido. Si el asesino se hubiera encontrado en las inmediaciones, sin duda, estaría muerto. Estaba claro que había perdido aptitudes desde su retiro.
Incluso en la oscuridad podía ver cómo los labios de Alexandra se movían con nerviosismo.
– Me alegro de que no hayas optado por apuñalarme.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó después de aclararse la garganta para poder hablar.
– En la velada de los Newtrebble me dijiste que si iba a convertirse en una costumbre lo de toparme contigo, preferías la intimidad del jardín. Simplemente te he tomando la palabra.
La mente de Colin se quedó en suspenso. Una ardiente lujuria se había apoderado de él al ver a Alexandra allí de pie, vestida únicamente con su ropa para dormir, unas prendas que, aunque eran extremadamente virginales, insinuaban también las exquisitas curvas que escondían. Poseído por el deseo, durante unos segundos solo pudo mirarla fijamente, intentando recordar cómo respirar.
– Te he visto desde la ventana de mi habitación -continuó ella-. Pero viendo que te he localizado y que claramente te he sorprendido, pienso que quizá tus habilidades como espía no son precisamente… formidables.
El tono divertido de su voz sacó a Colin de su estupor y se sintió enojado. Cruzó los brazos y entornó los ojos.
– Te aseguro que no es el caso.
– Si tú lo dices…
– Sí, y dime, ¿por qué estás aquí?
– Como te he dicho, te vi desde la ventana y quería saber… -Interrumpió sus palabras y miró al suelo.
– ¿Saber qué?
Lanzó un suspiro lo suficientemente alto para que Colin lo oyese, después levantó la vista y lo miró a los ojos diciendo:
– Si has venido aquí por mí.
Hubo algo en la expresión de Alexandra que llenó a Colin de excitación y de tranquilidad al mismo tiempo.
– Así es -dijo muy despacio, mirándola con detenimiento-. Estaba vigilando los alrededores, para asegurarme de que estabas a salvo.
– Ya veo.
Ni su expresión ni su voz le dieron ninguna indicación a Colin de lo que ella estaba pensando. Maldita sea, ¿por qué tenía que ser tan exasperadamente indescifrable?
– ¿Te molesta? -preguntó.
– No -dijo Alex negando con la cabeza-. No, me… decepciona.
– ¿Por qué?
– Porque confiaba en que hubieras venido a verme -dijo lanzando de nuevo un profundo suspiro.
Ante aquellas palabras, Colin sintió que su cuerpo se encendía, que todos los rescoldos del miedo y del enfado se apagaban y que solo quedaba ella. Extendió las manos y, al cogerle suavemente los brazos, notó que toda ella estaba temblando.
– ¿Y si dijese que había venido a verte a ti? -le preguntó.
– Tus palabras serían bien recibidas -susurró Alex.
Al instante siguiente, tras haber pronunciado aquellas palabras, Colin la tenía entre sus brazos, apretada contra su sólido cuerpo. Sus bocas se juntaron en un beso salvaje, fiero, exigente, que la deshizo por dentro y la dejó sin aliento, un beso que indicaba que las palabras de ella también eran bien recibidas por Colin.
La expectación se mezcló con el alivio y la euforia, y Alexandra rodeó el cuello de Colin con sus brazos, forzándolo a acercarse más, separando sus labios para deleitarse con la erótica fricción de sus lenguas. Colin le acarició la espalda y ella recibió el calor de sus manos a través de la fina ropa del camisón y del salto de cama. Notó un delicioso escalofrío recorriéndole la columna que se hizo más agudo cuando Colin le tomó las nalgas con sus manos y la atrajo hacia él con pasión. Sintió la potente fuerza de su erección apretándole el vientre, provocándole una tremenda y deliciosa sensación de pálpito.
Y entonces, con tanta rapidez como la había tomado contra su cuerpo y la había besado hasta dejarla sin aliento, la asió por los brazos y la apartó. Afortunadamente, no la soltó del todo, porque de haberlo hecho habría caído al suelo y se habría desmayado a sus pies.
Abrió los ojos con dificultad y vio el brillo en los de Colin; sintió cómo la respiración de él era tan errática como la suya propia.
– Sabes que te deseo -dijo él al cabo de unos segundos en tono áspero.
Alexandra se humedeció los labios y replicó:
– A lo que solo puedo decir «gracias a Dios».
La fiera expresión de Colin se suavizó un poco y la acercó hacia él suavemente, sujetándola por la cintura con uno de sus fuertes brazos. Después, le acarició la mejilla con dedos temblorosos.
– Sí -murmuró-. Gracias a Dios.
– Tengo algo que pedirte -dijo ella, apoyando sus manos en el pecho de Colin y notando en ellas el veloz golpeteo de su corazón.
– Solo tienes que formular tu petición.