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– Tienes suerte de que no te mordiese el brazo por colgarle semejante nombre. Pero eres tú el que tendrás que rebautizarlo, porque yo no me lo quedo.

– ¿Por qué no?

– Porque te conozco y sé que si lo hago, otras criaturas con nombres tipo Capullo de Rosa, Lila, Hortensia, Lirio y Crisantemo lo seguirán y mi casa parecerá una granja.

Nathan se puso la mano sobre el corazón.

– Tienes mi palabra de que ningún animal con el nombre de Capullo de Rosa, Lila, Hortensia, Lirio o Crisantemo vendrá después de este.

Colin frunció el ceño: conocía sobradamente los trucos de Nathan.

– Ni Gardenia, Delfinio ni nada parecido.

– De acuerdo. De hecho, te he regalado a Narciso no solo para protegerte.

– Excelente, ya que mucho me temo que no servirá…

– Sino también para conseguirte una novia.

Colin miró perplejo a su hermano.

– ¿Perdón?

– Novia -repitió Nathan, marcando cada sílaba despacio como si hablase con un niño pequeño-. Llévate a Narciso a dar un largo paseo por Hyde Park y, créeme, no hay nada como un cachorro juguetón para llamar la atención de las mujeres. Puedes reducir tu búsqueda de prometida rechazando a cualquier dama que no se sienta inmediatamente cautivada por tu adorable cachorro, ya que indicará que no tiene corazón y no merecerá ni tu admiración, ni evidentemente convertirse en tu esposa y llevar el título de vizcondesa de Sutton. -Y extendiendo las manos y sonriendo añadió-: ¿Ves qué útil soy?

– Creo que útil no es la palabra que utilizaría ahora mismo para describirte -murmuró Colin.

Novia. Vizcondesa de Sutton. Las palabras fueron como una sacudida y le recordaron que apenas había dedicado un momento a la verdadera razón por la que había ido a Londres. Todos sus planes de encontrar esposa se habían disuelto como azúcar en chocolate caliente en el momento en que había visto a Alexandra.

Como si pensar en ella hubiera sido un conjuro, apareció en el umbral de la puerta detrás de Peters, el impecable mayordomo de lord Wexhall, quien se aclaró la garganta y anunció:

– Madame Larchmont.

Después se apartó y Alexandra se quedó sola en el marco de la puerta, como un cuadro. Iba vestida con un sencillo y austero traje marrón y llevaba el pelo recogido con un moño en la nuca. Pero aun así le cortó la respiración. Cuando sus miradas se cruzaron, a Colin no le sorprendió que sus pulmones dejasen de funcionar durante varios segundos. Habría jurado que en esa simple mirada entre ellos circuló algo íntimo y cálido. El flujo de recuerdos sensuales era tan potente que lo desbordó inundándole de calor y lujuria y necesidad y un deseo casi insoportable de atravesar la habitación, tomarla entre sus brazos y pasar el resto del día mostrándole exactamente cuánto la había echado de menos.

Echarla de menos. Era absolutamente ridículo que pudiera echarla de menos durante una ausencia tan corta, pero no podía negar que así había sido. Era como si, desde que la había dejado, hubiese estado bajo una nube y entonces, al aparecer de nuevo, hubiera salido el sol, dándole calor, llenándolo de energía. Y de un profundo anhelo de tocarla, besarla, estar cerca de ella.

– Buenos días, caballeros -dijo Alex entrando en la habitación.

– Buenos días -murmuró él, sabiendo pero sin importarle que su agudo hermano se daría cuenta de cómo la devoraba con la mirada.

– Buenos días, madame -dijo Nathan-. Espero que haya dormido bien.

– Así es, gracias -dijo ella-. Acabo de ver a lady Victoria en la sala de desayuno y se preguntaba si iba usted a reunirse con ella.

– Una invitación que nunca rechazaría -dijo Nathan sonriendo-. Si me excusan…

Empezó a cruzar la habitación pero, antes de llegar a la Puerta, la mirada de Alexandra se posó en el bulto que tenía Colin entre los brazos y abrió los ojos de par en par.

– Oh, Dios mío -dijo con una sonrisa en los labios, unos labios que todavía tenían la marca de sus besos-. ¡Qué cachorro tan adorable!

Colin oyó la risa ahogada de Nathan ya en la puerta y cuando lo miró, su hermano le dijo solo moviendo los labios «Te lo advertí», y después, saludando con la mano, salió y cerró delicadamente la puerta tras él.

Alexandra se detuvo frente a él, con la mirada puesta en el desgraciadamente bautizado Narciso, que continuaba dormido.

– ¿Quién es este? -preguntó pasando el dedo por el pelo casi negro del cachorro.

Colin tardó varios segundos en contestar pues la cercanía de ella le había dejado la mente en blanco. Y además no llevaba puestos sus guantes de encaje habituales. La visión de su mano desnuda le produjo más ardor del debido. Su piel desprendía un fresco olor a jabón y a naranjas, y miró fijamente sus dedos, recordando cómo habían acariciado su piel, cómo habían recorrido su cabello y habían abrazado su miembro.

En lugar de contestar a su pregunta, le dijo suavemente:

– No llevas tus guantes.

Ella levantó la vista del cachorro y Colin se quedó petrificado ante el impacto de sus ojos y del ligero sonrojo que coloreó sus mejillas.

– Dijiste que te gustaban mis manos.

Colin se dio cuenta de que sentía una satisfacción desmesurada por el evidente deseo de Alex de complacerlo.

– Así es -dijo él, y cogiéndolo con el brazo que tenía libre por detrás de la cintura, la acercó hacia él-. Y también me gustan tus labios.

Bajó la cabeza y la besó, con la intención de que el contacto fuese ligero y breve. Pero en el instante en que sus bocas se tocaron, ella abrió los labios y, con un gemido de deseo, Colin la apretó contra él y se dejó llevar por el ansia de ese profundo e íntimo beso que llevaba anhelando durante horas.

En ese momento el pobre Narciso se movió y lanzó varios ladridos. Alexandra se apartó y Colin dejó escapar un gruñido. Ambos miraron al cachorro. Los ojos del animal estaban alerta y su lengua rosa buscaba algo que lamer.

– Nos hace saber que no le gusta que lo ignoren -dijo Alexandra riéndose, mientras el cachorro comenzaba a lamer sus dedos.

– Qué delicia -masculló Colin.

Intentó lanzar una mirada de ira a la bola de pelo en movimiento que había interrumpido su beso, pero le resultó difícil mostrarse severo cuando la mujer y el perro parecían tan encantados el uno con el otro.

– ¿Te gustaría cogerlo?

– Oh, sí -dijo Alex alargando los brazos.

Colin le pasó el bulto y miró cómo Alexandra, con los brazos extendidos, sujetaba al cachorro que se movía extasiado.

– Eres tan dulce… -exclamó. Y acurrucó al perrito contra su pecho.

Cuando hundió el rostro en el pelo suave y negro del animal y le besó delicadamente la cabeza, el cachorro se calmó y dejó escapar lo que parecía un suspiro de satisfacción.

El maldito perro era listo, decidió Colin.

Y también muy afortunado.

– Es absolutamente maravilloso -dijo Alexandra, mirando a Colin y sonriéndole-. ¿Es tuyo?

– Sí -dijo Colin sin vacilar-. Es el regalo que mi hermano mencionó. Nathan siempre me obsequia con algo que necesita alimento y cuidados, así que no me ha sorprendido. De hecho, debería sentirme aliviado por no haber recibido una bandada de gansos o un rebaño de vacas como regalo.

– ¿Tiene nombre?

Miró al pequeño animal, acurrucado en los brazos de Alexandra, con su cabecita perfectamente encajada en la generosa curva de sus senos y dijo:

– Lucky. Su nombre es Lucky. Afortunado…

– Un nombre muy bonito… Lucky.

– Y muy apropiado, dado que está cerca de ti. -Dio un paso hacia ella e incapaz de no tocarla, pasó los dedos por su suave mejilla-. ¿Cómo te encuentras esta mañana?

– Un poco… tierna, pero de un modo delicioso.

– Delicioso… -murmuró él, inclinándose y acariciándole el cuello con los labios-. Eso describe perfectamente la pasada noche.