Dios mío, esperaba que no tuviese intención de besarla ahí mismo, en pleno día, donde todo el mundo pudiera verlos. Tembló por dentro, y aunque una voz interior le advertía que debía dar un paso atrás, no pudo moverse.
– Tú -susurró deteniendo los dedos en su mejilla-. Tengo una profunda debilidad por ti, Alexandra.
– Y yo por ti.
Las palabras se le escaparon antes de que pudiese detenerlas, pero expresaban un sentimiento tan obvio que no tenía mucho sentido intentar negarlo.
Colin se inclinó y el corazón de Alexandra latió con una intensidad que debería haberla horrorizado pero que en lugar de eso la emocionó. Echó una rápida mirada alrededor y vio que no había nadie cerca. Aun así, la voz de la razón le decía al oído que se arriesgaba demasiado permitiéndole esas libertades en público. Apartó la razón a un lado y se quedó esperando su beso.
Un ladrido penetrante atravesó la niebla que la rodeaba y Colin se echó hacia atrás con una expresión entre preocupada y avergonzada.
– Parece ser que Lucky es una carabina apropiada y está claro que necesitas una, porque yo casi he perdido la cabeza.
Le ofreció el brazo y Alexandra se lo tomó. Así cogidos, continuaron su tranquilo paseo.
Después de dar unos pasos acompañados únicamente por el gorjeo de los pájaros, Alexandra no pudo contenerse y dijo:
– Esa debilidad tuya por mí realmente me desconcierta.
– ¿Quién está ahora suplicando cumplidos? -preguntó Colin en tono burlón.
– No es eso, de verdad.
– Entonces permíteme decirte que eres extraordinaria, y tu belleza es insuperable.
– Necesitas unos anteojos.
Colin negó con la cabeza.
– Tu belleza es mucho más compleja y engloba mucho más que los meros atributos físicos. Tiene que ver con tu esencia, tu alma, la extraordinaria persona que eres.
La culpa abofeteó de lleno a Alexandra.
– No soy el dechado de virtudes que crees, Colin. He hecho cosas de… de las que no estoy orgullosa.
– Me atrevería a decir que no hay quien no las haya hecho. Dios sabe que yo he hecho un montón de cosas de las que no estoy orgulloso. Pero, a pesar de ellas, tú las has dejado atrás y te has convertido en alguien a quien admirar. Eso es en sí mismo extraordinario.
Alexandra lo miró y vio que él la observaba con una expresión indescifrable. Notó que se quedaba sin habla. Las palabras de Colin, la forma en que las pronunciaba… parecía como si conociese su pasado de poca reputación.
– ¿A qué te refieres? -preguntó cuidadosamente.
– Adivino que has vivido algunas dificultades en tu infancia. La experiencia me ha enseñado que las dificultades destruyen a las personas o las infunden de una determinación poderosa. Para mí, está claro que has triunfado por encima de las adversidades y quieres ayudar a los demás, como es el caso de Robbie. Eso dice mucho de ti.
Alexandra se sintió incómoda ante la misteriosa precisión de sus palabras.
– ¿Qué te hace pensar que he sufrido dificultades?
Estaba claro que su tono no era tan neutro como ella había pretendido, porque Colin respondió:
– No pretendía ofenderte, Alexandra. Tengo la costumbre de estudiar a la gente, me temo que es propio de los espías, y se trata simplemente de una conclusión a la que he llegado basándome en mis observaciones. Si estoy equivocado, discúlpame.
– ¿En qué observaciones has basado tu conclusión?
Colin vaciló un instante.
– En diferentes cosas -dijo al fin-. Tus manos son las de alguien acostumbrado al trabajo duro. El hecho de que estés tan empeñada en ayudar a los niños como Robbie, cuyas vidas están llenas de dificultades, me sugiere que se debe a que tu infancia no fue precisamente idílica. Cuando mencionaste que tu madre había muerto, me dio la impresión de que eras muy joven cuando ocurrió.
La imagen de su madre, pálida y enferma, intentando sonreír, iluminó su mente.
– Tenía ocho años.
– Está claro que significaba mucho para ti.
Alexandra frunció el ceño.
– ¿Cómo lo sabes? Apenas he hablado de ella.
– La mirada en tus ojos cuando te has referido a ella habla por sí sola. Es una mirada que conozco bien.
– Porque tú también perdiste a tu madre -dijo Alexandra asintiendo con la cabeza de modo comprensivo.
– Sí. ¿Qué pasó después de que ella muriera?
Alexandra se sintió invadida por una avalancha de recuerdos dolorosos, y aunque no tenía ningún deseo de sacar a relucir esa parte de su vida, de pronto sintió que quería contarle algo acerca de su pasado, al menos algo para mostrarle que decía la verdad al afirmar que era vulgar.
– Fui a vivir con mi tía -dijo-, la hermana de mi padre. No quería mucho a mi madre, a la que había etiquetado como «sucia gitana» así, que no estuvo muy contenta de cargar conmigo.
– ¿Y tu padre?
– Era un marino y había muerto en altamar cuando yo era un bebé. No lo recuerdo en absoluto.
– Lo siento. -De nuevo puso la mano con la que sostenía la correa de Lucky sobre la suya y le apretó los dedos-. Está claro que tu tía te proporcionó una educación.
Alexandra dejó escapar una risa amarga.
– No. Tenía un único hijo varón, Gerald, dos años mayor que yo, a quien sí le dio una educación. Yo aprendí escuchando detrás de las puertas y escondida bajo los arbustos que había junto a la ventana de la habitación donde Gerald recibía clases del tutor. -Lanzó un hondo suspiro y decidió que no era necesario añadir que la habían echado de casa de su tía cuando tenía doce años por haberle dejado un ojo morado a su primo cuando intentó meterle mano bajo la falda-. No fui muy feliz allí.
Como tampoco lo fue en las frías, oscuras y aterradoras calles de Londres donde se había refugiado después de que su tía la echase como quien tira las sobras del día anterior. Allí había sido dónde y cuándo había empezado su verdadera educación.
– Lo que demuestra que eres una de esas personas a las que la adversidad las hace crecer, en lugar de hundirlas. ¿Qué fue de tu tía?
– No tengo ni idea, si he de ser sincera, Colin. No he vuelto a verla ni a saber de ella desde que me marché de su casa. Tampoco me importa. Por lo que a mí respecta, está muerta. Y a menudo deseo que así sea. -Levantó la vista, arqueando las cejas, para mirar a Colin-. ¿En qué clase de persona me convierte eso?
– Humana, como el resto de nosotros.
Alexandra decidió que ya había profundizado más de lo que deseaba en su doloroso pasado, y preguntó:
– ¿Qué tipo de cosas has hecho de las que no estás orgulloso?
Colin la miró deseando seguir interrogándola pero dándose cuenta claramente de que ella no iba a responder a más preguntas. Había esperado que confiase en él y le confesase su antigua profesión, pero entendió por qué no lo hacía. Sin embargo, si él confiaba en ella, quizá ella haría lo mismo. O tal vez nunca más lo miraría con aquella admiración en los ojos.
Manteniendo un tono y una expresión totalmente ambiguos, le preguntó:
– ¿De verdad quieres saberlo? Puede que no te guste lo que vas a oír.
– No hay nada que puedas decir que me haga pensar mal de ti.
– Una declaración de la que quizá te arrepientas.
– No. -Alex le buscó la mirada-. Conozco la vergüenza y el arrepentimiento y los errores suficientemente bien para no juzgar a los demás. Pero si prefieres no explicármelo, también lo entenderé.
Sus palabras y la cálida compasión en sus ojos embargaron a Colin de emoción y le falló la voz. Le enfurecía que Alexandra hubiese experimentado vergüenza y dolor, pero al mismo tiempo lo llenaba de compasión y le producía una irrefrenable necesidad de decir a su despiadada tía lo que pensaba del trato que había dispensado a su sobrina huérfana. La comprensión que mostró Alexandra al no presionarle a exponer cada detalle de su vida, le hicieron tener aún más ganas de contarle lo que no había compartido nunca con nadie más.