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– ¿De qué demonios estás hablando?

– De la batalla.

– ¿Qué batalla? -Entre tu mente y tu corazón. -No sé a qué te refieres. Nathan le apretó el hombro. -Lo sabrás. Buena suerte.

Alex estaba sentada a solas junto a su mesa de adivina, disfrutando del breve respiro. Dirigió su mirada hacia Colin y vio que de nuevo estaba en compañía de una hermosa joven. Parecía estar escuchándola, pero justo en ese momento desvió la mirada hacia ella. Sus miradas se cruzaron y Alex notó el impacto de sus ojos por todo el cuerpo. Intentó mirar hacia otro lado, pero no pudo.

Sin embargo, estaba claro que Colin no estaba sufriendo como ella, porque de pronto desvió la mirada hacia arriba, por encima de su cabeza. Frunció el ceño y entornó los ojos, para abrirlos de golpe. Volvió la vista hacia ella y, abalanzándose hacia delante, empezó a mover las manos como si intentase apartar algo.

– ¡Alexandra! -gritó corriendo hacia ella-. ¡Muévete! ¡Muévete!

Asustada, se puso de pie y dio la vuelta a la mesa. Un instante más tarde, una enorme urna de piedra se estrelló contra la silla donde había estado sentada segundos antes. La silla se quebró con el peso y la urna se rompió levantando una nube de polvo.

Inmóvil por la impresión, se quedó mirando el desastre mientras la gente gritaba a su alrededor.

– Alexandra -dijo Colin en voz baja y tensa. La tomó por los hombros y la movió con delicadeza-. ¿Estás bien?

– Estoy… bien. Gracias. -Apartó la mirada de la silla y la urna rotas para mirarlo-. ¿Qué ha pasado?

– La urna ha caído desde el balcón de la galería.

El doctor Oliver se abrió paso entre el gentío y llegó hasta ellos. Pasó la mirada por el cuerpo de Alex.

– ¿Está herida?

– No.

Las rodillas se le doblaron al darse cuenta de pronto de lo que habría ocurrido de haberla golpeado aquella urna…

Cerró los ojos y notó cómo los dedos de Colin le sujetaban del brazo. La gente se agolpaba a su alrededor y el tono de sus voces subía.

– Madame Larchmont no está herida -dijo Colin dirigiéndose a los invitados.

Alexandra abrió los ojos y se encontró con la mirada de Colin, con sus ojos verdes.

– Me has salvado la vida -susurró.

Antes de que pudiera responder, apareció lord Relstrom. Contempló los destrozos a través de su monóculo y dijo:

– Increíble. Está claro que movieron la urna para limpiarla y después no la colocaron adecuadamente. Reciba mis más sentidas disculpas, madame Larchmont, y no le quepa duda de que encontraré al responsable de este terrible descuido.

– Gracias, milord -dijo Alex después de tragar saliva.

– ¿Hay algún lugar tranquilo donde pueda recuperarse del susto? -preguntó Colin a lord Relstrom en voz baja.

– Por supuesto. Síganme.

Algunos minutos más tarde, refugiada en el estudio privado de lord Relstrom y bajo las atentas miradas de lady Victoria, del doctor Oliver y de Colin, Alex daba sorbos a un vaso de brandy.

– No creo que fuese un accidente -dijo Colin en cuanto lord Relstrom hubo salido de la habitación.

– Mi padre se ha dirigido al balcón inmediatamente -dijo lady Victoria-. Si alguien empujó esa urna, lo encontrará.

Colin fue hasta el aparador y se sirvió una generosa copa de brandy que se bebió de un trago. Notó el calor de la bebida bajando por la garganta y rezó para que sirviese para relajar la tensión que lo estaba atenazando.

Cerró los ojos, pero la imagen de aquella urna tambaleándose justo encima de la cabeza de Alexandra lo acongojaba.

Se veía de nuevo testigo de cómo iba a caer sobre ella y consciente de no poder alcanzarla a tiempo. Quizá algún día pudiese recuperarse del espantoso terror de ese momento, pero no aquella noche.

Lo invadió una furia que nunca antes había conocido. Quienquiera que hubiese intentado hacerle daño pagaría. Se aseguraría de que así fuese.

Llamaron a la puerta y el criado de lord Ralstrom hizo entrar a lord Wexhall.

– ¿Y bien? -preguntó Colin sin preámbulos.

– El balcón estaba vacío -explicó Wexhall-, pero dado lo oscuro que estaba, alguien podría haber empujado la urna sin ser visto y luego escabullirse por alguna de las puertas o por la escalera de atrás.

Colin contempló a Alexandra. Estaba pálida pero parecía tranquila. Se había obligado a mantener una distancia física entre ellos desde que habían entrado en la habitación, para no dejarse llevar por el impulso de tomarla en sus brazos e impedir que se marchase nunca más. Es lo que estaba deseando hacer, así que necesitaba una tarea con la que distraerse.

– Como Alexandra no está herida -dijo-, me gustaría investigar el balcón yo mismo. Ya os diré si descubro algo.

Después de recorrer el balcón durante treinta minutos y no encontrar nada, Colin bajó de nuevo y al entrar al salón, donde la fiesta había recuperado todo su esplendor, notó los ojos de alguien en la espalda. Se dio la vuelta y se encontró frente a frente con Logan Jennsen.

– ¿De verdad está bien? -le preguntó Jennsen.

– Sí -dijo Colin apretando los puños.

El americano arqueó las cejas notando el tono cortante de Colin.

– Me gustaría verla. ¿Sabe dónde está?

– Lo sé, pero como le he dicho, está bien. No hay ninguna necesidad de que vaya a verla.

Por unos momentos, se hizo un silencio tenso. Después, Jennsen dijo en tono calmado:

– Por lo que he oído, va usted a volver a Cornualles muy pronto con una de esas elegantes damas de sociedad como esposa. Soy un hombre paciente, y Alexandra bien merece la espera. -Le lanzó a Colin una fría sonrisa-. Afortunadamente para ella y para mí, yo no soy esclavo de uno de esos sublimes títulos ingleses. Buenas noches, Sutton.

Colin lo vio marchar, sabiendo que, desgraciadamente, Jennsen tenía toda la razón del mundo.

Alex se esforzó en sonreír y dio las buenas noches a lord Wexhall, a lady Victoria y al doctor Oliver en el vestíbulo de la casa de Wexhall y después subió la escalera hacia su habitación notando la pesadez de sus piernas, eternamente agradecida de que la noche hubiese finalmente tocado a su fin. Una vez Colin volvió de su infructuosa búsqueda al estudio, se habían marchado. Entre el accidente y todas las horas anteriores viéndolo rodeado de todas aquellas mujeres hermosas coqueteando con él, Alex había tenido bastante. Si hubiese tenido que soportar ver una sola mujer más dejando caer las pestañas mientras lo miraba, habría…

Lanzó un profundo suspiro. No habría hecho nada.

Porque no había nada que hacer. Solo tragarse su pena y sonreír y pretender que no le importaba, que el hecho de que pronto otra mujer poseería al hombre al que ella deseaba para sí de forma tan estúpida y desesperada no le dolía tanto que apenas podía respirar.

Aumentaba su pesar saber que pronto su aventura se habría terminado. Había dicho que acabaría cuando él se decidiese por una joven como esposa. ¿Había elegido aquella noche la mujer con la que comprometerse?

Excepto por los momentos inmediatamente posteriores al accidente, la había estado evitando toda la noche, no se había acercado a la mesa donde ella echaba las cartas, no le había dirigido la palabra. Ella lo había estado buscando con la mirada en tantas ocasiones que había perdido la cuenta, pero por lo que había visto, aunque él había estado cerca para garantizar su seguridad, no había mirado en su dirección. Incluso cuando se marchó de la fiesta con los Wexhall, la había saludado con un gesto formal, un educado buenas noches, la alegría de que no hubiera sufrido herida alguna, y su expresión inescrutable. No había hecho gesto alguno para besarle la mano ni siquiera para tocarla, y por más que quisiera convencerse de lo contrario, su frío distanciamiento le dolía muchísimo.