Una sonrisa bailaba en las comisuras de los labios de él.
– Tal vez, pero siento mucha curiosidad por esa teoría suya de que todo lo que dice un hombre significa otra cosa. ¿Qué cree usted que pretende decir?
– «¿Le apetece bailar?» significa en realidad «quiero tocarla».
– Ya. Y «está preciosa» significa…
– «Deseo besarla.»
– Y «¿le apetece dar un paseo por el jardín?» es…
– «Espero enamorarla» -dijo ella, extendiendo las manos con una sonrisa-. ¿Lo ve? Todo son solo corteses eufemismos para lo que de verdad quiere. Que es…
– Llevársela a la cama.
Las palabras dichas en voz baja flotaron en el aire entre ellos. Resonaron en la mente de Alex, proyectando calor a cada una de sus terminaciones nerviosas. Estaba claro que tampoco lord Sutton era contrario a la franqueza. La joven inclinó la cabeza.
– Es usted muy cínica para ser tan joven.
– Puede que sea mayor de lo que cree. Y además, mi trabajo me da la oportunidad de observar de cerca la naturaleza humana.
– Y ha llegado usted a la conclusión de que todo lo que dicen los hombres tiene un sentido oculto de naturaleza sensual.
– Debo confesar que yo no he observado que sea así.
La joven sonrió.
– Seguramente es porque usted no les dice a otros caballeros que desea bailar con ellos, ni ellos le dicen a usted que les gusta su vestido.
– Ah, ya. Entonces usted afirma que los hombres somos sinceros con otros hombres, y que los engaños surgen cuando hablamos con las mujeres.
– No sé si son sinceros entre sí, pero cuando se trata de conversar con las mujeres no me cabe duda de que se andan con muchos rodeos.
– Y a mí no me cabe duda de que las mujeres hablan en clave y de que la mayoría de sus palabras son solo corteses eufemismos para lo que de verdad quieren.
– ¿Y qué imagina usted que quieren las mujeres?
– El dinero de un hombre, su protección y su corazón, este último en bandeja de plata incrustada de diamantes, por favor.
Alex arqueó una ceja.
– ¿Quién es el cínico ahora?
– La verdad, más bien creía mostrarme de acuerdo con usted, aunque desde el punto de vista de mi género.
– Entonces usted dice que las mujeres son sinceras con otras mujeres, y que los engaños surgen cuando hablamos con los hombres -dijo la joven, repitiendo las palabras de él.
– Eso parece. Uno se pregunta si hombres y mujeres no deberían hablar solo del tiempo.
Ella se echó a reír.
– ¿Desea eliminar de la conversación todos los matices y toda la sofisticación, señor?
– No, solo el engaño -respondió el hombre, echando la cabeza hacia atrás y observándola desde la penumbra-. Y eso me lleva a preguntarme si esta noche no habremos sido usted y yo víctimas de esos engaños.
El regocijo de Alex se desvaneció, y la muchacha, nerviosa, reprimió el impulso de tirar del terciopelo de su capa.
– Como yo no necesito su protección ni su corazón, y usted va en busca de una esposa aristocrática, no hay necesidad de engaño entre nosotros.
Él la observó durante varios segundos, y Alex contuvo el aliento.
– Observo que no ha dicho que no necesita mi dinero -dijo lord Sutton en voz baja.
La joven soltó el aire despacio y luego le brindó media sonrisa.
– Porque tengo la intención de que gaste un buen pellizco de ese dinero a cambio de mis servicios de adivinación.
Lord Sutton forzó una sonrisa.
– Desde luego, no puedo acusarla de falta de sinceridad, madame. La verdad, su franqueza me espanta.
– No me parece usted un hombre que se asuste con facilidad, lord Sutton.
– No, madame. Le aseguro que no lo soy.
La miró fijamente a los ojos, y una vez más Alex se encontró atrapada en su irresistible mirada, sin poder apartar la vista. A la joven no se le ocurría nada que decir, y él también se quedó en silencio. Ya no fue necesario tratar de sacar un nuevo tema de conversación, porque en ese momento el carruaje aminoró la marcha antes de detenerse. El hombre miró por la ventana.
– Hemos llegado -dijo.
Abrió la puerta, bajó y luego le tendió la mano para ayudarla a apearse. Sus fuertes dedos envolvieron los de ella, y una llamarada ascendió por el brazo de la joven. Cuando sus botas tocaron los adoquines, el hombre la soltó, y los dedos de Alex se curvaron hacia dentro de forma involuntaria como si tratasen de retener aquel calor tan perturbador.
– Gracias por acompañarme, lord Sutton.
– No hay de qué. En cuanto a mi tirada de tarot… ¿está usted libre mañana por la tarde, digamos a las tres más o menos, en mi casa de Park Lane?
Alex vaciló, dividida entre el impulso de poner fin a aquella relación, que percibía cargada de corrientes ocultas, y su deseo no solo de averiguar más cosas sobre él, sino también de obtener la escandalosa suma de dinero que lord Sutton había aceptado pagarle. Necesitaba aquel dinero desesperadamente…
– Lo siento, pero ya tengo un compromiso a las tres. ¿Le va bien a las cuatro? -dijo ella enseguida, por miedo a cambiar de opinión.
– Me parece perfecto. ¿Le envío mi carruaje?
– Gracias, pero yo me encargaré de mi propio traslado. Y no es necesario que me acompañe hasta la puerta.
Él inclinó la cabeza.
– Como desee.
– Buenas noches, lord Sutton.
La joven decidió no tender la mano, pero, para su sorpresa, él sí tendió la suya. Como no deseaba mostrarse descortés, Alex alargó su mano. Sin dejar de mirarla a los ojos, el hombre tomó sus dedos con suavidad y los levantó. La mirada de la joven se alzó hasta su fascinante boca, mientras su cuerpo entero se aceleraba en espera de que aquellos labios tocasen el dorso de sus dedos. En lugar de eso, lord Sutton volvió la mano de ella y apretó sus labios contra la piel sensible del interior de la muñeca. La calidez de su aliento penetró el delicado encaje de los guantes de Alex, y un intenso y ardiente calor atravesó su cuerpo. ¿Cómo era posible que un roce tan breve hiciese temblar sus rodillas?
Aunque el contacto de sus labios contra la piel de ella duró solo unos segundos, a Alex no le pareció nada decente. Estaba claro que tenía que desengañarle de cualquier intención que abrigase acerca de su disponibilidad para hacer algo más que echarle las cartas.
La joven retiró la mano. Los dedos le ardían, como si él les hubiese instilado fuego. Levantó la barbilla.
– Por si no está enterado, lord Sutton, no llevo el título de madame para impresionar o como parte de la mística que rodea mi trabajo de echadora de cartas. Existe realmente un monsieur Larchmont.
El hombre permaneció en silencio durante varios segundos y Alex tuvo que esforzarse por sostener su mirada firme y penetrante, que parecía abrirse paso directamente hasta su alma, revelando todas las mentiras que ella había contado.
Por fin, se inclinó ante la joven con gesto formal.
– Es un hombre afortunado -murmuró-. Hasta mañana, madame Larchmont.
Desconfiando de su propia voz, Alex sacudió la cabeza antes de volver la esquina a toda prisa hacia la entrada lateral del modesto edificio de ladrillo. En cuanto volvió la esquina, echó a correr y entró en un callejón. Allí se agachó en un hueco en sombras y apretó la espalda contra la piedra áspera. Con el corazón desbocado aguzó el oído, escuchando los sonidos del carruaje que partía. No se movió hasta que se desvaneció el eco de los cascos de los caballos contra los adoquines. A continuación, se deslizó fuera del hueco y se dirigió a buen paso hacia la parte menos elegante de la ciudad, más cerca de Saint Giles, moviéndose como el humo entre los callejones sucios y estrechos que tan bien conocía.
Era hora de regresar a casa.
Capítulo 3
Colin abrió la puerta de hierro forjado que llevaba a su casa. La luna se había deslizado detrás de una nube, eliminando el resplandor plateado que flotaba sobre Mayfair solo unos momentos antes. Volutas de bruma danzaban en torno a sus botas, pero el nebuloso vapor no era tan denso allí, detrás de Hyde Park, como al otro lado de la ciudad, donde había dejado a madame Larchmont una hora atrás.