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Algo se removió en su interior, algo que le decía que aunque por el momento podía ser suficiente, nunca nada sería bastante con aquella mujer.

Capítulo 19

Alexandra miró a través de la ventana de su dormitorio en la mansión Wexhall y suspiró. El cielo plomizo y pesado reflejaba perfectamente su estado de ánimo y aquel remolino de nubes negras casaba con el tumulto de emociones que la embargaba.

Apoyó la frente contra el frío cristal y observó melancólicamente el jardín. Era la última noche que iba a pasar en aquella casa, así que lo contemplaba por última vez. Faltaba apenas una hora para que comenzase la fiesta de lord Wexhall y, pasase lo que pasase aquella noche, tenía la intención de cumplir la promesa que se había hecho a sí misma y regresar al lugar al que pertenecía al día siguiente.

¿Era posible que solo llevara una semana allí? Se dio la vuelta y pasó la mirada por el lujo que la rodeaba. Era aterradora la facilidad con la que se había acostumbrado a todo aquello: a la serena elegancia; a las suntuosas comidas; a los baños calientes sin límite; a la enorme, cálida y cómoda cama; a tener todas sus necesidades cubiertas; a su incipiente amistad con lady Victoria quien, a pesar de su noble posición social, no era nada pretenciosa, sino amable y, a los ojos de Alex, la personificación de lo que una dama debía ser.

Aunque todavía de forma súbita y con bastante frecuencia se sentía incómoda, consciente de que no pertenecía a ese estrato social, no podía negar que había disfrutado de la comodidad de que se ocupasen de sus necesidades. Por primera vez en su vida, había tenido a alguien que la cuidara.

Pero no podía permitirse olvidar de dónde venía, el lugar al que estaba destinada a regresar. Aquel breve período allí, vivir esa vida, no era otra cosa que un sueño mágico y delicado, un sueño de frágil cristal, un regalo que debía apreciar y recordar con cariño, pero que no podía confundir con la realidad. Como el tiempo compartido con Colin.

Colin…

Cerró los ojos. Dios mío, ¿cómo iba a decirle adiós? La sola idea la llenó de un dolor profundo y desgarrador. Se había prohibido pensar en ello durante aquella semana. En lugar de eso, había saboreado cada minuto que habían pasado juntos, guardando los recuerdos de cada preciado día y de cada nueva experiencia como un avaro tesorero. Se negaba a oír las manecillas del reloj que resonaban en lo más profundo de su mente indicando el tiempo que faltaba para que aquel apasionante cuento de hadas tocase a su fin. Y entonces, ambos seguirían con sus vidas, unas vidas que por pertenecer a clases diferentes y tener divergentes ocupaciones no volverían a cruzarse.

A medida que la semana había ido avanzando, su amor por él había ido creciendo exponencialmente y, al mismo tiempo, crecía la desolación que la aguardaba en el horizonte. Había asistido a tres veladas más como madame Larchmont, pero a pesar de haber estado muy atenta, no había vuelto a oír aquella voz ronca. Nadie se había acercado ni a ella ni a Colin de forma sospechosa, y no había habido más accidentes. Sin embargo, las fiestas habían sido una tortura, intentando simular que no se daba cuenta del enjambre de bellas y jóvenes joyas que brillaban alrededor del hombre al que amaba, una de las cuales había de escoger como esposa.

Había visto a Logan en las tres veladas, y en cada una de ellas le había acompañado a dar una vuelta por el salón y al aparador donde se servían las bebidas. Estaba claro que a Colin no le gustaba el tipo y tensaba la mandíbula cada vez que lo veía o mencionaban su nombre. Pero a ella sí le gustaba Logan. Era inteligente, perversamente ingenioso, su compañía le agradaba y sus atenciones la halagaban. De hecho, podía entender por qué les resultaba muy tentador a tantas otras mujeres, y si Colin no le hubiera robado ya el corazón, sospechaba que Logan Jennsen podría haberla conquistado.

Sin más información ni pistas sobre la conversación que había escuchado en el estudio de Malloran, todo el misterio parecía haber ocurrido en otra vida, a otra persona. La semana había pasado volando, entre paseos por el parque con Colin y Lucky, acompañados a una discreta distancia por Emma y John, quienes, claramente, disfrutaban juntos, comidas compartidas, largas conversaciones y apasionantes encuentros íntimos.

Para su felicidad y sorpresa, Colin no parecía nunca cansarse de tocarla, de sonreírle, de reírse con ella. ¡Y lo que le había enseñado! Como jugar a backgamon, especialmente la versión en la que el perdedor debe hacer el amor al ganador. En su opinión, eso la convertía a ella en la vencedora, pero no tenía intención alguna de poner objeciones. También le había enseñado una simple, pero escandalosa, melodía en su pianoforte, una lección aún más agradable cuando Alex sugirió que aderezasen la letra de la canción con un estribillo subido de tono.

Pero su lección favorita había tenido lugar en la sala de billar, donde Colin le enseñó el juego, y la aún más interesante versión de «cómo hacer el amor inclinada sobre una mesa de billar».

Colin había visitado su dormitorio cada noche, mimándola en cada ocasión con un dulce mazapán y pasteles helados, antes de saciar sus apetitos sensuales. En ocasiones habían hecho el amor lenta y delicadamente, y otras lo habían hecho con prisas, salvaje y furiosamente. Era un amante generoso, excitante y al que le gustaba experimentar, animándola e inspirándola a que ella hiciera lo mismo.

En su mente apareció la imagen de la noche anterior: Colin había llevado un cuenco con crema glaseada que había robado de la cocina. Decoró todo su cuerpo desnudo con aplicaciones del dulce y, acto seguido, saboreó la delicia que había creado, para disfrute de los dos. Después, ella le había devuelto el placentero favor. De hecho, la noche había sido el broche perfecto para un día perfecto…

Cerró los ojos y disfrutó del calidoscopio de imágenes de la salida del día anterior, dejando que invadiesen su mente. Colin llegó pronto por la mañana con una cesta llena de naranjas que se parecía mucho a la de Emma y le anunció que tenía una sorpresa. Entonces apareció Emma acompañada de un asustado Robbie que llevaba a un también sorprendido Lucky a rastras. Todos juntos emprendieron un viaje de tres horas en su elegante carruaje sin que Colin quisiera decir cuál era su destino. Finalmente llegaron a una hermosa y majestuosa casa que se levantaba en medio de un verde prado.

La propiedad se llamaba Willow Pond, y Colin le explicó que la había adquirido hacía varios años pero que apenas la usaba. Desde que estaba en Londres todavía no la había visitado y había pensado que Alexandra disfrutaría de un día fuera de la ciudad con sus amigos. El hecho de que Colin supiese y comprendiese cuánto echaba de menos a Emma y a Robbie y que, a pesar de la amabilidad de todo el mundo, ella se sentía fuera de lugar en la mansión de Wexhall le llegó al corazón.

El tiempo había sido magnífico y, después de dar una vuelta por la casa y por los jardines, habían almorzado acompañados por John, el criado, bajo la sombra de un inmenso sauce junto a un pequeño estanque en el linde de la propiedad.

Antes de subir al carruaje para volver a Londres, Alex se había dado la vuelta para contemplar la hermosa casa y los jardines y comentó que no podía imaginarse tener algo tan bonito y no darle uso, no sacarle provecho alguno. Colin frunció el ceño y observó la casa durante un largo minuto. Después asintió en señal de aprobación. De todos los días que habían compartido, aquel había sido el mejor, y lo recordaría durante el resto de su vida.

Pero se había despertado aquella mañana sabiendo que aquel período mágico estaba a punto de terminar, y por todas partes la asediaron las dolorosas e indeseadas imágenes que había conseguido evitar durante aquellos días: la imagen de Colin sonriendo a su nueva esposa, riéndose con ella, obsequiándole dulces, haciéndole el amor, llevándola a picnics privados en su casa de campo.