Выбрать главу

Algo golpeó el cristal justo frente a su nariz y Alexandra ahogó un respingo. Se aseguró de que su pequeña y afilada navaja estaba escondida en su botín y abrió la puerta para investigar desde el balcón. Echó un rápido vistazo por encima de la cornisa de piedra y se quedó helada al ver emerger una figura familiar de entre las sombras.

– Señorita Alex -siseó Robbie viniendo hacia ella-. Necesito hablar con usted, ahora mismo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -susurró Alex.

– Se lo diré cuando baje hasta aquí. ¡Deprisa!

Afortunadamente, Alex no se había desvestido después de la fiesta, y se apresuró a salir de su habitación. En cuanto pisó las baldosas de la terraza, Robbie se materializó surgido de la oscuridad, y la cogió de la mano.

– Por aquí -susurró tirando de ella-. Deprisa, señorita Alex, está herido.

Dio un traspiés y el corazón le dio un vuelco.

– ¿Herido? ¿Quién?

– El tipo. ¡Venga!

Robbie apretó a correr y Alexandra se levantó las faldas y lo siguió atemorizada y con el corazón encogido. En su mente apareció la imagen de Colin herido, y corrió más aprisa. Cuando llegaron al rincón más alejado del jardín, Robbie le señaló la caseta del jardinero.

– Está ahí detrás. No sé si respira o no.

Puso a Robbie detrás de ella y se sacó la navaja de la bota. Dio la vuelta a la caseta y se quedó helada. A pesar de la oscuridad no había duda de quién era el hombre tumbado sobre la hierba y el corazón le atenazó la garganta.

Se arrodilló junto a él y apretó los dedos contra su cuello. A través de las yemas, notó el débil pulso y respiró aliviada. Estaba vivo. Pero ¿por cuánto tiempo? ¿Cuál era la gravedad de sus heridas?

– Lord Wexhall -musitó dándole golpecitos en el rostro-. ¿Puede oírme?

Lord Wexhall no se movió y Alexandra pasó sus manos delicadamente por el cuerpo del hombre en busca de heridas.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó a Robbie bruscamente en un susurro.

– Yo me había escondido en el jardín, como he hecho varías veces estos días, vigilándola aunque me dijo que no lo hiciera, y he oído un ruido. Con mucho cuidado he ido a ver qué era, y he visto una sombra con una capa huir de aquí. Cuando he mirado, he visto a este tipo. No sabía qué hacer así que he ido a buscarla. ¿Está muerto?

– No.

– ¿Es un amigo o es malo?

– Un amigo.

Los dedos de Alexandra notaron un bulto tremendo en la parte posterior de la cabeza, un bulto cálido, húmedo. Sangre. Se puso de pie de un salto, cogió a Robbie de la mano y corrió hacia la casa.

– ¿No va a ayudarle?

– Sí, voy a buscar al doctor. Está ahí dentro.

– No me necesita para eso.

– No te voy a dejar aquí fuera solo.

Entró en la casa y corrió con Robbie hacia el vestíbulo. Puso las manos sobre sus hombros y le dijo:

– Voy arriba a buscar al doctor. Tú te quedas aquí.

Robbie asintió con la cabeza pero no la estaba mirando. En lugar de eso, observaba boquiabierto el esplendor que lo rodeaba con una mirada donde se mezclaban la sorpresa y la premeditación, una mirada que Alexandra conocía muy bien. Le sacudió los hombros y añadió:

– No robes nada.

Vio la decepción en los ojos de Robbie, pero el muchacho asintió.

Corrió escalera arriba y por el pasillo, y se detuvo frente a la habitación que compartían Nathan y lady Victoria. Llamó frenéticamente a la puerta y, al cabo de unos segundos, apareció Nathan que todavía no se había ido a la cama y vestía sus pantalones de traje y su camisa blanca.

En el instante mismo en que la vio, en su rostro afloró la tensión.

– ¿Qué ocurre?

– Han atacado a lord Wexhall. Tiene una herida en la cabeza. Está en el jardín, inconsciente.

– ¿Está vivo?

Alexandra asintió.

– Espere aquí.

Se metió en la habitación y se oyó un murmullo de voces. Volvió con una cartera de cuero negro y una linterna.

– Lléveme hasta él -dijo secamente.

Recogieron a Robbie en el vestíbulo y corrieron a través de la casa y del patio mientras Alexandra le contaba lo que el chico le había explicado.

– Le he dicho a Victoria que despierte al servicio y mande dos criados con nosotros -dijo Nathan cuando Alexandra acabó su explicación.

Unos segundos más tarde llegaron a la caseta y Alex vio cómo Nathan se arrodillaba junto a la figura tendida. Se volvió hacia Robbie, y se puso en cuclillas a su altura.

– Dime algo más de la figura con capa que viste -preguntó a Robbie mirándolo a los ojos, que tenía abiertos de par en par. Su voz estaba cargada de miedo y de impaciencia-. ¿Reconociste a esta persona?

Robbie negó con la cabeza.

– Solo vi una capa grande y negra moviéndose en la niebla. Corrió hacia las caballerizas y luego se fue en esa dirección -dijo señalando hacia la izquierda.

El corazón de Alexandra se detuvo.

La mansión de Colin estaba hacia la izquierda.

Soltó a Robbie y se dirigió hacia Nathan.

– La persona que atacó a lord Wexhall huyó en dirección a casa de Colin. Puede que esté en peligro. Voy a ir con él.

– Wexhall necesita cuidados inmediatamente. No puedo dejarle aquí. Los criados llegarán en cualquier momento -dijo Nathan muy tenso.

– No puedo esperar.

– No puede ir sola.

– No puede detenerme. Ya hemos llegado demasiado tarde. Tengo una navaja y no me da miedo utilizarla. Mande a los criados cuando lleguen. -Miró a Robbie-. El doctor Oliver necesitará ayuda. Quédate aquí con él y haz lo que te diga.

Sin esperar respuesta, corrió hacia los establos y se dirigió hacia casa de Colin.

Y rezó para que no fuese demasiado tarde.

Colin estaba apoltronado en su recargada butaca frente a la chimenea de su estudio privado, con una copa de brandy vacía en la mano, mirando fijamente las llamas. Desgraciadamente, las lenguas de fuego no parecían contener la respuesta a las preguntas a las que daba vueltas su mente: ¿Cómo era posible hacer tanto daño y hacerlo mostrándose tan endiabladamente indiferente al mismo tiempo?

No acababa de saber qué le había herido más, si las palabras de Alexandra o el frío desapego con el que las había pronunciado. Maldita sea, ¿cómo podía decir adiós y marcharse así, con tanta calma? Como si no hubieran compartido más que un apretón de manos. En otras circunstancias habría admirado su compostura desapasionada; Dios sabía que era una conducta que él mismo ejercía con gran maestría. Pero para él nada que tuviera que ver con Alexandra era sosegado, o superficial, o desapasionado, o sereno. No lo había sido desde la primera vez que puso los ojos en ella. Sin embargo, ella lo había rechazado a él y la intimidad que habían compartido, sin pestañear.

Tenía que hacer los arreglos económicos necesarios: una cantidad de dinero suficiente no solo para ella sino también para los niños a los que ayudaba. Desde luego, si el bastardo de Jennsen se sale con la suya, Alexandra no necesitará ningún apoyo económico por mi parte, se dijo.

Su parte racional le recordó que debía estar contento, casi agradecido, de que el rico americano se ocupase de ella, que pudiera y fuese a ocuparse de ella. Pero no lo estaba. La sola idea de que aquel bastardo la tocase, la besase, la amase, hacía que la rabia le nublase la vista. No, sus sentimientos hacia Jennsen eran lo opuesto a la alegría y la gratitud. Como tampoco eran esos sus sentimientos hacia Alexandra por haber terminado con su aventura.

Por supuesto, le había ahorrado la incómoda tarea de hacerlo él. El problema era que él no estaba ni remotamente preparado para romper con ella, y eso no hacía más que añadir frustración y confusión a su dolor. Debería haber estado dispuesto a que cada uno siguiese su camino. La responsabilidad de encontrar una esposa le pesaba como un yunque y no podía negar que Alexandra tenía razón: su aventura lo había distraído de sus obligaciones. Con mucha más profundidad de lo que ella sospechaba. Porque no podía pensar en otra mujer que no fuese ella. Porque no quería a ninguna otra. Porque…