– Está ocupado.
Claro, en ese momento en que ya no tenía ninguna amenaza ni ninguna amante que lo distrajese, con toda seguridad se había puesto manos a la obra para buscar esposa. Y de ese modo había de ser, le recordó su conciencia. Debía ser así. Pero eso no hacía su agudo dolor más llevadero.
Logan Jennsen le había llevado personalmente un magnífico ramo de rosas rojas ese mismo día por la mañana. No se había quedado mucho rato, pero, antes de marcharse, le había dicho:
– Es obvio que hay algo entre Sutton y tú. Pero quiero que sepas que mi amistad es incondicional. Y que yo también soy una opción.
Sus palabras la habían emocionado, pero Logan estaba equivocado. No había opción. Porque Colin no lo era. Logan sí, estaba claro. Y era un buen hombre…
Pero después, a las cuatro de la tarde, le habían entregado el ramo de flores más grande que había visto nunca junto con una nota escrita en una caligrafía gruesa y masculina: «Hay algo que me gustaría mostrarte esta noche, si te apetece una pequeña excursión. Si es así, te veré a las ocho. Colin».
Alexandra sabía que tenía que decir que no, pero simplemente no pudo. No cuando deseaba tan fervientemente pasar una noche más con él. Colin había llegado puntualmente a las ocho y aunque le dolía el hombro, el dolor era soportable, y no solo estaba muerta de ganas de salir de la casa, sino que sentía también una tremenda curiosidad por saber qué quería mostrarle. Sin embargo, después de hacerle algunos formales comentarios sobre su salud y sobre el tiempo, Colin se había sumido en el silencio más absoluto y miraba a través del cristal del coche con una expresión inescrutable.
Unos minutos más tarde, el carruaje se detuvo, y cuando Alex miró por la ventanilla, se le cortó la respiración.
– ¿Vauxhall? -murmuró.
Colin se apartó de la ventana y se volvió a mirarla. Tenía los ojos muy serios pero no había forma de adivinar en ellos sus pensamientos.
– Quería mostrarte lo hermosos que están los jardines por la noche en esta época del año, con sus faroles y los capullos en flor. Como hacía una noche tan estupenda, pensé que te gustaría dar un paseo.
– Me encantaría dar un paseo.
Algo parecido al alivio iluminó los ojos de Colin. Ayudó a Alexandra a levantarse, con gran decoro, sin permitir que sus manos se tocasen más que una milésima de segundo, algo que por ridículo e irracional que fuese hizo que Alexandra se sintiese decepcionada. Después, con un gesto cortés, le ofreció el brazo. Alexandra lo tomó con la mano y entraron en el hermoso jardín.
En las copas de los altos árboles centelleaban cientos de farolillos, que iluminaban la oscuridad solo rota por el reflejo de la luna y daban al paisaje un aspecto de bosque encantado. Había grupos de gente paseando por las avenidas del parque, parejas, familias, todos riendo y charlando, muchos de ellos dirigiéndose ya hacia casetas de comida famosas por su jamón finamente cortado y sus espléndidos vinos.
Caminaron en silencio por la gran avenida, a cuyos lados se levantaban los impresionantes árboles iluminados. La mente de Alex se trasladó a todas aquellas noches que había pasado allí, estudiando a pudientes caballeros, decidiendo cuál de ellos resultaría la víctima más fácil. Estaba tan perdida en sus pensamientos que no se dio cuenta de que se habían dirigido hacia un camino mucho menos transitado, hasta que Colin dijo suavemente:
– Esta ha sido siempre mi zona favorita de los jardines.
Alexandra volvió de golpe a la realidad y, al mirar a su alrededor, sintió un escalofrío. Era el lugar exacto donde lo había visto por primera vez.
– También la mía -dijo sin pensar.
Colin se detuvo y se dio la vuelta para mirarla.
– Si este rincón fuese siempre cálido y seguro, iluminado por los dorados rayos de sol y plagado de verdes prados donde crecen flores de colores, sería tu lugar perfecto.
Una cálida sensación de sorpresa y placer la embargó.
– Te acuerdas de lo que dije.
Colin le tomó la mano delicadamente y un cosquilleo cálido recorrió el brazo de Alexandra.
– Mi dulce Alexandra, recuerdo las primeras palabras que me dijiste. Y también las últimas. Y todas las que has dicho entremedio.
– ¿Cuáles fueron mis primeras palabras? -le preguntó ella.
– ¿No te acuerdas? -le replicó Colin mirándola a los ojos.
Eres tú, pensó.
– No tengo tan buena memoria como tú -le dijo Alex.
– Entonces probablemente no recordarás las primeras palabras que te dije.
Le tengo mucho cariño a este reloj, recordó para sí.
– ¿Tú sí?
– Sí -dijo Colin y le soltó las manos.
Alexandra inmediatamente echó de menos su calor. Pero en lugar de seguir paseando, Colin sacó su reloj del bolsillo del chaleco. Incluso allí, en aquel camino tenuemente iluminado, el elegante oro brillaba en la palma de su mano.
– Le tengo mucho cariño a este reloj -dijo suavemente.
Alexandra levantó de golpe la vista hacia los ojos de Colin. Y súbitamente comprendió. Le empezaron a temblar las rodillas y literalmente sintió que su rostro perdía todo el color.
– Lo sabes -dijo, con la voz temblorosa y convertida en un suspiro-. Lo sabes. Lo has sabido siempre.
– Sí, desde el momento en que te vi en la fiesta de lady Malloran. -La miró a los ojos profundamente-. Y está claro que tú también lo has sabido.
Alexandra sintió que la invadía una terrible vergüenza y que sus mejillas enrojecían. Asintió en silencio y luego se le escapó una risa desoladora.
– No puedo creer que te acordases de mí, que me reconocieses.
– Nunca te olvidé -dijo Colin con una mirada y un tono serios-. Tus ojos, tu cara, tus palabras, la forma en que me miraste. Me pasé horas aquella noche buscándote. Y todas las noches que estuve en Londres. Incluso cuando vine esta última vez, pasé las dos primeras noches en la ciudad, aquí, en Vauxhall, recorriendo estos caminos, buscándote a ti, a una mujer de la que ni siquiera conocía el nombre.
– ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? -dijo Alexandra mirándolo completamente sorprendida.
Colin le pasó el dedo por la mejilla.
– ¿Volviste aquí alguna vez a buscarme?
– Más veces de las que pueda llegar a contar -dijo ella dándose cuenta de que no tenía ningún sentido ocultar la verdad.
– Entonces sabes por qué te busqué. Por las mismas razones por las que tú me buscaste a mí. Quería volver a verte, quería saber qué había sido de ti, pero sobre todo quería darte esto. -Y tomándole la mano, le puso el reloj en la palma abierta.
Alexandra dio un respingo ante el tacto del reloj de oro, y después miró a Colin y negó con la cabeza.
– No puedo aceptar esto.
– Sí, puedes. -Él le cerró el puño alrededor del oro, todavía cálido por el tacto de Colin-. Quiero que lo tengas. En el mismo momento en que te lo cogí, me arrepentí.
– Yo te lo cogí a ti -dijo Alex ahogando una risa de sorpresa.
– Y debería haber dejado que te lo quedases. Lo necesitabas mucho más que yo. Por favor, acéptalo ahora, como prueba de mi más alta estima y admiración.
– ¿Estima? ¿Admiración? ¿Por una ladrona? -dijo Alexandra en tono irónico.
– Estima y admiración por las batallas que has tenido que lidiar y que has ganado, puesto que ya no eres una ladrona. Eres… extraordinaria.
– No lo soy en absoluto.
– El hecho de que estemos aquí, cuatro años más tarde, y que hayas llegado tan lejos de donde estabas entonces prueba que lo eres -dijo Colin tomándole la barbilla-. No minimices tus logros, Alexandra, ni la fortaleza y entereza que son necesarias para alcanzarlos. Has hecho tanto por ti y por los niños a los que ayudas que me descubro ante ti. Y estoy orgulloso de haberte conocido.
Las palabras de Colin la dejaron dulcemente aturdida. Pero lo que le ofrecía…
– Colin, este reloj… es demasiado. No puedo…