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Subió los peldaños de ladrillo con el rostro contraído por el dolor que le palpitaba en la pierna izquierda. Cuando su bota pisó el último peldaño, se abrió la puerta de roble y le recibió una figura alta que sostenía un candelabro muy ornamentado. Colin borró de inmediato toda expresión de su rostro, aunque no estaba seguro de que su disimulo sirviese de mucho ante Ellis, a quien nada se le escapaba.

– Buenas noches, señor -entonó Ellis en la misma voz sonora que Colin conocía desde su infancia-. Poco después de su marcha han entregado un mensaje para usted. Se lo he dejado sobre el escritorio de la biblioteca, junto con su cena habitual. ¿Le apetecerá una taza de chocolate?

Ellis sabía todo lo que ocurría dentro de la casa, hasta el último detalle, incluyendo la predilección infantil de Colin por deslizarse por la barandilla y robar dulces de la cocina. Con el tiempo Colin había superado su afición por las barandillas, pero su amor por los dulces no había disminuido ni un ápice, como bien sabía Ellis, al igual que el hábito de Colin de no retirarse a sus aposentos nada más llegar a casa.

Este sacudió la cabeza.

– Gracias, pero me temo que esta noche necesito coñac.

La mirada de Ellis se llenó de inquietud y se fijó por un instante en la pierna de Colin.

– ¿Le caliento una manta?

– No, gracias, Ellis. El coñac bastará. Le veré por la mañana.

– Buenas noches, señor.

Tras desearle al mayordomo buenas noches, Colin rechazó el candelabro y se introdujo en el oscuro corredor que llevaba a la biblioteca. Conocía muy bien aquella casa, y se alegraba de que las profundas sombras le evitasen tener que mirar los retratos de sus antepasados que, con sus marcos historiados, adornaban las paredes forradas de seda. Ya de niño no le gustaba mirarlos; siempre sentía que sus severas miradas le seguían como si supiesen que se disponía a hacer alguna travesura, salmodiando advertencias sobre la importancia del deber y las obligaciones que le imponía su título. Como si no le metieran en la cabeza las palabras «deber» y «obligación» de la mañana a la noche.

Después de entrar en la biblioteca, cerró la puerta a sus espaldas y cruzó de inmediato la alfombra Axminster de color marrón hacia las licoreras, ignorando el doloroso tirón que sus largas zancadas le causaban en la pierna. Colin se sirvió una generosa ración del potente licor, observando sus manos trémulas con el ceño fruncido. Le habría gustado atribuir aquel pequeño temblor al agotamiento, al hambre o a cualquier otra cosa que no fuese la verdadera causa, pero había aprendido tiempo atrás que, aunque mentir a otras personas formaba parte de la forma en que había decidido vivir su vida, mentirse a sí mismo era una inútil pérdida de tiempo.

Se tomó el coñac de un solo trago, cerrando los ojos para absorber y saborear el calor que bajaba por su garganta. De haber podido evocar algo parecido a la diversión, se habría reído de sí mismo por sentirse tan agitado. Abrió los ojos, se sirvió otra copa y luego se acercó a la chimenea con pasos desiguales. Tras acomodarse en el mullido sofá de brocado, se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas separadas. Con la copa de cristal tallado entre sus dedos, Colin fijó la mirada en las llamas que danzaban.

La imagen de ella surgió enseguida en su mente, acompañada de la conmoción que experimentó al verla en el salón de lady Malloran.

Madame Larchmont. Alexandra, como había sabido por lady Malloran. Por fin, un nombre acompañaba al rostro que le obsesionaba desde hacía cuatro años.

La había reconocido al instante, sintiendo un puñetazo en las vísceras que lo dejó sin aliento. Observaba a los invitados de lady Malloran sin mucho interés cuando su mirada dio con la echadora de cartas de la que había oído hablar a varias personas. Aunque la habían contratado para animar la fiesta, Colin no había prestado demasiada atención, pues el tarot no tenía ningún interés para él.

Entonces ella alzó la mirada. Y los ojos de Colin se fijaron en su rostro… esos rasgos inolvidables que quedaron grabados en su memoria desde el primer instante en que los vio en Vauxhall aquella remota noche de verano. Él la miró incrédulo, y durante varios segundos pareció que todo su ser se aplacaba, su corazón, su respiración, su sangre. Y, como ocurrió aquella primera vez, se desvaneció todo lo demás, la multitud, el ruido y las risas, dejándolos solos a los dos. Mientras la miraba, las palabras «Gracias a Dios estás viva» resonaron en su mente.

Ya no iba vestida con harapos como en Vauxhall, y ninguna suciedad desfiguraba su tez, pero aquellos oscuros ojos resultaban inconfundibles. Aquella barbilla obstinada y cuadrada, que mostraba una profunda hendidura, como si los dioses hubiesen apoyado allí un dedo. La pequeña nariz recta sobre aquellos labios tremendamente gruesos y sedosos, demasiado grandes para su rostro en forma de corazón. No poseía una belleza convencional… Sus rasgos resultaban demasiado desiguales, demasiado asimétricos. Aun así, Colin encontró su insólito aspecto irresistible, cautivador, de una forma que le dejó estupefacto. Sin embargo, lo que más lo desconcertó, aún más que su intento de robarle, fue la forma en que lo miró.

No esperaba encontrarse cara a cara con una mujer, pero no era posible confundir con un muchacho a la sucia pilluela a quien sujetaba. La serie de emociones que reflejó el rostro de la muchacha mientras él la agarraba por los brazos fue rápida y fugaz, aunque inconfundible. Primero sobresalto. Aunque él la había sorprendido quitándole el reloj de oro, solo pudo hacerlo gracias a sus propias habilidades en ese terreno. La joven era muy diestra, y resultaba claro que no estaba acostumbrada a ser sorprendida.

El sobresalto dio paso a un miedo inconfundible: la muchacha creía que él iba a hacerle daño. Ambas reacciones eran comprensibles. Pero luego parpadeó y lo miró fijamente durante unos segundos mientras sus ojos se ensanchaban con una expresión de reconocimiento. Y susurró las palabras «eres tú».

Antes de que pudiese interrogarla, ella se liberó y echó a correr como alma que lleva el diablo. Él la persiguió, pero la muchacha se desvaneció como el humo entre la multitud. Siguió buscándola hasta que las franjas malva del amanecer pintaron el cielo; se aventuró a buscarla incluso por los oscuros y sucios callejones y tugurios de Saint Giles, empujado por razones que no entendía, para hablar con ella.

¿Qué significaban sus misteriosas palabras? Sabía que él nunca la había visto antes; se enorgullecía de no olvidar nunca una cara, y su semblante no era de los que se olvidan. Había algo en ella que lo atraía, que tiraba de él de una forma sin precedentes que no podía comprender. Mientras la sujetaba durante aquellos pocos segundos turbadores, percibió su angustia y su desesperación. Ambas emociones, junto con el hambre y la pobreza, se desprendían de ella en oleadas. Y luego aquel miedo. Casi pudo olerlo, y el corazón se le llenó de compasión. Ella le robaba a él, y sin embargo, de forma inexplicable, era él quien deseaba tranquilizarla, asegurarle que no quería hacerle ningún daño. Y quería ayudarla. Tras percibir su profunda angustia y su miedo, deseó haber dejado que consiguiese el maldito reloj.

Sus dedos apretaron la copa de cristal tallado. Colin apartó la mirada de las llamas crepitantes para mirar el líquido ambarino. ¿Cuántas veces había pensado en ella en los últimos cuatro años? Más de las que podía contar. Aquellos ojos lo habían obsesionado, mientras su conciencia le censuraba por negarle algo que era para él una baratija fácil de sustituir pero que para ella podría haber supuesto la diferencia entre la supervivencia y la muerte. Colin conocía bien los diversos y terribles destinos que aguardaban a las mujeres que, como ella, se ganaban la vida robando, y el corazón se le encogía cada vez que pensaba en ella, lo que sucedía con demasiada frecuencia.