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Cuando más pensaba en ella era por las noches, despierto en su cama, preguntándose si seguiría con vida o si la habrían atrapado y ahorcado. O si la habrían matado en las duras calles de Londres, donde moraban ladrones y carteristas. O si se habría visto obligada a entrar en la pesadilla de la prostitución. Le perseguía la imagen de ella herida o algo peor, así como el hecho desconcertante pero innegable de que pareciese conocerle. Y él no había hecho nada para ayudarla. Había viajado a Londres tres veces desde aquella noche, y en cada ocasión se había pasado largas horas paseando por Vauxhall y las zonas más sórdidas de la ciudad, unas veces convirtiéndose en un objetivo fácil y otras ocultándose para observar furtivamente a la multitud con la esperanza de verla o volver a ser su víctima. Pero sus esfuerzos habían sido en vano.

Incluso en este último viaje, no había pasado sus dos primeras noches en la ciudad en Almack's, en la ópera ni en fiestas privadas en busca de su futura esposa, sino recorriendo las calles de la ciudad y vagando por las zonas poco iluminadas de Vauxhall y Covent Garden en un intento de localizarla. Fracasó estrepitosamente, y ambas noches llegó a casa perturbado y entristecido por la terrible pobreza, el sufrimiento y la violencia que había presenciado. La segunda noche evitó a duras penas un altercado con un hombre gigantesco que dejó claro que no dudaría en destripar a Colin a fin de quitarle el dinero. Por fortuna, las habilidades asesinas del gigante se vieron muy reducidas una vez que Colin le quitó el cuchillo. Cuando llegó a casa, comprendió que su búsqueda era inútil y se rindió por fin, creyendo que nunca volvería a verla.

Desde luego, no esperaba verla en el salón de lady Malloran.

No le cabía la menor duda de que ella lo había reconocido, lo que lo llenaba de una fría satisfacción, pues, desde luego, él no la había olvidado. No obstante, era evidente que la muchacha sabía ocultar sus emociones, un rasgo que él reconocía con facilidad porque él mismo lo había perfeccionado tiempo atrás. Había visto el parpadeo de pasmado reconocimiento en sus ojos, ojos que, gracias a la luz proyectada por las docenas de velas encendidas, observó que eran del mismo matiz que el chocolate fundido. La chispa de reconocimiento pasó tan deprisa que fue casi imperceptible. Pero sus años al servicio de la Corona le habían vuelto muy observador y le habían proporcionado una habilidad especial para leer los pensamientos de la gente. Debía admitir que ella se había recobrado enseguida, pero luego, al igual que hizo en Vauxhall, desapareció entre la multitud. Él la buscó, y sin embargo, como hiciera cuatro años atrás, la joven se le escapó. Decidido a no perderla, salió al jardín, sabiendo que al final tendría que salir de la casa. Y lo había hecho, a través de aquella ventana.

La había visto colgando del alféizar, y el corazón le dio un vuelco mientras se confirmaban sus peores sospechas. Estaba claro que tramaba algo, y estaba claro que ese algo no era nada bueno. Antes de que pudiese moverse tan siquiera, la muchacha saltó al suelo. Para no delatarse, Colin fingió creer que ella había tropezado.

Y así había comenzado el juego entre ellos.

Colin se arrellanó en su asiento y dio un largo trago de coñac. Admiraba la forma en que había recuperado su aplomo y le había seguido el juego. Era evidente que se sentía segura en la creencia de que no la había reconocido, y él pensaba dejar así las cosas. Al menos hasta que averiguase qué tramaba.

Miró fijamente las llamas, deseando que su vacilante núcleo rojo y oro pudiese facilitarle las respuestas que buscaba. La aparición de aquella mujer en la fiesta de esa noche le intrigaba y alarmaba al mismo tiempo. Aunque solo llevaba en Londres cuatro días, ya había oído hablar de la célebre madame Larchmont y de lo solicitados que estaban sus servicios de tarot en las fiestas y en consultas privadas. Pero ¿cuántos de los miembros de la alta sociedad, a cuyos hogares acudía como invitada, sabían que cuatro años atrás madame Larchmont robaba carteras en las aceras poco iluminadas de Vauxhall?

– Apostaría a que no muchos -murmuró.

Así pues, la cuestión era si la joven había hecho borrón y cuenta nueva o si su trabajo de adivinación era solo un ardid para estafar dinero a los acaudalados invitados o, peor aún, robarles la cartera. Colin no creyó ni por un instante que de verdad pudiese decir la buenaventura. No creía que nadie pudiese predecir el futuro, con o sin la ayuda de una baraja de cartas.

De todas formas, el tarot era un entretenimiento, y a los profesionales del entretenimiento se les pagaba por sus servicios. Desde luego, no sería él quien le escatimase a ella ni a nadie la oportunidad o el medio de ganarse la vida honradamente. Sin embargo, según su experiencia, la gente ocupada en actividades honradas no solía salir de las casas por las ventanas, y desde luego, gracias a su trabajo para la Corona, él había escapado de suficientes casas por las ventanas para saberlo. En cualquier caso, estaba decidido a averiguar si el mero entretenimiento era la única actividad que ocupaba a madame Larchmont. Porque sabía muy bien que aquella mujer tenía secretos. Como, por ejemplo, dónde vivía.

Sospechó que ella no le había dado su verdadera dirección, una sospecha que resultó ser acertada. Colin salió de su carruaje en el instante en que ella volvió la esquina del edificio de ladrillo en el que afirmaba vivir y la siguió. Aunque era evidente que ella sabía orientarse por las calles estrechas y serpenteantes, él no le iba a la zaga. La joven avanzaba deprisa, y aunque Colin tuvo que forzar la pierna para no quedar demasiado rezagado, consiguió no perderla. La vio entrar en un edificio situado en una zona de la ciudad llena de comercios y pequeños almacenes. El barrio no era nada elegante y muy distinto de aquel en el que había dicho que vivía, pero no dejaba de ser respetable. De todas formas, una mujer que mentía sobre el lugar en el que vivía podía mentir sobre cualquier otra cosa.

Y él pensaba averiguar cuáles podían ser esas otras cosas.

Dada la popularidad de la joven, sin duda tenía previsto asistir a más fiestas en los días sucesivos… fiestas a las que él también estaría invitado y donde aprovecharía para buscar esposa. Sus caminos se cruzarían con frecuencia.

Y, por supuesto, ella le haría una tirada al día siguiente, en privado. Allí mismo. En su casa. Donde podría observarla de cerca, y a la luz del día, por primera vez.

Al pensarlo, le asaltó un calor que nada tenía que ver con la proximidad de la chimenea ni con el coñac que había tomado, y Colin frunció el ceño ante su propia reacción. La misma reacción que había experimentado al caminar con ella por el jardín de los Malloran, con la mano de la joven apoyada en su propio brazo y los hombros de ambos rozándose. Luego, de nuevo, mientras estaba sentado frente a ella dentro del carruaje. Era una conciencia casi dolorosa y acalorada que le hacía observar detalles de ella que le habría gustado no ver. Como las generosas curvas femeninas resaltadas por su vestido de color bronce. La forma en que los rayos de luna arrancaban destellos de sus brillantes cabellos oscuros. Las pecas que le cubrían la nariz. La forma en que sus labios recuperaban su grosor después de que los apretase.

Su delicioso olor de naranjas dulces. La fruta favorita de él.

Con un gemido, Colin cerró los ojos e inspiró como si quisiera captar su fragancia. El delicado aroma de la joven había atormentado sus sentidos durante todo el viaje en carruaje. Al despedirse, había sido incapaz de resistirse al deseo de tocar su piel con los labios para ver si la joven sabía tan deliciosa como olía. Así era. Y, durante aquel breve beso en la muñeca, Colin sintió el pulso rápido de ella contra los labios, la única indicación de que no estaba tan serena como parecía. Eso le complació, porque detestaba la idea de ser el único en sentirse agitado. Lo único que le había impedido ceder al impulso abrumador de volver a tocar su piel con los labios fue su afirmación de tener marido, una declaración que provocó en él una desagradable sensación, muy parecida a un calambre.