– Sólo me preocupo por ti -respondió ofendido -. Vamos a necesitar dinero para vivir hasta que nos casemos. Estoy seguro de que luego el abuelo nos pasará una buena mensualidad.
– ¿Una mensualidad? -Repitió Donna-. ¿Es que pretendes pasarte toda la vida mantenido por los demás? Toni, yo no puedo vivir así.
– Vamos, no te pongas dramática -replicó Toni irritado -. ¿Qué tiene de malo? Es el dinero de la familia.
– El dinero de la empresa de la familia; empresa en las que tú no trabajas -puntualizó Donna.
Toni se encogió de hombros. Luego dieron unos sorbos de café en silencio.
– ¿A qué se refería Rinaldo cuando dijo lo de tus roces con la Ley? -prosiguió Donna.
– ¿Por qué sacas eso ahora?
– Porque no me lo habías contado antes. ¿Qué sucedió?
– No pasó nada. Me siguió un coche de policía porque iba muy rápido, y al final se convirtió en una persecución. El coche de policía se estrelló.
– ¡Santo cielo! ¿Hubo algún herido?
– No, te lo prometo. Los policías salieron del coche, llamándome de todo, pero no les pasó nada.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Unos seis meses. Justo antes de ir a Inglaterra.
– ¿Quieres decir que te escapaste a Inglaterra para que no te detuvieran? -preguntó Donna, que empezaba a atar cabos.
– Rinaldo dijo que me convenía ocultarme mientras él se ocupaba de todo. Un mes después me llamó para decirme que ya estaba a salvo; pero para entonces ya te había conocido, cara -le lanzó una de sus irresistibles sonrisas, pero éstas ya no surtían el mismo efecto en Donna.
– No me extraña que Rinaldo estuviera en mi contra desde el principio -murmuró. De pronto, apuró el café, metió el sobre en su bolso y se levantó -. Vamos -le ordenó a Toni, que la siguió obedientemente hacia el coche.
– ¡Oye, oye! Conduzco yo -protestó él al ver que Donna ocupaba el asiento del conductor.
– No, Toni. Yo conduzco -luego arrancó el coche y dio media vuelta.
– ¿Adónde vas? -preguntó Toni, despistado -. Vas en dirección contraria.
– Voy perfectamente. Volvernos a tu casa.
– ¿Cómo? ¿Estás loca? ¡Rinaldo estará enfadadísimo! -exclamó Toni, aterrorizado.
– Tenernos que devolver el dinero y el anillo. No nos pertenecen y no pienso quedarme con ellos.
– Está bien, como quieras: lo devolveremos todo por correo certificado. Y ahora, por favor, da media vuelta.
– No podemos mandar algo de tanto valor por correo. Además, quiero ver la cara de Rinaldo cuando le dé el dinero y le diga lo que puede hacer con él.
– Su cara es justo lo que yo no quiero ver -murmuró Toni.
– No te preocupes, yo cuidaré de ti -lo tranquilizó Donna.
En vez de sentirse ofendido porque Donna sugiriera que él necesitaba su protección, Toni protestó de nuevo:
– Eso es lo que tú te crees. Tú no has visto a Rinaldo cuando está enfadado de verdad. Por favor, ¡da media vuelta!
– ¡No!
– Mira, primero nos casamos, y luego volvernos a verlo.
– No -repitió Donna obstinadamente. Y, al tiempo que se negaba, supo que no habría tal boda. Ni siquiera por el bien de su pequeño, no podía casarse con Toni. Nunca estaría tranquila con ese niño grande, siempre escondiéndose o huyendo de algo. Le dejaría ver a su hijo todo cuanto quisiera, pero era una locura atarse a ese hombre inmaduro. Debería de haberse dado cuenta antes.
– Donna, ¡por favor!
– Voy a enfrentarme a Rinaldo -dijo con determinación-. No puede hacernos nada.
– ¡Por Dios! -casi estaba llorando-. No tienes ni idea de lo que dices. Tú no sabes cómo es mi hermano.
Corno no respondía, Toni, en un arrebato de decisión, agarró el volante. Donna deceleró e intentó apartar a Toni y mantener el coche en línea recta… inútilmente.
El coche dio un violento giro de ciento ochenta grados.
Donna hizo lo posible por recuperar el control de la dirección, pero no logró que Toni quitara las manos del volante.
– ¡Toni! -Gritó Donna-. ¡Toni, por favor!
Demasiado tarde. El mundo empezó a nublársele mientras el coche se elevaba y daba vueltas y más vueltas de campana. Fue lo último que Donna vio, aunque aún tuvo tiempo para oír el chirrido de los neumáticos y el último golpe, justo antes de detenerse; aun tuvo tiempo de oír a Toni gritando su nombre una y otra vez, hasta que su voz se desvaneció en el silencio.
Donna, en medio de aquella confusión, comprendió lo que significaba aquel silencio y empezó a susurrar el nombre de Toni, aunque sabía que no podía oírla. Que nunca más podría volver a oírla.
Estaba perdida en un túnel oscuro, dando vueltas, mareada, sintiendo su cuerpo lleno de cristales, agonizando cada vez que respiraba. Por fin abrió los ojos. Le costó fijar la mirada, pero acabó comprendiendo que se encontraba en una pequeña habitación, blanca.
Había una sombra oscura junto a la cama. Giró la cabeza lentamente y vio a Rinaldo Mantini. La estaba mirando con más odio del que jamás había visto en ningún ser humano.
Capítulo 4
– ¿Mi bebé? -preguntó Donna, después de un tenso silencio.
– No corre peligro -dijo Rinaldo con frialdad-. Tuviste suerte.
– ¿Y Toni?
– Muerto.
– ¡Dios, no! -Susurró horrorizada ante la confirmación de sus temores-. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? -preguntó tras reponerse de la impresión.
– Dos días. Al principio, los médicos dijeron que también morirías. Pero has sobrevivido.
– Tú habrías preferido que también me hubiese muerto, ¿no es cierto? -preguntó asustada por la expresión de Rinaldo.
– Les diré a los médicos que estás despierta -respondió, poniéndose en pie-. Ya hablaremos más adelante.
Y desapareció. Luego llegaron unas enfermeras, y Donna volvió a dormirse. Le dolía todo el cuerpo y se sentía muy desgraciada. Lo único que la consolaba era que su hijo seguía vivo.
Permaneció en estado de semiinconsciencia durante varios días. Rinaldo estaba siempre allí, observándola y, en medio de sus pesadillas, Donna podía sentir el odio de sus miradas. Por fin, despertó por completo. Y él seguía allí.
– No lo he imaginado, ¿verdad? -Le preguntó Donna-. Me dijiste que Toni está muerto.
– Muerto -confirmó con voz neutra-. Ayer fue su funeral.
– ¡Dios!, ¡pobre Toni! -empezó a llorar.
– Eso, llora por él -dijo con desprecio-. Llora por el hombre al que has matado; pero no esperes que te compadezca.
– Yo no maté a Toni -protestó débilmente-. Fue un accidente.
– Sí, un accidente por culpa de tu codicia -repuso Rinaldo-. Por tu afán de quedarte con todo cuanto pudieras y escapar lo más rápido posible.
– No, no… yo iba de vuelta a Villa Mantini… Toni no quería… intentó detenerme -dijo entre sollozos.
– No mientas encima.
– No estoy…
– Te quedaste el dinero que te ofrecí y el anillo del abuelo y convenciste a Toni para huir por la noche. ¿Se te ocurrió pensar en algún momento en lo que estabas haciéndoles a los que lo querían? Cuando Piero se enteró de que Toni había muerto, le dio un ataque al corazón. Lo ingresamos en este hospital y, desde entonces, está a las puertas de la muerte.
– ¡No! -Donna dio un grito en señal de protesta. En esos momentos no podía soportar tanta desgracia. Se dio media vuelta y escondió la cara en la almohada, temblando, angustiada.
– Por favor, signore -intervino una enfermera que acababa de entrar-, no debe alterar a la paciente.
– ¡No se preocupe! Esta mujer no tiene corazón. Siembra de tormento los lugares por los que pasa, pero nunca sale herida -dijo Rinaldo.
El accidente había dejado a Donna inconsciente, le había roto un tobillo y dos costillas, pero, milagrosamente, su bebé no corría peligro. Pronto empezó a tomar nota de los alrededores y comprendió que se hallaba en una clínica privada de lujo. Una enfermera de mediana edad llamada Alicia parecía estar pendiente de ella exclusivamente.