– El signor Rinaldo dijo que te trajeran aquí. Que él corría con todos los gastos -respondió Alicia, cuando Donna le preguntó cómo había llegado allí.
– Qué amable -murmuró Donna con sarcasmo.
– Es un hombre muy generoso -reforzó Alicia -. Es copropietario de esta clínica y la ha dotado altruistamente del mejor equipamiento.
Pero Donna sabía que la amabilidad de Rinaldo no tenía nada que ver con la aparente preocupación de éste hacía ella. La había llevado a un sitio donde lo respetaran y pudiera dar órdenes, tal como le confirmaron las siguientes palabras de Alicia:
– La policía quiere hablar contigo sobre el accidente cuando te hayas recuperado; aunque ya les han dicho que tendrá que pasar algo de tiempo. No te preocupes. Nadie vendrá a molestarte.
Lo había dicho para tranquilizarla, pero Donna comprendió que estaba prisionera; prisionera de Rinaldo Mantini, que la mantendría aislada hasta decidir qué hacer con ella. Se estremeció.
La disgustaba sentirse impotente. Tenía que comprobar si estaba en condiciones de andar, así que, cuando la enfermera se marchó, Donna retiró las sábanas y apoyó los pies en el suelo con cuidado. Aunque tenía un tobillo escayolado, logró, apoyándose en la cama, ponerse de pie, lentamente. Permaneció quieta y respiró.
Empezó a dar tímidos pasos. Las piernas le temblaban, pero la sujetaron durante un pequeño trayecto. Había un espejo en una pared y logró acercarse lo suficiente para ver en qué estado había quedado su cara.
Estaba horrible, pensó. Totalmente pálida y con dos moretones en la cara. Donna se esforzó por sonreír y se giró, de vuelta a la cama. Entonces sintió un mareo y deseos de vomitar. Extendió los brazos, buscando desesperada algún apoyo, pero no alcanzó nada. Justo cuando estaba a punto de desfallecer, oyó que la puerta se abría, el bramido de una imprecación y notó que la mano de un hombre la agarraba.
– ¿Qué demonios crees que estás haciendo? -inquirió Rinaldo.
– Sólo quería… -le fallaron las palabras. Sin darse cuenta de lo que hacía, reposó la cabeza sobre el hombre de Rinaldo, el cual la rodeó con cuidado de no lastimar sus maltrechas costillas y la llevó hasta la cama. Allí la recostó y la cubrió con las sábanas.
– Voy a llamar a la enfermera -dijo con el ceño fruncido.
– No, estoy bien -susurró-. Creo que junto a la cama hay algo de azúcar. Basta con que…
Rinaldo la incorporó levemente con un brazo mientras le daba de beber un poco de agua azucarada. Luego la volvió a tumbar, con delicadeza, a pesar de la severidad de sus palabras:
– Te prohíbo que vuelvas a hacer algo así -dijo-. Si no eres capaz de comportarte sensatamente, haré que una enfermera te vigile las veinticuatro horas del día.
– ¿Y a ti qué más te da lo que yo haga? -preguntó con rebeldía.
– Estás embarazada del hijo de mi hermano… o eso me has hecho creer.
– Pero tú no te lo crees. Así que, ¿por qué no te olvidas de mí sin más?
– Cuando sepa con seguridad qué pensar de ti, sabré lo que hacer.
Sus palabras sanaron con timbre amenazante. Donna descansaba agotada sobre las almohadas. A pesar de que estaba atendiendo a todas sus necesidades, Rinaldo no la trataba con ninguna ternura. Estaba haciendo lo que tenía que hacer, hasta que estuviera seguro sobre lo que debía pensar de ella. De pronto, comprendió por qué Toni había querido desmarcarse de la sombra de su hermano.
– ¿Cuándo vas a dejar que la policía hable conmigo? -preguntó Donna.
– Primero hablaré yo contigo. Aunque, Dios lo sabe, no creo que merezca la pena. La verdad es bastante evidente.
– ¿Y cuál es la verdad según tú?
– Te ofrecí dinero para que renunciaras a Toni, pero la codicia te pudo. Lo convenciste para que huyera contigo aquella noche, con el dinero y con el anillo de Piero.
– No es verdad -negó desesperada-. Dejé el dinero y el anillo. Fue Toni quien se los llevó. Yo no lo supe hasta que paramos en una gasolinera. Me enfadé muchísimo con él y le dije que teníamos que volver a vuestra casa. Estaba deseando tirarte tu asqueroso dinero a la cara.
– ¡Venga ya!, ¡por favor! -exclamó irritado-. ¡Seguro que se te puede ocurrir algo mejor! Encontraron el coche rumbo al Norte. Os estabais alejando de Roma, no acercando. Tenías que ir muy rápido para que el coche cambiara de dirección.
– Te estoy diciendo la verdad. Di media vuelta hacia vuestra casa; pero a Toni no le pareció buena idea. Como yo no cedía, acabó agarrando el volante. Por eso se descontroló el coche. Sé que volcarnos y… -se detuvo al repasar fugazmente las imágenes que recordaba del golpe-. Seguro que fue entonces… cuando el coche… cambió de dirección.
– Una historia genial para echarle la culpa a Toni la recriminó Rinaldo.
– Seguro que alguien vio lo que ocurrió.
– No hay testigos. No había ningún coche más circulando cerca. ¿Cómo es posible que tuvierais un accidente con la carretera totalmente vacía?
– Ya te lo he dicho. Toni…
– ¡Ah, sí! Qué bien te vi ene que él no esté aquí vivo para defenderse, ¿verdad? ¿Por qué iba a negarse él a volver a casa?
– Quizá estaba harto de que controlaras su vida respondió sin intimidarse-. Mira en tu corazón, Rinaldo, y preguntare por qué la idea de hacerte frente lo asustaba tanto.
Rinaldo se quedó lívido y, después de un rato en silencio, salió de la habitación.
Donna se durmió, despertó y volvió a dormirse. La siguiente vez que abrió los ojos había amanecido. Después de lavarse la cara y comer algo, Rinaldo apareció. -No puedo seguir dando largas a la policía -dijo con frialdad-. Vendrán en seguida. Tengo que saber lo que les vas a decir.
– La verdad.
– ¿Quieres decir que les vas a contar el mismo cuento que a mí?
– Vaya contarles la verdad -insistió cansinamente.
La mera presencia de Rinaldo la debilitaba. Era como si nada ni nadie pudiese enfrentarse a aquel hombre. Pero ella iba a intentarlo.
Diez minutos después entró un joven agente de policía.
– La signorina se encuentra aún muy débil -dijo Rinaldo-. Espero que no le lleve mucho tiempo.
– Sólo quiero una simple descripción de los hechos, signor -respondió el agente, el cual, a pesar del uniforme, se dirigió a Rinaldo con deferencia. Luego miró a Donna-. ¿Quién conducía?
– Yo.
– ¿Adónde iba? -preguntó con seriedad.
– A Roma, a la Villa Mantini -afirmó con aplomo.
– Encontrarnos el coche en sentido opuesto -el agente frunció el ceño. -Eso me han dicho.
– Y tengo entendido que se habían marchado de la villa poco antes.
– Nos marchamos de madrugada y condujimos durante una hora. Paramos en una gasolinera y decidimos volver. Al menos, yo quería volver. Toni no estaba de acuerdo, pero era yo la que estaba al volante. Di media vuelta y entonces él… él agarró el volante para impedirme que regresáramos. El coche se descontroló y… Donna cerró los ojos.
– ¿Por qué decidió regresar habiendo pasado tan poco tiempo desde su marcha, signorina?
– Descubrí que llevábamos algo que no quería tener conmigo. Quería devolverlo antes de proseguir el viaje -respondió, eligiendo las palabras cuidadosamente.
– ¿Y el signor Mantini no estaba de acuerdo?
– No, él quería que siguiéramos adelante. Discutimos y… se abalanzó sobre el volante.
– Así que usted mantiene -guiso asegurarse el policía- que el signor Antonio Mantini fue el culpable del accidente.
– Sí -suspiró, atormentada por culpar al pobre Toni, aunque no le quedaba otra opción.
– Es una lástima que él no esté ya entre nosotros para confirmar su versión -murmuró con tono de desaprobación-. Luego le enviaremos su declaración para que la firme.