Rinaldo acompañó al policía a la salida y, después de unos minutos, regresó y cerró la puerta de la habitación.
– Así que te has salvado a costa de manchar la memoria de mi hermano -la acusó-. ¿Estás contenta?
– No estoy mintiendo -suplicó Donna-. ¿Por qué no puedes creerme?
– ¿Y por qué iba a creerte? ¿Puedes imaginarte la opinión que tengo de ti? Hace muy pocos días mi vida iba sobre ruedas. Hasta que irrumpiste en mi casa, con tu codicia, tus engaños y tú implacable empeño por llevarte por delante a todo aquél que se te pusiera por delante. Ahora mi padre está a punto de morirse y mi hermano yace en una tumba. ¡Y todo por tu culpa! -chilló.
– ¡Basta! -gritó Donna, escondiendo la cara entre las manos.
– ¿Te duele oír la verdad? -Se burló Rinaldo-. Bueno, tendrás que vivir con ella.
– ¿Ya ti? -Contraatacó Donna-. ¿Qué es lo que te da miedo afrontar a ti?
– A mí no me da miedo la verdad.
– ¿Te atreves a reconocer que Toni te temía?, ¿que ése es el motivo por el que no quería volver a vuestra casa?
– Déjalo -espetó Rinaldo-. No sabes lo que dices. ¿No te basta con haber mancillado el nombre de mi hermano delante de un policía?, ¿es que también quieres echarme a mí la culpa?
– ¿Lo ves? Eres incapaz de aceptarlo. ¿Por qué te da tanto miedo mirarte a ti mismo con sinceridad? -preguntó Donna desafiantemente.
– No me hagas odiarte más de lo que ya te odio respondió colérico.
– Creo que odias con mucha facilidad. Sin embargo, no tienes ni idea de lo que significa amar. Yo amaba a Toni; si no, no estaría embarazada de un hijo suyo. Yo lo hice feliz y él quería estar conmigo. Huyó de ti para refugiarse en mí. Ésa es la verdadera razón por la que me odias.
Rinaldo no contestó con palabras, sino con un puñetazo sobre la mesa que había junto a la cama. El cuerpo entero le temblaba de rabia.
– Deja de atormentarme -le ordenó-. ¿Por qué tuviste que aparecer en nuestras vidas?
– Porque Toni me quería -gritó Donna.
– Y tú querías lo que él podía ofrecerte.
– Exacto -afirmó sin vacilar-. Quería lo que él podía ofrecerme: cariño y ternura. Cuando Toni supo que íbamos a tener un niño, me hizo sentir como si fuera una reina, y nadie me había hecho sentir así antes… De haber sabido cómo eres, jamás me habría acercado a ti. Y ahora, cuanto antes me marche, mejor que mejor. Ojalá no tenga que volver a verte.
– Será un placer -dijo lívido.
– Sólo déjame ver antes a tu abuelo; una vez…
– ¡Ni hablar! -exclamó, usando las palabras como si fueran látigos.
– Entonces tendré que marcharme sin despedirme de él. Pronto podrás olvidar que existo.
– Ojalá pudiera -dijo Rinaldo con amargura-. Pero en casa hay un vacío; un vacío que nunca volverá a llenarse por tu culpa.
– Lo siento -dijo con suavidad. A pesar de la animadversión que Rinaldo le producía, notaba que su angustia era auténtica-. No tiene sentido que sigamos hablando. Siempre pensarás lo peor de mí. Todo te resultará más sencillo cuando me pierdas de vista.
– ¿Y tu hijo?, ¿ese hijo que tengo que suponer que es el hijo de Toni?
– Olvídame. Y olvídate del niño. Será lo mejor. Y… quiero que te quedes con esto.
Sacó su bolso del mueble que había junto a la cama y de aquél, el sobre con el dinero y el anillo.
– Al parar en la gasolinera descubrí que lo llevábamos -dijo Donna-. Pensé que ya lo habrías sacado de mi bolso.
– ¿Mientras estabas inconsciente? -Dijo con desabrimiento-. Yo no soy un ladrón rastrero. No me dedico a fisgonear en los bolsos de las mujeres enfermas. Además, quiero darme el gustazo de recuperarlo delante de tus narices.
– Pues adelante. Ahora ti enes la oportunidad -le entregó sus pertenencias-. No quiero nada de ti.
– ¿Cómo mantendrás al niño?
– Eso a ti no te importa.
– Contesta -dijo enfadado.
– Soy enfermera. Me las arreglaré para ganarme la vida.
– ¿Y quién se ocupará del niño mientras trabajas?, ¿canguros?, ¿niñeras venidas de Dios sabe dónde?
– ¿Qué más te da? ¿No estás tan seguro de que mi hijo no es de Toni?
– Reconócelo -dijo sujetándola por los hombros, después de arrebatarle el sobre y tirarlo al suelo-. Di que ese hijo no es de Toni y me encargaré de que no te falte para vivir. ¡Pero reconócelo, por Dios!
Donna sintió algo parecido a la compasión. Rinaldo no sabía qué creer, aparte de que, fuera cual fuera la verdad, estaba sumido en un profundo dolor. Pero aquel hombre no había hecho más que ofenderla, de modo que no podía abandonarse a aquellos sentimientos comprensivos.
– No quiero nada de ti -dijo Donna con hostilidad-. ¿Es que no lo entiendes?
– ¡Reconócelo! Di que no es hijo de Toni y tendrás todo lo que quieras -repitió con expresión torturada.
– Lo único que quiero es alejarme de ti -gritó Donna-. Toni es el padre de mi hijo, pero llevará mi apellido y no el suyo, porque no quiero que nada me recuerde a ti. Me marcharé tan pronto como me recupere. Y ahora, por favor, vete. Estoy cansada y quiero quedarme sola.
Rinaldo la miró un segundo. Y luego salió de la habitación.
Ya había anochecido. Rinaldo estaba sentado en el jardín, mirando la luz de la luna reflejarse en la fuente. Una sirvienta apareció y le comunicó que un agente de policía había llamado a la puerta. Rinaldo despertó de sus sombríos pensamientos, se recompuso y le dijo a la sirvienta que hiciera pasar al policía. Se trataba de Gino Forselli, un hombre de la edad de Rinaldo y de alto rango, que no tenía por qué molestarse en hacer ese tipo de visitas. Pero ambos habían ido juntos al colegio y se conocían, así que se saludaron con cordialidad.
– Me alegra que seas tú el que haya venido, Gino dijo Rinaldo haciendo un esfuerzo, como si le costara regresar al mundo real.
– Lamento venir tan tarde, pero pensé que te gustaría oír lo que tengo que decirte.
– ¿Sobre qué?
– Ha aparecido un testigo que presenció el accidente.
– ¡Por fin! -exclamó Rinaldo triunfalmente-. Por fin saldrá a la luz la verdad. Se acabaron las mentiras -. ¿Por qué no habíais sabido nada de este testigo antes?
– Le daba miedo descubrirse; estaba visitando a una mujer en ausencia de su marido -explicó Gino se marchó de la casa de su amante al amanecer y estaba andando por la carretera cuando vio acercarse un coche rojo descapotable. Su declaración y la de la signorina Easton coinciden en todo. Dice que el coche iba en dirección Sur, hacia Roma…
– ¿Cómo? -exclamó Rinaldo, incrédulo. Miró a Forselli con rabia contenida-. ¿Estás seguro?
– Completamente. Según él, conducía una mujer, con un hombre a su lado. Vio al hombre agarrar el volante y entonces, el coche empezó a derrapar hasta que los movimientos fueron tan violentos que acabó dando dos vueltas de campana, para acabar mirando en dirección contraria. Nuestro testigo regresó a casa de su amante, llamó a la policía por teléfono y desapareció -le refirió Gino-. Debo reconocer que la historia de la signorina Easton sonaba poco creíble; después de todo, ¿por qué iba a Toni a agarrar así el volante? Eso significaría que…
– No importa -lo interrumpió Rinaldo bruscamente.
– El caso está cerrado -comentó Gino, después de carraspear-. Como tengo entendido que la mujer es, digamos, cercana a tu familia, quería ser el primero en darte la buena noticia.
– Sí -respondió Rinaldo-. Muy buena.
Donna estaba muy preocupada por Piero. Sólo él le había dado la bienvenida y, a cambio, ella había sido la causa de su grave estado de salud. Alicia decía que el abuelo se encontraba «tan bien como cabe esperar», pero se negaba a ser más precisa; seguramente, de acuerdo con las indicaciones de Rinaldo.