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– Eso jamás lo olvidaremos -dijo Donna-. Y siempre se interpondrá entre nosotros.

– No tiene por qué -replicó Rinaldo con fiereza-. Hemos pasado juntos demasiadas cosas como para despedirnos ahora. Si no puedes amarme, dímelo. Pero te advierto que no te creeré. No del todo.

A pesar de su desconcierto, Donna no pudo evitar el esbozo de una sonrisa desmayada al observar ese arrebato del viejo y dominante Rinaldo.

– Sigues intentando salirte con la tuya, ¿verdad? Como siempre has hecho.

– Eso creía -respondió después de una risa con la que se burlaba de sí mismo -. Años atrás decidí que en el futuro todo se haría conforme a mi voluntad, que ninguna mujer volvería a tener tanto poder sobre mí como para volverme loco. Pero entonces apareciste tú. Con Toni. Al principio intenté resistirme, pero tu ve que acabar aceptando que lo querías de verdad… Él siempre ha estado entre nosotros. Cuando el bebé nació, pensé que te dirigías a mí, pero era a él a quien llamabas. Me moría de celos. Me fui de casa porque no soportaba verte mirar al bebé y pensar en su padre, cuando era yo quien debería haberlo sido… Si realmente hubiera podido salirme con la mía, habría borrado a mi hermano de tu cabeza. Pero no pude. No podía hacer nada… -se estremeció.

Donna se quedó mirándolo estupefacta, intentando creer lo que estaba oyendo. Era imposible y sin embargo…

– Creo que tú me amas -prosiguió Rinaldo-. Quizá sólo lo crea porque es lo que más deseo en el mundo; porque no soporto la idea de perderte. Y sé que nunca me amarás como amabas a mi hermano. Lo acepto. Me quedaré… con el cariño que te quede. Sea lo que sea, lo aceptaré. Pero tengo que saber que sientes algo por mí.

Estaba hablando en serio. Rinaldo, a pesar de todo su orgullo, se estaba rebajando para no perderla.

– Tonto -susurró entre lágrimas-. Lo siento todo. Tienes todo mi corazón, todo mi amor.

– No digas eso si no es verdad, Donna -Rinaldo estaba muy pálido-. No lo digas sólo para arreglar las cosas. Todo será como tú desees. Sólo tienes que estar ahí y quererme un poco. Puedo vivir con las sobras de tu amor, pero no con mentiras piadosas -añadió.

Donna se acercó a él, enmarcó su rostro entre sus manos y habló con sencillez:

– Podrías haber tenido mi amor hace mucho… Sólo tenías que quererlo.

– ¡Que sólo tenía que quererlo! -repitió asombrado -. Siempre lo he querido, pero no podía competir con tus sentimientos hacia Toni… -se calló, pues Donna había puesto una mano sobre su boca.

– De eso hace mucho tiempo. La mañana del accidente, antes de irnos de casa, ya había decidido que no me casaría con él. Me había dado cuenta de lo débil que era y supe que no podría vivir con él. Pero al morirse, olvidé sus defectos. Sólo me acordaba de lo simpático que era y sentía mucha lástima por él. Pero tú tenías razón: él y yo no habríamos sido felices, sobre todo, después de haberte conocido. Yo también supe que tú eras el único aquella noche junto a la fuente, pero me negaba a admitirlo.

– ¡Si lo hubiera sabido! -La estrechó entre sus brazos y hundió la cara en su cabello-. He pasado un infierno, amándote, pensando que tú preferías a Toni, odiándote y odiándolo y odiándome a mí mismo…

– Yo creía que aún querías a Selina.

– Hace trece años que dejé de amar a Selina -aseguró con firmeza-. Y después de las mentiras que te dijo, no quiero volver a verla en toda mi vida, No puedo perdonarme que te haya hecho sentir tan herida y traicionada.

– ¿Cómo sabes lo que me dijo?

– Piero lo oyó todo. Selina pensaba que nadie podría delatarla, pero ahora sé que te dijo que ella fue la que propuso nuestra boda que había estado conmigo en Calabria y que yo tenía pensado divorciarme de ti y casarme con ella. No es verdad ni una sola palabra. Cariño, amor mío, ¿cómo has podido creerte una historia tan monstruosa?

– No sabía qué creer. La traías a casa cada dos por tres…

– Sólo intentaba no dejarla en ridículo -se arrepintió Rinaldo-. Me rogó que siguiéramos siendo amigos. Pero te juro que eso era todo. No estuve con ella en Calabria y no tengo ni idea de dónde estuvo ella durante esos tres meses. Supongo que desaparecería para que su ausencia te resultara sospechosa; pero no estaba conmigo.

– Lo dijo todo con tanta convicción… -comentó Donna-. Dijo que por eso habías decidido que nos casáramos por lo civil.

– Quería retrasar la ceremonia por la iglesia hasta que de veras me pertenecieses. Cuando juremos nuestro amor en el altar, será un juramento verdadero, no un mero trámite burocrático en el ayuntamiento. La noche que hicimos el amor pensé que estabas preparada para convertirte en mi esposa de verdad. Pero antes quería que lo habláramos -Rinaldo sonrió-. Sabía de memoria lo que quería decirte. Había pensado que debíamos hablarlo todo antes de hacer el amor, olvidando que el amor siempre sabe encontrar su propio momento para expresarse. Quería que vinieras a mis brazos voluntariamente y no porque te hubiera sorprendido una noche.

– Siempre he querido -confesó Donna con suavidad-. Y siempre querré.

– Has estado llorando -le dijo acariciándole una mejilla-. Ámame y te juro que nunca val veré a darte motivos para llorar…

Donna lo besó antes de que terminara de hablar. Rinaldo la levantó y la llevó a la cama, se tumbó junto a ella y la abrazó contra el pecho protectoramente.

– Dime que eres mía -le suplicó.

– Cuando tú me digas que eres mío -coqueteó Donna.

– Sí, soy todo tuyo, mi amare, vida mía, corazón de mi corazón.

– Y yo soy tuya -susurró Donna, para luego suspender las palabras con el silencio de un beso.

Tenían todas sus vidas por delante y lo mejor de ambas estaba aún por llegar. Toni llenaría sus días de alegría y su matrimonio estaría lleno de pasión y de ternura… y de risas, cuando Donna enseñara a reírse a aquel hombre tan serio y que tanto la necesitaba. Pero eso formaba parte del futuro. Por el momento, les bastaba con haberse encontrado el uno al otro, por fin felices y reconfortados en su mutuo y encendido amor.

Lucy Gordon

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