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– Sólo una cosa antes de irnos -le dijo Donna-. Por favor, cariño, tienes que comprenderlo: no puedo quedarme con el anillo de tu abuelo.

– ¡Pues claro que puedes! Él quiere que te lo quedes tú.

– Es un anillo de familia…

– Pero él nos lo ha dado a nosotros -protestó Toni.

– Lo siento, no puedo -Donna se quitó el precioso anillo y se quedó mirándolo-. ¿Dónde puedo dejarlo para que esté a salvo? -preguntó.

– Mételo en el sobre, con el dinero -sugirió Toni-. Si quieres lo hago yo, mientras organizas las cosas que tengas en el baño.

– Ya lo tengo todo.

– Será mejor que te asegures. Las mujeres siempre os olvidáis los cepillos de dientes y esas cosas.

– Está bien, está bien. Pero tenemos que darnos prisa. Efectivamente, Toni tenía razón, pues Donna se había olvidado el neceser en la bañera.

– Date prisa, creo que la gente empieza a despertarse.

– ¿Está todo…? -preguntó Donna, saliendo del baño instantáneamente.

– Venga, vámonos antes de que sea demasiado tarde -le dijo él con suavidad, agarrándole una mano.

Donna lo siguió por el pasillo. Bajaron las escaleras con sigilo, dando grandes zancadas y conteniendo la respiración. Por suerte, no tenían que salir por la puerta principal. Toni la condujo a una puerta lateral que daba directamente al garaje y, momentos después, habían metido las maletas en el coche y las puertas del garaje estaban abiertas.

Empezaba a amanecer mientras avanzaban lentamente hacia la salida. Donna no dejaba de mirar hacia atrás, convencida de que Rinaldo aparecería en cualquier momento, persiguiéndolos.

Por fin alcanzaron la carretera, Toni pisó el acelerador y, en pocos segundos, perdieron de vista la villa de los Mantini. Donna esperaba no tener que volver a verla jamás.

Permanecieron en silencio varios minutos, a medida que el paisaje se iluminaba con el ascenso del sol.

– ¿Recuerdas la cara de Rinaldo cuando bajaste de las escaleras y se dio cuenta de que lo habías oído todo? -Preguntó Toni de repente, tronchado de la risa-. Nunca en mi vida lo había visto tan desconcertado.

– No lo bastante desconcertado para insultarme observó Donna, que, de todos modos, se sintió contagiada por el buen humor de Toni-. Me acusó de hacer pasar por tuyo el hijo de otro hombre -dijo, sin embargo, con más dureza de la que había usado con Toni nunca.

– ¿ Y qué? Yo no lo creí.

– Pero no tenía derecho a decirlo. ¿O es que va a seguir mancillándome el día de nuestra boda?

– No tendrá oportunidad de hacerlo. Nos casaremos primero y luego se lo cantaremos.

– Ni hablar -se negó Donna-. Eso es justo lo que él quiere que hagamos. Que nos casemos a escondidas como dos fugitivos, para seguir criticándome. Nos casaremos delante de todo el mundo y le mandaremos una invitación. Lo tendrá que aceptar, por las buenas o por las malas -añadió. De repente, la expresión despreocupada de Toni desapareció.

– Cara, tú no sabes cómo es Rinaldo cuando lo retan a algo por las malas. Hará cualquier cosa.

– ¿Qué puede hacer?

– Secuestrarme en plena iglesia, por ejemplo.

– Estoy hablando en serio.

– Y yo también. Rinaldo tiene amigos que lo harían, a cambio de una suma de dinero.

Donna miró a Toni, que tenía la vista puesta en la carretera. A juzgar por el ceño de su frente, era evidente que no estaba bromeando. Sabía que Rinaldo era un hombre despótico, arrogante y sin escrúpulos. Y ahora sabía que también era un hombre capaz de inspirar miedo hasta a su hermano.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Donna.

– A casa.

– ¿A casa? -repitió desconcertada.

– Quiero decir que volvernos a Inglaterra. A algún sitio donde no puedan encontrarnos. – Toni, no lo dirás en serio…

– ¡Claro que lo digo en serio! Pensaba que todo iba a salir mucho mejor, que le gustarías a Rinaldo y que te daría la bienvenida a nuestra familia. Todo habría sido mucho más sencillo…

– ¿Quieres decir que el hecho de que yo le gustara te habría evitado el enfado de tu hermano?

Toni se encogió de hombros, reacción que se clavó en el corazón de Donna como un pequeño puñal. Intentó convencerse de que no importaba; de que, al fin y al cabo, ella ya sabía que Toni era un hombre inmaduro. Pero aquello no alivió su decepción.

– Tenernos que echar gasolina – Toni desvió la conversación-. Creo que hay una gasolinera en seguida.

Avanzó unos metros, giró el volante y se detuvo frente a la expendedora de gasolina. Mientras él llenaba el depósito, Donna salió a estirar las piernas, agitada, consciente de que no podía seguir el viaje hasta no tener una charla en serio con Toni.

– Me apetece un café -comentó ella-. Y ahí enfrente están abriendo un bar.

Como a tantos otros italianos, a Toni le gustaba llevar sus pertenencias más necesarias en una bolsa de cuero, en bandolera. Sacó la suya del coche y siguió a Donna en dirección al bar.

– Siéntate mientras te pido algo -le dijo él.

Donna se sentó y cerró los ojos, estremecida por todo lo que había pasado. Le parecía imposible lo que había sucedido en solo un día; un día en el que su alegría y sus esperanzas se habían arruinado.

Pero no; no todo se había arruinado, se dijo colocándose la mano sobre el vientre. Todavía tenía al bebé.

Toni volvió con el café y le lanzó una sonrisa encantadora. Donna intentó recordarse que él seguía siendo el chico cariñoso al que amaba. Cuando estuvieran lejos de aquel lugar, todo val vería a ser perfecto.

Colocó una mano sobre la bolsa de cuero, pues Toni la había soltado de mala manera sobre una silla; sin embargo, ya era demasiado tarde y el contenido se cayó al suelo.

– ¡Maldita sea! -Exclamó Donna al recoger algo que se había caído-. ¿Cómo has podido hacer esto?

– Escucha, cara, ahora mismo iba a explicarte…

– Es el dinero que Rinaldo quiso obligarme a aceptar, ¿no? -preguntó furiosa-. ¡Te dije que no lo quería, pero lo guardaste entre tus cosas cuando me di media vuelta!

– Vamos, no montes un escándalo…

– ¿Un escándalo? Sabías de sobra lo que pensaba sobre ese dinero.

– Cara, vamos a necesitar dinero -se defendió Toni.

– ¡Pero no su dinero! -Exclamó hecha una fiera-. Eso nunca.

– ¿Qué tiene de malo su dinero? Es tan bueno como el de cualquier otra persona. Rinaldo es mi hermano. ¿Por qué no iba a ayudarnos?

– ¿Es que tengo que explicártelo?

Donna lo miró a los ojos y vio que Toni no comprendía sus motivos. Se sentía enferma. Agarró con fuerza el sobre, intentando decidir qué hacer, y a punto estuvo de desmayarse al notar un pequeño bulto en el interior del sobre.

– ¿Qué es esto? -Preguntó horrorizada, aunque sabía muy bien que se trataba del anillo de Piero -. Ya te expliqué por qué no podía aceptarlo -dijo desesperada.

– Pues yo sigo sin ver por qué no puedes quedarte con él -protestó Toni-. El abuelo te lo dio.

– Para darme la bienvenida a la familia. Pero nosotros estamos escapándonos de ella. Además, debería habérselo dado a Rinaldo, que es el hermano mayor.

– El abuelo podía hacer lo que quisiera con el anillo suspiró Toni, cansado de la discusión-. Y nos lo dio a nosotros. ¿Es que no ves que ahora somos independientes?

– ¿Independientes? ¿Con el dinero de Rinaldo y con el anillo de Piero?

– Bueno, a mí me parece una buena jugada aprovechar el dinero con el que Rinaldo intentó chantajearte. Me encantaría ver su cara cuando descubra que nos hemos marchado con el millón y medio.

– Falso -dijo Donna con amargura-. Preferirías estar en cualquier sitio antes que cerca de él. Te faltaría valor. Tú siempre lo haces todo en secreto. Como cuando me engañaste para que volviera al baño, para así poder guardar todo esto. ¿Cómo has podido…?