– Muy bien -dijo Fox, paciente-. ¿Y qué crees que me iría bien?
Los ojos de su madre se iluminaron.
– Algo en lo que ganes mucho dinero. Y participar más en la comunidad.
– Mamá, la verdad es que ya he ganado una tonelada de dinero. Llevo años invirtiendo -dijo Fox entonces. Sus hermanos habían dejado de mirar y estaban concentrados en la lasaña. «Muy bien, guapos, la próxima vez que vosotros necesitéis ayuda, yo me iré a Tahití»-. Y en cuanto a participar en la comunidad, yo trabajo directamente con niños. O eso hacía antes. No se puede participar más en una comunidad que siendo profesor.
– Podrías ser senador -sugirió su madre.
– ¿Eso es lo que quieres para mí, que me dedique a la política? No, de eso nada.
– Bueno, entonces… si no tienes otros planes, ¿estás pensando en volver a dar clases? Que yo sepa, no tienes contrato.
Qué lista era. Otras madres eran dulces, encantadoras. La suya era más lista que el hambre. Quería que volviera a trabajar, que volviera a formar parte del mundo de los vivos. Pero ni siquiera por su madre, y la adoraba, volvería a dar clases.
Cuando no contestó, Georgia Lockwood siguió adelante:
– Además, no me has contado nada sobre esta mujer de la que Harry y Ben no dejan de hablar. No entiendo por qué tiene que venir aquí y no entiendo por qué estás con ella.
– No tiene por qué venir aquí, mamá. Sólo viene para explicar el programa. Y no estoy con ella. No pienso estar con nadie.
Su madre lo miró por encima de las gafas doradas.
– Fergus, no soy tonta.
Ninguno de los hermanos se atrevió a respirar.
– Lo sé, mamá. Sé que no eres tonta.
– Una masajista -Georgia levantó los ojos al cielo-. Por favor… Sé que no estás casado y que tienes… tus necesidades. La gente no espera a casarse como hacían antes. Puede que no esté de acuerdo en cómo han cambiado las cosas, pero al menos puedo entenderlo. Yo sería feliz si me dijeras que tienes novia.
– Mamá…
– No la juzgaría, te lo aseguro. No tienes que preocuparte por eso.
– Mamá…
– Me gustaría tener nietos, lo admito. Ninguno de los tres parece tener ganas de casarse y formar una familia y yo creo que la culpa es de vuestro padre por educaros para que fuerais tan independientes -suspiró Georgia-. Pero eso da igual. El asunto es que yo prefiero tener nietos cuando estéis casados, que lleven el apellido familiar…
– ¡Mamá!
– Pero si no hay otra forma de conseguirlos, podéis traerlos a casa como sea. Yo no diré nada, ni una palabra.
Fox fulminó a sus hermanos con la mirada. Ellos lo habían chantajeado, le habían suplicado, habían llevado allí a Phoebe… ¿y ahora qué hacían? Comerse la lasaña de su madre como si fueran buitres, sin echar una mano.
– Mamá, no digas esas cosas. No estoy saliendo con Phoebe. No pienso salir con nadie…
Precisamente en aquel momento, sonó un golpecito en la puerta y Phoebe asomó la cabeza. Phoebe… que parecía embarazada de nueve meses.
Fox se quedó petrificado, pero unos segundos después se percató de que, por supuesto, no le había crecido el abdomen, sino que llevaba algo en el abdomen: un niño. Un niño de verdad. Colocado en una especie de hatillo.
Iba a levantarse para saludarla, pero no pudo hacerlo. Su madre vio el niño y se lanzó hacia Phoebe como un tifón.
– Bueno, evidentemente tú eres Phoebe. No me habías dicho que le gustaran los niños, Fergus. Qué bien. Pasa, querida, voy a darte un plato. Soy la señora Lockwood, pero puedes llamarme Georgia. Si no te gusta la lasaña, ¿podría convencerte para que tomaras un té? Estaba diciéndole a Fergus lo maravilloso que sería que involucraras a toda la familia en ese… programa tuyo.
Fox miró el rostro de Phoebe y se le encogió el corazón. Su sonrisa parecía forzada. Debía de haber oído lo que dijo antes: que no salía con ella ni quería salir con nadie. Incluso podría haber oído el comentario de su madre sobre las masajistas. No podía saber que él sólo quería evitar que su madre le hiciera el tercer grado… y ahora ella lo ignoraba por completo. Phoebe saludó a su madre y cruzó la habitación para besar a sus hermanos.
A sus hermanos.
A los dos.
Pero a él no. Lo ignoraba como si fuera invisible.
– Nadie me había dicho que ibas a traer un niño, querida -siguió su madre como si Phoebe fuera una pariente perdida. Y luego hablaba de las masajistas…
Aparecía un niño en la película y Georgia trataba a cualquiera como si fuera una diosa.
– En realidad, la niña no es mía. Pero trabajo con niños y tengo que cuidar de ella esta noche. Pensé que no le importaría que la trajera. Sólo necesito unos minutos para…
– Lo dirás de broma. Estamos encantados -sonrió Georgia Lockwood-. Así que trabajas con niños, ¿eh? Nadie me había dicho eso tampoco -añadió, fulminado a sus hijos con la mirada-. Bueno, siéntate.
Phoebe lo miró entonces, pero Fox no sabía qué significaba esa mirada…
De repente, sintió como si le clavaran un cuchillo en el costado. El dolor había empezado por la mañana. Otro trozo de metralla apareciendo en la superficie, esta vez sobre el riñón derecho. Podía verlo bajo la camisa. Metálico. Pequeño. En un par de días, asomaría por la epidermis y entonces podría sacarlo como si fuera una astilla. Pero en aquel momento sencillamente le dolía.
Y eso lo enfurecía.
No tenía tiempo para debilidades en aquel momento. Tenía que parecer normal. Quería parecer normal. Una cosa era que su familia lo molestase, otra muy diferente que molestasen a Phoebe.
– … se llama Christine -estaba diciendo ella en ese momento-. La llevaron al hospital hace unos días. Abandonada en algún sitio en las montañas…
– ¡No!
– Entrará en el sistema de adopciones… de hecho, hay una madre de acogida esperándola. Yo trabajo con los servicios sociales para tratar a niños como éstos.
– ¿Los cuidas tú?
– No, más bien soy una cuidadora interina hasta que tengan una situación familiar normal. Los niños abandonados o maltratados a menudo tienen problemas con los padres de acogida. Si han sufrido mucho desarrollan un miedo instintivo a que los toquen. Así que hago terapia con ellos. «Terapia de amor», lo llama la asistente social…
– Ay, me encanta ese término -la interrumpió Georgia-. ¿Y qué tienes que hacer?
– Cosas distintas con cada niño porque cada niño es diferente. Pero en el caso de Christine, lo que hacemos es una técnica de conexión. La mantengo pegada a mí durante dieciocho horas al día.
– ¿Y para qué vale eso?
– Porque así se la obliga a conectarse con otro ser humano. Una madre de acogida no puede tener a la niña dieciocho horas pegada al cuerpo, claro, pero para entonces ya han aprendido que existe un lazo con otro ser humano…
– Ah, ya veo.
– Señora Lockwood, no se moleste -dijo Phoebe, al ver que la madre de Fox se levantaba para servirle té, galletas y hasta un pedazo de lasaña.
– Estoy fascinada -dijo Georgia-. De hecho, me encantaría saber más cosas…
Fox se aclaró la garganta. Le gustaba que se llevaran bien y que su madre hubiera olvidado que Phoebe era masajista, pero parecía que iban a seguir hablando hasta el milenio siguiente.
– Te duele, ¿no? -preguntó Phoebe.
Maldita mujer. Le daba un par de besos y creía saberlo todo sobre él.
– No, pero…
– Lo sé, lo sé. He venido para hablar del programa -sonrió ella, acariciando la espalda de la niña-. La razón por la que sugerí que estuviera toda la familia es para que dieran su opinión. Tu familia sabe más sobre ti y tu salud que yo. Y tenemos que formar un equipo para encontrar una solución.
Fox arrugó el ceño. Parecía sincera, pero su tono de voz despertaba todo tipo de sospecha.