Decidido a recuperar la cordura se quitó la camiseta para mirarse el costado. Allí estaba, el fragmento de metal que llevaba horas intentando llegar a la superficie de su epidermis. Él sabía bien que había dolor y había dolor. Aquel dolor no era terrible. Era apenas mencionable comparado con lo que había sufrido. Pero era una molestia que no podía quitarse de la cabeza.
Phoebe contuvo el aliento.
– ¿Qué es eso? ¡No lo toques, Fox! ¡Es una herida abierta!
– La siento, pero… tenías razón, pelirroja. ¿Quién podría creerlo? Ya casi no me duele.
– ¿Quieres que te lo saque yo o prefieres llamar a un médico?
– Si tienes unas pinzas, puedo quitármelo yo mismo.
Phoebe tenía pinzas y tenía un botiquín de primeros auxilios. Por supuesto.
Mientras ella reunía todo lo necesario, Fox le explicó que así era como funcionaba una bomba casera, que algunos pedazos de metralla aparecían en su epidermis de vez en cuando y era desconcertante y, algunas veces, asqueroso.
– No es asqueroso, Fox. Es una herida. ¿Cómo es que nunca cuentan estas cosas en la CNN?
– Ni idea… ¡Ay! ¿Qué haces?
– Estoy intentando quitarte esta cosa. ¿Te hago daño?
Fox se olvidó de todo, excepto de la melena roja que veía delante de su cara. Y entonces, de repente, Phoebe empezó a cantar el himno nacional.
– ¡Horror! Qué mal oído tienes.
– Fox, es una herida profunda. ¿Seguro que no quieres ir al hospital?
– No. Puedo hacerlo yo solo.
– No puedes. Está muy abajo -replicó ella, que luego siguió cantando el himno.
– Si no dejas de cantar, me voy.
– ¿Prometes no moverte?
– Prometeré lo que sea. Lo juraré si no vuelves a cantar.
De repente, los dos se quedaron inmóviles. En algún sitio un grifo goteaba, las perritas estaban roncando, pero lo único que Fox veía era su cara. Estaba mirándolo con… esa expresión. De compasión, de afecto. Y algo más. Algo más personal, más íntimo. Y, por un momento, se quedó sin respiración.
– Se acabó, Fox.
– No se acabó -suspiró él-. Ocurre cada vez que estamos juntos. Cada vez que me miras. Cada vez que yo te miro…
– No, me refiero a que ya no…
– Maldita sea, Phoebe. Yo esperaba no volver a sentir nada durante el resto de mi vida. Y entonces apareciste tú.
– ¡Fox, sólo intento decir que he sacado el trozo de metralla!
Ah, el trozo de metralla.
Pero cuando volvió a mirarla a la cara, esa mirada de anhelo, de deseo seguía allí… tan real como la luz de la luna.
Tan real como el pulso que temblaba en su garganta. Tan real como sus labios entreabiertos.
Capítulo 6
Phoebe vio que iba a darle un beso y no un beso normal y corriente, no. Un beso tremendo. Pero no podía darle una bofetada. Después de haber visto esas cicatrices, todas esas heridas tan de cerca… No podía hacerle daño. Era impensable.
Pero cuando su cuerpo se inclinó hacia él, cuando sus labios se entreabrieron para él… no era exactamente porque quisiera un beso. Pero se daba cuenta de que su alma necesitaba curar mucho más que su cuerpo.
Aunque, por supuesto, sabía que ella no podía curar el alma de nadie. Pero no podía ser tan mala como para rechazar a Fox.
Ésa era su excusa para besarlo como si su vida dependiera de ello.
Ella no era una mujer lasciva, ni dejaba que sus sentidos dirigieran su vida. No era la clase de mujer que se olvida de la moral cuando un hombre le gusta. Phoebe no estaba preocupada por las insinuaciones que Alan había hecho sobre su personalidad. Una y otra vez.
– No estás para esto -dijo en voz baja.
– Te aseguro que sí -contestó él.
– No quiero hacerte daño, me da miedo tocarte…
– Phoebe, tú no podrías hacerme daño aunque quisieras -la interrumpió Fox, acariciando su pelo-. No pares. Ya pararemos más tarde. No haré nada que tú no quieras hacer, te lo aseguro. Nunca. Pero deja que te bese un poco más.
Si otro hombre hubiera dicho eso, Phoebe habría soltado una carcajada… pero Fox, maldito fuera, no era cualquier hombre.
Lo decía como si lo sintiera de verdad, como si de verdad creyera que iban a parar, que no estaba seduciéndola. Y como creía que le estaba diciendo la verdad, su corazón volvió a latir como loco.
Él había cerrado su corazón a los sentimientos durante mucho tiempo y era muy importante que se abriera para ella. Sí, era sexo, lo sabía, pero eso no significaba que no fuera importante para Fox. Aquel hombre estaba sufriendo y ella tenía que responder. Lo haría cualquiera en su situación. Su corazón no tenía nada que ver. No, nada.
No del todo.
Quizá estaba enamorándose, pensó. Quizá estaba ya tan enamorada que su corazón se iba a partir en dos, pero en aquel momento… Y aquel hombre sabía besar. Como lo había besado antes, debería haber recordado que era inflamable. Sabía lo potentes que eran esos labios. Pero aquella vez Fox tenía ideas nuevas. Metió la lengua en su boca y jugó con la suya, besándola de mil maneras diferentes.
Ella no le quitó la camiseta y, sin embargo, de alguna forma, cayó al suelo. Phoebe había jurado no volver a tocarlo, pero sus manos se deslizaban por su pecho, su espalda. Lo había tocado antes, pero como masajista.
Ahora era diferente.
Ahora lo tocaba con las manos de una mujer, respiraba su aroma de hombre. Tocaba su estómago plano, los músculos, los tendones, la columna de su cuello, no para relajarlo sino para todo lo contrario.
Su piel olía vagamente a jabón y a sudor, pero esa mezcla era como un afrodisíaco para ella. Era el olor de un hombre encendido.
Y seguía besándola. La besaba en el cuello, en la garganta. Le quitó la camiseta de un tirón y luego, poco a poco, una a una, las horquillas del pelo.
Mop de repente apareció a su lado. Duster estaba roncando, pero Mop siempre parecía pensar que su amita necesitaba ayuda…
– No pasa nada, cariño -dijo él.
Mop se alejó, como reconociendo que no pasaba nada, que no había peligro… aunque Fox era un peligro. Phoebe lo sabía. Abrió los ojos y vio que él la estaba mirando. No la tocaba, no la besaba, sólo estaba mirándola.
Lo último que recordaba era que estaban sentados, uno frente al otro. Ahora los dos estaban tumbados en la alfombra, cara a cara, los dos desnudos de cintura para arriba. Los pantalones de yoga se ataban a la cintura, pero las cintas se habían soltado y tenía la cinturilla por el ombligo… sin revelar nada más que sus caderas… pero él parecía ver la promesa de su desnudez. La miraba, la saboreaba con los ojos. La deseaba.
Y ella también. Quería ser la que curase a Fox. La que lo hiciera sentir otra vez. La que le hiciera querer sentir otra vez.
Phoebe llevó las manos de Fox a sus pechos, animándolo para que la tocara. Con la otra mano, desabrochó el botón de sus vaqueros y bajó la cremallera. La habría bajado mucho más rápido de haber sabido que el malvado no llevaba ropa interior. El «muelle» saltó como un resorte, tan rápido que estuvo a punto de engancharse en los dientes de la cremallera, pero ella lo protegió envolviéndolo en su mano. Estaba caliente y palpitaba.
– No…
– ¿Ese es un «no» de esos,que quieren decir «sí»? -sonrió Phoebe.
– No te rías de mí.
– ¿Sabes una cosa, Fox? Si algún hombre ha necesitado reírse alguna vez, ese eres tú -como para probar que tenía razón, su «Charlie» soltó una gotita-. Ah, sí, esto te gusta -murmuró Phoebe y luego, de repente, se quedó parada.
En un segundo pasó del calor tropical al frío del Polo. Lo que ocurrió fue que oyó su propia risa ronca, notó que él respondía haciéndole el mismo tipo de caricia ardiente… Ella no quería ser una seductora, no quería que la viera como una amante desinhibida.
Esa contradicción le provocó una ansiedad terrible. Lo deseaba. Totalmente. Deseaba hacer el amor con él, compartir cosas con él, ayudarlo a curarse. Pero no quería… rendirse. Podría hacerlo, pero le daba miedo sentirse avergonzada después, sentirse sucia, como Alan la había hecho sentirse.