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Y toda la euforia se desvaneció… reemplazada por una sensación de miedo.

Entonces pensó en su madre. Su madre era una hedonista, una mujer llena de sensualidad. Su padre adoraba esas cualidades y las valoraba en todos los sentidos. Por eso Phoebe creció pensando que la sensualidad era algo sano y maravilloso.

Y, según las revistas femeninas, los hombres buscaban mujeres sensuales. Mujeres ardientes, desinhibidas que expresaban libremente su sexualidad. ¿Ése era el sueño de todos los hombres?

Mentira.

Los hombres deseaban una mujer ardiente, desde luego. Pero sólo para acostarse con ella, no para mantener una relación seria. Los hombres solían desconfiar de las mujeres muy sensuales. Temían que fueran infieles. Temían no poder confiar en ellas. La mayoría de los hombres no respetaban a una mujer así.

Phoebe lo había descubierto con Alan.

Lo que más le dolió fue que la acusara de ser una hedonista, una sensualista… porque no podía defenderse de esos cargos.

Era todo eso. Pero Alan la había hecho sentirse tan sucia que ella empezó a pensar lo mismo… hasta que dejó su trabajo como fisioterapeuta y empezó a trabajar con los niños.

No había pensado en Alan en mucho tiempo… hasta que Fox entró en su vida. Sabía que eran dos hombres completamente diferentes, pero temía enamorarse de alguien que no la respetase.

Abruptamente, se levantó para dejar salir a las perritas por última vez esa noche. El frío la hizo temblar, pero la ayudó a ver la realidad.

No lamentaba haber hecho el amor con Fox. Ayudarlo era algo muy importante para ella… fuera cual fuera el precio que tuviese que pagar. Pero tenía que recordar cómo había terminado aquella noche.

Fox no había querido quedarse a dormir después de hacer el amor.

E insistía en pagarle una cantidad enorme por sus servicios.

No debía engañarse a sí misma, no debía pensar que para Fox era algo más que una persona a la que había contratado para que le quitase el dolor.

Durante unas horas había sentido una extraordinaria conexión con él… se había sentido como si unos frágiles pétalos de rosa se hubieran abierto dentro de ella, unos pétalos que llevaban mucho tiempo cerrados…

Pero ella sabía la verdad.

Para Fox era sólo una masajista. Y mientras se dijera a sí misma que no debía querer nada más no habría ningún problema.

No pensaba olvidar eso nunca.

Capítulo 7

En una semana, había llegado la primavera y las azaleas, azules y amarillas, estaban por todas partes. El sol brillaba sobre las verdes hojas de los árboles y de la tierra escapaban briznas de hierba, como si cada espora, cada raíz bajo la superficie estuviera dando vida.

Excepto a él, pensó Fox.

Que una vez hubieran hecho el amor no significaba que volvieran a hacerlo. Había muchas razones para no hacerlo, además.

Pero…

Pero quería hacer el amor con Phoebe.

Inmediatamente. Regularmente. Preferiblemente, una vez cada hora. Durante varias semanas. Sin parar.

Que estuviera bien o mal no era el asunto. Sus hormonas sólo entendían que el tema de los valores no tenía nada que ver. Después de hacer el amor con ella, quería más.

A nadie más, nada más. Sólo a Phoebe. Y sus hormonas seguían repitiendo eso una y otra vez, cada día.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Harry.

Fox levantó la mirada. Era el día de Harry, de Alce, y eso significaba, según las reglas del programa de Phoebe, que debía ir a pescar.

Para ello, su hermano lo había llevado a la frontera de Carolina del Sur. En cualquier otro momento no le habría importado. El lago Jocassee era un paraíso, con aguas transparentes recortadas contra un marco de montañas salvajes.

– ¿Cómo que qué estoy haciendo? Estoy sentado aquí contigo, pescando.

Harry suspiró mientras tomaba uno de los libros que Fox estaba leyendo.

– Las mujeres y las leyes de la propiedad en la América rural. La política del control social y sexual en el viejo Sur… ¿Tú llamas a esto lecturas relajantes?

– Pues sí, mira.

– ¿Y crees que vas a convencer a alguien de que no quieres volver a ser profesor de historia? -sonrió su hermano.

– Esto no tiene nada que ver. Me gusta leer.

– Sí, seguro. Pero lo que tienes que hacer hoy es pescar. Phoebe te dijo…

– Phoebe sólo quería que saliera de casa y estoy fuera de casa. Respirando aire fresco, como ella quería. Eso no significa que tenga que pescar.

– Es inhumano no querer pescar.

– Dame una pelota y te gano a lo que sea, fútbol, baloncesto, béisbol, lo que quieras. Pero sentarme aquí enganchando gusanos a una caña…

– Me chivaré a Phoebe si no lo intentas por lo menos.

– Ésa es una amenaza muy fea. ¿Me chivé yo cuando Ben y tú metisteis esa mofeta en la cafetería? ¿Le conté a Ben que tú tiraste a la basura su camisa favorita? Los hermanos no se chivan unos de otros.

– Esto es por tu bien. Leer libros de historia no va a relajarte.

– ¿Cómo que no?

– Phoebe quiere que te relajes de otra forma. Se supone que debes pasarlo bien.

– Leyendo lo paso bien -replicó Fox con firmeza, abriendo un libro. Aunque daba igual porque llevaba horas intentando concentrarse y no lo conseguía.

Normalmente leer lo relajaba, pero en aquel momento era imposible.

Porque sólo podía pensar en Phoebe.

Sí, sólo habían hecho el amor una vez. Habían pasado diez días, doce horas y siete minutos desde entonces, pero el encuentro seguía fresco en su memoria.

Una de las cosas que lo molestaba era que Phoebe hubiera dicho que no era una persona muy sexual. Tendría gracia si no fuera tan… raro. Como ella era, evidentemente, una mujer muy sensual, Fox no podía entender por qué decía justo lo contrario.

Por supuesto, era imposible entender a las mujeres, pero… Además, había otras cosas. Los colores de su casa, por ejemplo: amarillo, verde, azul.

Y luego estaba el asunto de las bragas.

Esa noche, Phoebe llevaba unos pantalones anchos. Era típico en ella llevar ropa cómoda, pero bajo esos pantalones había unas bragas… un tanga. De satén.

Era blanco, con un corazoncito rojo en el centro. Era tan pequeño que habría que usar una lupa para verlo, pero Fox lo había visto. Y ésa era una elección extraña para una mujer que solía llevar ropa ancha y decía no ser una persona sexual.

Igual que la casa. La había pintado de colores sensuales… pero se asustaba si alguien decía que era una persona sensual.

¿Por qué?

Allí había algo raro, pensó Fox. Muchas cosas raras. Igual de raro que él seduciendo a una mujer cuando no tenía nada que ofrecerle.

Pero además de eso… había algo raro en Phoebe. Ella era una amante de la vida, una hedonista, una mujer muy sensual, una mujer de carácter. Phoebe entendía su problema incluso mejor que él mismo.

Lo estaba ayudando tanto que le dolía que tuviera ese problema, esa cosa rara. Era como si tuviera miedo. Pero… ¿de qué?

– Y lo otro que me molestó fue que no quisiera hablar del futuro.

– ¿Eh?

– ¿Qué clase de actitud es ésa? Hay gente que no puede tener relaciones serias con nadie, pero cuando uno conoce a alguien, lo intenta y luego funciona o no, ¿verdad?

– Creo que estás deshidratado -dijo su hermano-. Toma, bebe un poco de agua.

– Lo que digo es que hay que intentarlo antes de rendirse. Uno no se mete en una relación con el deseo deliberado de hacerle daño a la otra persona -suspiró Fox-. A menos que sea un canalla.

– No sé de qué demonios estás hablando, pero cuéntame. Aunque, si vamos a hablar de mujeres, creo que deberíamos hablar de Phoebe.

Fox levantó la mirada de repente.

– ¿Qué? Yo no estoy hablando de Phoebe.

– No he dicho que lo estés haciendo -sonrió Harry. Pero enseguida se levantó porque algo se había enganchado a su caña. Y el mundo se detenía por una trucha. Aquélla era arco iris, de unos quince centímetros. La pobre luchaba como un boxeador… y ganó.