– ¿Se ha quedado dormido?
– No durará mucho. Pero sí, está durmiendo.
– ¿Crees que estará así más de cinco minutos? -preguntó Fox.
– No tengo ni idea. Cuando un niño nace con el síndrome de abstinencia, uno de sus problemas es que no puede dormir. Este pequeñajo ya ha pasado por eso… pero parece estar furioso todo el tiempo. Nadie le ha dado una razón para vivir, ya sabes.
– Sí, lo sé muy bien.
Phoebe lo miró entonces con la cabeza ladeada. Cuando abrió la boca Fox supo que iba a empezar a hacer preguntas, de modo que se dio la vuelta.
Media hora después, volvió a oír el llanto del niño, seguido de la voz paciente y tranquilizadora de Phoebe, que se acercaba por el pasillo.
– ¿Te importa si lo baño aquí, Fox?
– No, claro que no.
Entonces volvió a ver el rostro del niño de su pesadilla, el niño al que se acercó, el niño al que intentó demostrar que había gente en la que se podía confiar, que quería ayudarlo.
Toda su familia, todos sus amigos estuvieron en contra cuando se alistó como voluntario en el ejército. Decían que era una locura para un hombre que odiaba las armas, pero no lo entendían. Era cierto, él odiaba las armas. Y adoraba a los niños. Si la gente no ayudaba a los niños, si no se arriesgaban por ellos, ¿cómo iban a tener una oportunidad? ¿Cómo iban a cambiar el mundo?
Cada vez que su mente se metía por esos callejones oscuros, Fox se hundía como una piedra. Podía sentir la angustia, la oscuridad de la que intentaba salir cada día desde que volvió…
Pero allí estaba Phoebe, llenando la bañera, metiendo al niño y… metiéndose luego ella misma.
Fox la miró, boquiabierto.
No estaba desnuda. Llevaba una camiseta y una especie de calzoncillos. Pero no había esperado que se metiera en la bañera. El crío dejó de llorar inmediatamente, quizá por la sorpresa o porque le gustaba el agua calentita. A saber.
– Ah, ya veo que el agua es tu talón de Aquiles, Manuel. Y si hemos encontrado lo que te gusta, renacuajo, vamos a mojarnos mucho…
Por fin, Fox entendió lo que estaba haciendo. Manuel, tumbado sobre su barriguita sonreía, feliz, sintiendo la seguridad de las manos de Phoebe, los latidos de su corazón.
Y su pulso se aceleró de repente.
Phoebe era una mujer extraordinaria, desde luego. Su paciencia con el niño, el amor que entregaba tan generosamente… Era normal que se hubiera enamorado de ella. ¿Qué ser humano no la amaría?
Hubo un tiempo en el que también él tenía confianza y paciencia. Un tiempo en el que creía tener un don con los niños. Los niños siempre habían sido lo suyo. Lo creía de verdad.
Pero ya no era así.
– ¿Fox?
– Tengo que irme -dijo él.
– ¿Ahora mismo?
– Sé que esto ha quedado hecho un desastre, pero volveré… mañana.
– Mañana tienes que venir a una sesión.
– Lo sé.
Pero también sabía que se acercaba uno de los peores dolores de cabeza. Sabía que iba a ser terrible. Sólo quería marcharse de allí, llegar a su casa, esconderse en una habitación oscura.
Y no estaba aseguro de si debía volver.
Nunca.
Capítulo 8
Phoebe encendió la vela con olor a melón y apagó la cerilla. Luego dio un paso atrás, con las manos en la cintura, y miró su obra de arte.
Mop y Duster lanzaron un ladrido, por si acaso había olvidado que estaban allí. Ellas, desde luego, no podían olvidar el maravilloso olor que salía del horno.
Phoebe les había dado a probar un poquito de todo, pero en aquel momento lo que la preocupaba era Fergus, que estaba a punto de llegar.
El golpecito en la puerta hizo que sus perras se lanzaran a la carrera, ladrando para saludar al visitante. Cuando Phoebe abrió la puerta, se abalanzaron sobre Fergus como si fuera un amigo de toda la vida.
– Tenía que venir hoy, ¿no?
– Sí, desde luego -contestó ella.
Naturalmente, Fox estaba sorprendido al verla vestida de forma diferente. Nunca la había visto con algo que no fuera una camisa ancha, pero… el jersey negro y los pantalones del mismo color no eran precisamente un vestido de gala, pero resultaba diferente. No llevaba zapatos porque solía andar descalza por la casa, pero llevaba el pelo suelto y se había maquillado. No mucho, sólo un poco de brillo en los labios, un poco de colorete, un poco de rimel.
Pero, a juzgar por el brillo en los ojos de Fox, parecía como si se hubiera puesto las pinturas de guerra.
Phoebe lo llevó a la cocina. Había querido hacer algo especial aquella noche, algo que lo sorprendiera… porque había pensado que existía la posibilidad de que no volviera nunca.
Había pasado algo cuando se fue el miércoles. No sabía qué, pero de repente había cambiado, había vuelto a convertirse en un hombre oscuro, taciturno.
Phoebe quiso ir tras él para preguntarle qué pasaba… pero tenía que cuidar de Manuel. Además, no tenía derecho a preguntar ni a pedirle explicaciones. Fox y ella no tenían ninguna relación.
Por eso se había convencido a sí misma de que la estrategia era puramente profesional. Su recuperación era lo importante, ¿no?
Si se ponía un bonito jersey ajustado y llamaba su atención… mientras fuera por una razón profesional, estaba bien.
Él le preguntó por Manuel y charlaron durante unos minutos sobre el niño y sobre su trabajo.
– Bueno, siéntate. Hoy vamos a probar otro ejercicio.
– ;Ah, sí?
– Sí.
Fergus no parecía haber notado las velas, el mantel, el decorado. El maldito hombre no apartaba los ojos de ella.
– ¿A qué huele?
– Es la cena.
– La cena no era parte del trato.
– Hoy sí. Todo lo que pueda curarte es parte del trato, guapo.
– ¿Guapo?
Phoebe rió, mientras se ponía los guantes para sacar el pollo del horno. La mesa de la cocina estaba cubierta por un elegante mantel… una sábana, en realidad. Y había puesto una bonita vela en el centro de la mesa. Como no tenía servilleteros de verdad, había decorado las servilletas con un lacito de terciopelo azul.
El menú no era precisamente gourmet: pan casero, patatas asadas con queso y crema agria, pollo con cilantro y limón. De postre, cerezas y moras con chocolate. Todo bastante básico.
Fox, sin embargo, levantó una ceja, sorprendido.
– ¿Qué es esto?
– La cena, ya te lo he dicho.
– Esto es «la cena» como un diamante es «una piedra». ¿Crees que no sé cuándo una mujer quiere seducirme?
– ¿Qué? -exclamó Phoebe.
– Por favor… tú sabes lo que el olor a pan recién hecho le hace a las hormonas de un hombre, ¿no?
Estaba tomándole el pelo, coqueteando. Y su corazón empezó a palpitar como un loco. Unas semanas antes, aquel hombre estaba encerrado en una oscura habitación, sin querer ver a nadie, sin sonreír.
– El pan recién hecho es para abrirte el apetito.
– Eso es lo que he dicho. Que el olor a pan recién hecho despierta el apetito de un hombre. Mejor que nada en el mundo… además de ese jersey que llevas.
– ¡Sólo es un jersey, Fox!
Entonces sonó el móvil y Phoebe se quitó uno de los guantes para contestar.
Era su madre y como no solía llamar de noche, se preocupó.
– ¿Qué pasa, mamá? ¿Estás bien? ¿Está papá bien?
– Todo está bien -contestó su madre-. Sólo quería contarte una cosa, cariño. He leído en el periódico que Alan va a casarse. Sé que ya no quieres saber nada de él, pero no quería que te lo contara un extraño…
El pollo iba a quemarse si no lo sacaba del horno, de modo que Phoebe prometió llamar a su madre por la mañana y colgó a toda velocidad.
– Perdona la interrupción. Hablo con mi madre un par de veces por semana, pero es casi imposible colgar antes de una hora.
– ¿Ha pasado algo?
– No, no, nada.
– Debe de haberte dicho algo…