Phoebe no quería hablar de Alan, de modo que le habló de sus padres.
– Mi padre es anestesista. Mi madre dice que es una suerte que gane dinero porque ella es una vaga… pero es de broma. Trabaja con niños enfermos en el hospital y con adolescentes problemáticos. Además, está en la junta de dirección de una agencia de adopción… y es pintora.
– ¿De ahí los colores? -sonrió Fox, señalando las paredes.
– Sí, claro. Mi madre me enseñó a no tener miedo de los colores.
– Os lleváis bien, ¿no?
– Muy bien.
– ¿Y qué te ha dicho? Porque te has puesto nerviosa.
– Fox, no quiero hablar de eso -suspiró Phoebe-. Estamos en tu sesión y lo importante ahora eres tú. No me importa hablar de mí, pero prefiero no hacerlo cuando estoy trabajando.
– Ya -murmuró él, cabizbajo.
Ella dejó escapar un largo suspiro.
– Muy bien. Pregúntame lo que quieras. ¿Qué quieres saber? -sonrió, mientras sacaba el pollo del horno.
– Lo que te ha dicho tu madre.
– Que un hombre con el que yo solía salir va a casarse.
– Supongo que erais novios o algo así.
– Sí, estábamos prometidos. Mi madre temía que sufriera al enterarme de que iba a casarse con otra.
– ¿Y es así?
– ¿Tengo cara de sufrimiento?
– No.
– Deja de mirarme así, Fox. Venga, come.
– ¿Cuánto tiempo estuviste con él?
– Tres años, casi cuatro.
– Y él es la razón por la que te viniste a vivir a Gold River.
– Sí, chismoso. Si quieres sabe la verdad, me rompió el corazón. Tanto que no podía olvidarme de él y tuve que cambiarme de ciudad. Pero eso es agua pasada.
– ¿Y cómo te rompió el corazón ese hijo de perra?
– Normalmente, no me importaría que usaras ese lenguaje porque yo misma digo palabrotas algunas veces, pero esta noche no -lo regañó Phoebe-. El programa de esta noche es hacer que te relajes. Y eso no va a pasar si te alteras. ¿Qué tal el pollo?
– Muy rico. Y no estoy alterado. Sólo quiero saber qué te hizo ese canalla. ¿Te engañó con otra?
– No.
– ¿Te pegaba?
Phoebe levantó una ceja.
– ¿Olvidas con quién estás hablando? A mí no me pega nadie y vive para contarlo.
– Sí, es verdad. Tú sabes cuidar de ti misma, pelirroja. Entonces, ¿qué pasó?
Phoebe dejó escapar un suspiro.
– Muy bien, te lo contaré. Pero antes tú tienes que contarme qué pasó en Oriente Medio. Sé que te alcanzó la explosión de una bomba, que estuviste en un hospital y todo lo demás, pero quiero detalles.
Fox vaciló. De hecho, parecía querer evitar la respuesta, pero Phoebe se cruzó de brazos, decidida a esperar lo que hiciera falta.
– Me alisté en el ejército por los niños -dijo él por fin.
– ¿Por los niños?
– Porque los niños necesitan un modelo de comportamiento y los profesores de historia siempre están hablando de eso. Lo veía todos los días en mi clase. Yo hablaba de héroes de la historia, de lo que había que tener para ser un héroe, por qué estudiábamos la vida de ciertos hombres y mujeres, lo que era el valor y todo eso…
– Muy bien, sigue.
– Enseñar historia significa enseñar a los niños que todos ellos tienen el potencial para convertirse en héroes, pero que no tiene nada que ver con ser valiente sino con encontrar valor dentro de uno mismo. Que todo el mundo es vulnerable y tiene miedo algunas veces… pero que lo importante es encontrar valor para luchar por las personas que están sufriendo.
Phoebe tragó saliva. Se le había encogido el corazón al oírlo hablar con tanta pasión de algo en lo que creía de verdad.
– Sigue, Fox.
– Así que un día estaba hablando sobre Oriente Medio, de su historia, de lo que estaba pasando allí… El problema, en mi opinión, es que los adultos en este país no quieren saber nada de Oriente Medio. Todo el mundo está cansado de oír hablar de guerras y de muertos y ya les da igual. A sus padres les da igual y a los niños también. No entienden qué pasa allí.
– ¿Y por eso te alistaste en el ejército?
– No veía otra opción más que alistarme en el ejército porque llevaba años diciéndoles que hablando no se consigue nada, que hay que hacer algo. Que incluso los hombres débiles y cobardes, los profesorcillos como yo pueden hacer algo… pueden cambiar las cosas…
– Tú no eres débil y cobarde.
– Quizá no, pero un profesor es un peso ligero -sonrió Fox-. Y me molestaba lo que los chicos oían en casa. En cualquier caso, sólo intento explicarte que sentía que había perdido el derecho de hablarles sobre héroes y líderes si no hacía algo. Y lo intenté.
Phoebe supo entonces que iba a contarle algo terrible. Lo sabía. Y ella no era psicóloga. ¿Cómo iba a ayudarlo?
– Así que me fui allí -dijo Fox-. Y me pusieron a trabajar en el tipo de cosa en la que pondrían a alguien como yo, claro, reconstruir escuelas, intentar organizar a los profesores, pasar tiempo con la gente de allí. Llevaba una pistola, pero nunca tuve ninguna razón para apuntar a nadie. Había incidentes, muchos, pero a mí no me afectaban personalmente.
Phoebe se levantó para servir el postre.
– Espera. Creo que nos hace falta un poco de chocolate -dijo, intentando sonreír.
Pero él sujetó su mano. Luego se levantó y, sin decir nada, salieron al porche y se sentaron en los escalones.
– Los niños del pueblo hablaban conmigo -siguió Fox entonces-. Yo hablo algo de árabe y les enseñé algo de nuestro idioma también.
– ¿De qué hablabais?
– De rock and roll, de cine, de lo que ellos quisieran. Pero una mañana… hacía mucho calor, el sol era insoportable, como casi todos los días. Yo estaba en un callejón cuando un niño se acercó a mí. Un crío de grandes ojos oscuros, unos ojos preciosos. Por su aspecto, parecía haber dormido en el callejón y pensé que sería huérfano, que podría estar herido o que no encontraba a sus padres. En sus ojos había un dolor tan tremendo…
– ¿Qué pasó? -preguntó Phoebe, casi sin voz.
– Empecé a hablar con él, como siempre hacía con los niños, con el mismo tono, la misma sonrisa. Saqué una chocolatina del bolsillo, un yo-yo… mientras pensaba qué iba a hacer con él. No podía dejarlo en aquel callejón, solo, sin comida. Eso era exactamente para lo que había ido allí, para encontrar la forma de hacer que un niño herido y abandonado pudiera volver a ser feliz.
– Fox… -murmuró Phoebe. Tenía la voz ronca y el corazón pesado porque veía una enorme angustia en sus ojos.
– Llevaba una bomba adosada al cuerpo.
– Dios mío.
– No puedo contarte nada más porque no recuerdo nada. Evidentemente, fue algo trágico, horrible, pero yo no pude hacer nada. No lo vi morir, de modo que ese recuerdo no es parte de las pesadillas… Sólo recuerdo que salí lanzado contra la pared, que perdí el conocimiento, nada más. Pero cuando desperté… desperté furioso, fuera de mí. Tanto como para gritar y golpear a todo el que intentara ayudarme.
– Qué horror.
– No le he contado nada de esto a mi familia -dijo él entonces-. No sé de dónde salía esa furia, pero espero que esto sea una explicación para ti, pelirroja, porque no hay más. Eso es lo que pasó. No hay nada… ¡eh!
Quizá quería decir algo más, pero Phoebe se había lanzado sobre él. Sabía que tenía heridas, sabía que tenía moratones por todas partes. Sabía que estaban en el porche de su casa y que no quería que Fox viera su lado sensual, pero…
¿Qué iba a hacer? ¿Seguir escuchando aquel terrible relato sin hacer nada? ¿Escuchar cuánto le había dolido la muerte de aquel niño, tanto como para hacerse daño a sí mismo, sin que la afectara profundamente?
Lo besó y siguió besándolo sin parar, pensando que se merecía todo lo que pudiera darle y más. Si perdía el respeto por ella… tendría que arriesgarse. El sexo era una forma de amor. Sólo una forma, pero válida en aquel momento porque quería darle toneladas de amor.