Y aquellos chicos, los Lockwood, amenazaban también con desatarla.
Pero no por las razones que habría pensado al principio. Cuando llegaron a su furgoneta, Phoebe tenía la impresión de que estaba enamorándose de ellos. La miraban como si fuera una diosa. Eso ayudó bastante. La trataban como si fuera una heroína. Eso también ayudaba. Pero sobre todo, ella tenía un sexto sentido con los predadores y aquellos chicos no lo eran.
¿Cómo iba a resistirse?
– Ben, Harry, a ver… No sé si os han informado bien, pero yo no hago fisioterapia fuera del hospital. No tengo tiempo. Además, si vuestro hermano tiene un problema complicado, yo no estoy cualificada para ayudarlo…
– Fergus ha visto a montones de especialistas. Médicos, psiquiatras, fisioterapeutas… Incluso llamó a un cura y ni siquiera es católico -le explicó Ben-. Tenemos que intentar algo diferente. Si quisieras ir a verlo…
En los siguientes cinco minutos, Phoebe se percató de que los hermanos Lockwood se referían unos a otros con nombres de animales. Ben era el oso, Harry el alce y al hermano pequeño, Fergus, lo llamaban Fox, el zorro.
Los dos eran personas muy ocupadas y lo habían dejado todo para ir a hablar con ella, de modo que debían de querer mucho a su hermano, pensó.
– En serio, yo no puedo ayudarlo. Si pudiera, lo haría.
– Pero ven a conocerlo al menos…
– No puedo.
– Al menos, ve a verlo. Y luego, si no puedes ayudarlo, lo entenderemos. Sólo te pedimos que lo intentes.
– No puedo, de verdad.
– Sólo una vez. Te pagaremos quinientos dólares por media hora, ¿qué tal? Te juro que si decides que no puedes hacer nada, no volveremos a molestarte. Tienes nuestra palabra.
Insistieron e insistieron, intentando convencerla, chantajearla… Phoebe nunca había conocido a nadie que pudiera convencerla de nada, pero aquellos dos eran increíbles.
Si aceptaba un paciente masculino, podría volver a pasar lo que le pasó con Alan. Y no merecía la pena el riesgo.
– Lo siento, chicos, pero no -dijo con firmeza.
A las siete, Phoebe salía del garaje.
– No quiero oír ninguna queja -le dijo a sus perritas-. Una mujer tiene derecho a cambiar de opinión.
Ni Mop ni Duster discutieron. Mientras pudieran ir en la furgoneta sacando la nariz por la ventanilla, todo les daba igual.
– Vosotros quedaos a mi lado. Si algo huele mal, nos iremos corriendo. ¿De acuerdo?
De nuevo, ninguna de las dos respondió. Después de dos años, Phoebe no estaba segura de quién había rescatado a quién. Las dos cabecitas blancas rizadas aparecieron en su puerta cuando llegó a Gold River. Estaban sucias y desnutridas, abandonadas. Pero incluso entonces se portaban como si ella fuera la abandonada y ellas las que la adoptaban.
– Los hermanos Lockwood son muy simpáticos… Lo sé, lo sé, son hombres. ¿Y quién puede confiar en alguien lleno de testosterona? Pero, de verdad, la situación no es como yo creía. Parece que el otro hermano lo está pasando mal, de modo que, aunque no pueda hacer nada, me parecía horrible seguir diciendo que no.
De nuevo, las perrillas se quedaron en silencio. Las dos miraban por la ventanilla, con la lengua fuera, las orejas al viento, sin hacerle ni caso.
Antes de que se pusiera el sol, empezaron a encenderse las luces en la calle Mayor. Si no hubiera aceptado acudir a la casa, estaría comprando zapatos o pasando por casualidad por las rebajas. Bueno, no por casualidad, pero el principio seguía siendo válido.
Phoebe empezó a preocuparse. A ella le encantaba su trabajo. El banco decía que estaba muy lejos de ser solvente, pero el dinero no le importaba. Hacer algo por los demás, sí. Y había encontrado una terapia para los niños abandonados. Los niños eran lo suyo.
Los hombres no.
Le gustaban los hombres. Siempre le habían gustado, pero…
Conoció a Alan antes de hacerse masajista, cuando seguía siendo fisioterapeuta. Era un paciente recuperándose de un hueso roto. De inmediato, la había juzgado hedonista y sensual, una mujer a la que le gustaba tocar. Y él adoraba esas cualidades.
Eso decía.
También decía que era la mujer más excitante que había conocido.
Al principio.
Nerviosa, Phoebe se mordió una uña. Se había ido a Gold River para olvidar a Alan y empezar otra vez. Y lo había hecho. Tenía toda la vida por delante, pero debía andarse con cuidado.
Los hermanos Lockwood habían saboteado su tranquilidad espiritual pintando una imagen conmovedora de su hermano. Una imagen que Phoebe no podía quitarse de la cabeza.
Aparentemente, Fox se había ido voluntario a Oriente Medio y fue víctima de lo que llamaban una «bomba sucia», una bomba casera cargada de metralla. En el hospital de veteranos le habían dado el alta después de curar sus heridas, pero eso no significaba que estuviera curado. Tanto Ben como Harry admitían que su hermano parecía estar recuperándose, pero ya no era el mismo de antes.
Habían llamado a médicos y fisioterapeutas, a los mejores, pero Fox estaba encerrado en sí mismo. Nadie podía hacer nada.
Por lo visto, habían sabido de ella a través de una doctora amiga, quien les habló de su toque mágico con los niños. Eso era una exageración, por supuesto. Phoebe no tenía un toque mágico y no podía curar a nadie. Desde luego, no a un hombre adulto traumatizado por heridas de guerra.
Había bajado la guardia al ver que los hermanos Lockwood no estaban buscando un revolcón, pero ahora volvía a sentirse insegura. Seguramente, su hermano sufría un síndrome postraumático o como se llamara eso. Era muy triste, pero ella no tenía conocimientos sobre el tema.
En realidad, había aceptado ir porque… porque era tonta. Los Lockwood le parecieron tan encantadores que no pudo decir que no.
Entonces se dio cuenta de que el papel en el que llevaba la dirección ya no estaba en el asiento.
– ¡Mop, dámelo!
Mop escupió un trozo masticado de papel. Afortunadamente, la dirección seguía siendo legible. Phoebe dobló en la calle Magnolia y subió la colina. Supuestamente, sabía dónde vivían los ricos, pero nunca había tenido una excusa para pasar por allí.
Había varias mansiones sobre el río donde los antepasados de aquella gente habían hecho una fortuna con el oro. Las casas estaban escondidas tras altas cercas de piedra y puertas de hierro forjado, pero como los árboles no tenían muchas hojas en aquella época del año podía ver parte de las impresionantes mansiones. La mayoría construidas con piedra local y mármol, con enormes porches y bien cuidados jardines.
La casa de los Lockwood estaba en la esquina de una calle sin salida.
Phoebe atravesó la verja de hierro, pasó al lado de una casa de dos pisos con garaje, como le habían dicho, y se detuvo frente a una más pequeña. Los Lockwood la llamaban «la casa de soltero», un sitio en el que los hermanos solteros vivían hasta que se casaban y donde podían organizar juergas sin molestar a su madre. El concepto sonaba muy decadente, pero Fox vivía allí desde que salió del hospital.
De cerca, la casa grande no parecía tan lujosa. Más bien, agradable, acogedora, con todas las luces encendidas. Por contraste, sólo había una luz encendida en la casa de soltero, dándole un aspecto fantasmagórico.
A ella le gustaban las historias de fantasmas, se recordó a sí misma. Además, era demasiado tarde para echarse atrás.
Antes de que pudiera salir de la furgoneta se encendieron las luces del porche, de modo que los hermanos debían de estar esperándola, pensó.
Mop y Duster saltaron del asiento y galoparon entre las sombras para hacer pis antes de dirigirse corriendo hacia ellos. Phoebe las siguió, más despacio. Los mismos Lockwood que la habían convencido en el aparcamiento del hospital estaban ahora acariciando a sus perritas, pero se pusieron muy serios en cuanto ella se acercó.