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– Sí, claro. Luego me dices cuánto te han costado y te daré el dinero. Entonces el lunes estará terminada, ¿no?

– Sí. Además, me gustaría verte el lunes.

– ¿Para qué?

– Tú insistes en que salga de casa, en que tome el aire… y hay algo que me gustaría hacer contigo el lunes por la tarde. Si no tienes inconveniente.

– No. no, claro. Podemos hacer los ejercicios en cualquier sitio -contestó ella, aclarándose la garganta-. Lo que hiciste la otra noche, en casa de Harry… ¿crees que volverás a hacerlo?

Fox levantó la cabeza.

– Me parece que oigo llorar a un niño.

Ella también lo oía, pero aun así vaciló. No podía moverse. Fergus suspiró mientras se acercaba a ella, su torso y sus manos cubiertos de yeso. Se acercó mucho, pero no la tocó. Mejor, porque tenía que volver a clase con los niños.

Pero estaba tan cerca que podía ver el brillo de sus ojos. Y esos ojos la hipnotizaban. No podía apartar la mirada.

– Me hizo mucha gracia que intentaras liarme con otra mujer, pelirroja. Nadie había intentado eso antes.

Luego se acercó un poco más y, sin tocarla, se inclinó para darle un beso en los labios. No era un beso exactamente… más bien la amenaza de un beso o la promesa de un beso.

– ¿Quieres saber si la besé?

– No.

– ¿Quieres saber si…?

– No.

– Porque te lo contaré si me lo preguntas. Seré sincero contigo. Y tú serías sincera conmigo también, ¿verdad, pelirroja? Me dirías la verdad.

– Sí, claro que sí -murmuró Phoebe. Pero había algo en su voz, algo en sus ojos que la trastornaba. Estaba de los nervios, ella, que podía dar clases de parsimonia a un santo-. Tengo que volver a mi clase.

– Ya lo sé.

– Hablaremos en otro momento.

– Sí, muy bien. Sé que tienes trabajo, pero hablaremos. Desde luego que hablaremos.

Phoebe volvió a su clase pensando que Fergus Lockwood tenía un diablo dentro del cuerpo, que tenía un lado manipulador y perverso. Un lado que le gustaba mucho.

Le hablaba como si fueran amantes. Y lo eran, claro. Pero ella se había convencido a sí misma de que aquello no podía durar. Esperaba, confiaba en que las cosas fueran de otra manera, pero cuando Fox le dijo que era la mujer más sexy que había conocido… se le cayó el alma a los pies.

La deseaba, de eso no había duda. Pero ¿la respetaba, la valoraba?

No había cambiado nada, se dijo. Quería curar a Fergus y cada día, cada semana, había visto su esfuerzo recompensado. Estaba muchísimo mejor, mental y físicamente. Ella no era completamente responsable de esa curación, pero quería pensar que había tenido algo que ver.

Eso era lo que importaba. Que él se pusiera bien. No lo que ella quisiera, no lo que ella soñara.

Phoebe entró en la clase y le espetó a sus alumnas:

– Maldita sea. ¡Ahora vamos a relajarnos!

Las madres la miraron como si estuviera loca… hasta que alguien soltó una carcajada. Y entonces Phoebe intentó reír también.

Capítulo 10

Cuando llegó Fox el lunes a su casa, Phoebe tuvo que soportar los lloriqueos de Mop y Duster.

– Ya sé que es Fox, chicas, pero no podéis venir. Está lloviendo… Venga, no seáis tontas. Volveré enseguida.

Las perritas sabían eso. Y también sabían que tenían abierta la puerta que daba al jardín, que había comida y agua fresca en la cocina. Pero no querían que Phoebe las dejara solas. Además, ellas querían a Fox, qué caramba.

Y Phoebe también.

Ése era el problema. Suspirando, Phoebe se puso el impermeable sobre la cabeza y corrió hacia el coche. Eran las cuatro de la tarde, pero parecía de noche.

– Iba a buscarte…

– ¿Para qué? Entonces nos habríamos mojado los dos -suspiró ella, tirando el impermeable en el asiento de atrás-. Bueno, ¿adonde vamos?

Lo miró por primera vez y luego apartó la mirada enseguida. Ése era el truco. Si no lo miraba a los ojos podía mantener las distancias. Más o menos.

– Ya lo verás.

– ¿Por qué estás siendo tan misterioso?

– No soy misterioso. Sólo quiero enseñarte un sitio que me gusta, pero no te preocupes, no está lejos de aquí.

– La cascada está quedando muy bonita, por cierto. Gracias.

– Gracias a ti.

Phoebe tenía miedo de que Fox quisiera romper su relación con ella ahora que la cascada estaba casi terminada. Además, ya sólo les quedaba una sesión. Y él había progresado tanto… sus brazos, sus hombros, todo su cuerpo había recuperado el tono muscular. Se movía con virilidad, con fuerza, con energía.

Ya no la necesitaba.

– No has tenido un dolor de cabeza en toda la semana, ¿verdad? ¿Duermes mejor?

– ¿Qué tal si hablamos de cómo duermes tú?

– ¿Yo?

«Fatal sin él», pensó Phoebe. Pero no pensaba decírselo.

– Sí, tú.

– Bien. ¿Por qué?

– Por nada. Es que hoy no me apetece hablar de mí -suspiró Fox-. ¿Podemos dejarlo durante un par de horas?

– Sí, claro.

Unos minutos después tomaban una carretera de grava que no llevaba a ningún sitio… bueno, al campo. Pero fue allí donde Fox detuvo el coche.

– ¿Qué te parece?

A Phoebe se le ocurrió que podía ser el sitio seguro que había descrito durante el primer ejercicio de relajación, pero no entendía por qué la había llevado allí.

– Es muy bonito… este campo vacío.

– Intenta imaginarlo sin lluvia, con un sol resplandeciente -dijo Fox.

– Yo creo que es precioso bajo la lluvia y que sería aún más bonito con sol -contestó ella.

– He estado pensando en mudarme. Mi madre es estupenda, pero quiero vivir solo. Y quiero tener mi propia casa.

– ¿Te sientes con fuerzas para eso?

– Aún no puedo moverme a la velocidad de un caballo de carreras, pero sí, estoy pensando en ello.

– Ah, ya.

– Esta finca es mía y he pensado que estaría bien vivir aquí.

– Yo creo que podrías hacerte una casa preciosa.

– Pondría la cocina ahí, con puertas corredoras y un gran porche en el que tomaría el desayuno: pomelos -dijo Fox, señalando a la derecha-. Todas las paredes serían de cristal para poder ver el campo. Y con paneles solares para ahorrar energía. El dormitorio principal estaría arriba, al norte, pero con ventanas al este y al oeste para ver el amanecer y la puesta de sol.

– Suena maravilloso, Fergus.

– ¿Puedes imaginarla?

– Claro que sí.

– ¿Te imaginas a ti misma viviendo en una casa así?

Phoebe arrugó el ceño.

– Sí podría. Seguro que es una casa de ensueño, pero… no sé si deberías vivir tan lejos de la ciudad. Y solo.

– Yo no quiero vivir solo -dijo Fox, cerrando un momento los ojos.

– ¿Te duele la cabeza?

– No, no, es que… Phoebe, yo…

– No -lo interrumpió ella-. Sé que te duele. No hables. Date la vuelta, Fox. Mira por la ventanilla.

– No lo entiendes. Lo que quiero…

– Deja de hablar. Voy a darte un masaje para que se te pase el dolor.

Suspirando, Fox se dio la vuelta y ella se puso de rodillas sobre el asiento. No era una postura cómoda, pero así podía darle un masaje en el cuero cabelludo.

– Quiero que te imagines delante de un túnel inmenso con los colores del arco iris…

– Lo dirás de broma.

– Haz lo que te digo.

– Muy bien -suspiró él, con ese tono condescendiente que usaban los hombres cuando fingían paciencia. Pero a Phoebe le daba igual.

– Cierra los ojos e imagina un túnel con todos los colores del arco iris. Quiero que des un paso adelante, Fox. Quiero que veas el color rojo. Hay mucha energía en ese color. Pasión, rabia, muchas emociones… Luego vamos a pasar al naranja. Siente lo brillante que es ese color. Un color feliz, como el amarillo. ¡Y el verde! Es un color maravilloso. Casi puedes oler la hierba verde, las hojas verdes… Y ahora, por fin, hemos llegado al azul. Es un azul claro, como el cielo. Un color que da paz. No hay estrés en el azul. Ni miedos, ni preocupaciones. ¿Sientes el azul, Fox?