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– Sí, siento el rojo… digo el azul.

Phoebe sonrió.

– Eso es todo lo que tienes que hacer cuando sientas que empieza el dolor. ¿Qué tal?

Fox se volvió hacia ella. La lluvia de un momento antes se había convertido en una tormenta y el agua golpeaba el parabrisas con un sonido rítmico, repetitivo.

– ¿Que te hizo, Phoebe?

– ¿Qué?

– Ese tipo con el que estabas prometida. ¿Qué te hizo? Dijiste que serías sincera. Yo te he contado lo que me pasó a mí.

Phoebe lo miró, sintiéndose perdida.

– ¿No se te ha pasado el dolor de cabeza?

– No me dolía la cabeza.

– ¿No?

– No. Tú me has curado, Phoebe. Y lo que quiero ahora es que dejes que te ayude yo -dijo Fox, muy serio-. ¿Qué te hizo ese canalla?

Ella apartó la mirada.

– Es algo de lo que no me gusta hablar. Y menos con un hombre.

– Pues olvida que soy un hombre y piensa en mí como un amigo.

– Eres un amigo. Pero no puedo olvidar que eres un hombre. Ninguna mujer podría.

– No sé si eso es un cumplido o un insulto.

– Es sólo una afirmación.

– Bueno, pues encuentra la forma de contármelo -insistió él.

Phoebe apartó la mirada de nuevo. No sabía cómo empezar.

– En el instituto… yo salía con muchos chicos. Lo pasaba bien, pero siempre decía que no cuando querían ir demasiado lejos. Me reservaba para el hombre de mi vida… Ya sabes cómo son las chicas a esa edad, siempre soñando con el príncipe azul.

– Sí, lo sé.

– Yo quería esperar… y entonces apareció Alan. Pensé que era mi príncipe azul, así que cuando nos prometimos…

– Lo hiciste con él. ¿Te hizo daño?

– No.

– ¿Te asustó?

– No. No es eso. Fue estupendo.

– ¿Entonces?

– Ése era el problema.

– No entiendo.

– Que me gustó mucho, ése era el problema -suspiró Phoebe-. Al principio, yo no lo entendía. Estábamos prometidos, lo pasábamos bien en la cama, pero poco a poco Alan fue apartándose de mí.

– ¿Por qué?

– Porque yo le quería y no había nada que no quisiera probar con él, o hablar con él en la cama.

– ¿Y?

– Y él sentía repulsión.

– ¿Qué?

– Ya me has oído.

– No entiendo nada.

Phoebe suspiró.

– Cuanto mejor era en la cama, menos confiaba Alan en mí. Dijera lo que dijera, siempre acababa haciéndome sentir sucia, inmoral.

– Es posible que tengas que contármelo otra vez porque me parece que no entiendo nada.

– Es una doble moral y ocurre con hombres y mujeres. Algunos hombres piensan que una mujer a la que le gusta el sexo es… una persona censurable.

– Eso es ridículo.

– No lo es. Los hombres tienen miedo de que una mujer así no les sea fiel. Creen que si es una gran amante, buscará otros hombres -suspiró Phoebe-. No lo decía claramente, pero es lo que pensaba. Cuanto más nos acostábamos, más se alejaba de mí, menos confiaba en mí… y al final rompió el compromiso.

– Espera un momento…

– No quiero seguir hablando de esto -dijo ella entonces-. Sé lo que vas a decir, que Alan era un imbécil, que los hombres quieren una buena amante, que no todos son iguales.

– A lo mejor no iba a decir eso.

– Ibas a decirlo, pero no necesito que lo hagas. Yo sé que es absurdo, pero tú me has preguntado y eso es lo que pasó. Y así fue como me hizo sentir.

– Pero ya ha pasado algún tiempo y debes saber que yo no soy así -dijo Fox-. No puedo creer que me compares con ese idiota.

– No es eso. Es que… yo crecí pensando que la sensualidad era una buena cualidad y Alan… destrozó esa convicción.

– Tú dejaste que la destrozase.

– Eso no es justo -protestó Phoebe-. Si alguien te hiere cuando te sientes más vulnerable es difícil seguir… como si nada hubiera cambiado, como si no hubiera pasado nada.

– ¿Crees que yo no sé eso?

– Sí, ya… Pero yo he seguido adelante con mi vida. No rechazo el sexo, tú lo sabes.

– Sí. Y es fascinante. Te has acostado con un hombre que estaba a punto de perderse para siempre. Sin trabajo, sin futuro, compadeciéndose de sí mismo, escondiéndose entre las sombras… ¿Por qué te has acostado conmigo, Phoebe?

– No me gusta que hables así de ti mismo. Estabas enfermo, Fox. Necesitabas tiempo para curar.

– Quizá sea verdad, pero tú no lo sabías. Te arriesgaste conmigo y ahora quieres alejarte. ¿Por qué?

– No he dicho que quiera alejarme.

– Y yo no pienso desaparecer, pelirroja. A menos que tú me eches de tu vida. No pienso seguir escondiéndome entre las sombras, de eso estoy seguro. Y quiero saber lo que esperas de mí.

Phoebe se dio cuenta de que había un ultimátum en esa frase. No una amenaza, pero sí una advertencia.

– No puede ser, Fox. ¿Es que no lo entiendes?

– Claro que lo entiendo -contestó él-. Lo entiendo perfectamente.

Capítulo 11

Fox señaló la silla con el dedo.

– Siéntate. Se supone que no debes hacer nada. Siéntate, tómate una copita de vino y déjame trabajar.

– Me tratas como si fuera un perro -protestó Georgia Lockwood-. Siéntate, levántate. ¿Qué forma es ésa de hablarle a tu madre?

– Siéntate, muchacha -repitió Fox, cuando ella intentó levantarse-. Esta noche me toca cocinar. Dijiste que te encantaba este ejercicio, así que pon los pies sobre la silla y relájate.

– Últimamente me das miedo, hijo. Al menos, cuando estabas enfermo podía darte órdenes. No obedecías nunca, pero al menos no te ponías tan antipático.

Antes de que pudiera evitarlo, Georgia se levantó de la silla y miró la cazuela.

– Eso no se parece ni remotamente al buey Stroganoff.

– Porque no lo es.

– Pero si he comprado los ingredientes para tus platos favoritos: la mejor carne, pastel de arándanos, ensalada…

– Siéntate.

Murmurando maldiciones, Georgia obedeció. Pero seguía mirándolo con ojos suspicaces, ojos de madre.

– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó por fin-. Fergus Lockwood, contéstame.

– Lo que pasa es que ésta es la última vez que vas a arriesgar la vida comiendo algo que yo haya cocinado. Esta noche es la última sesión del loco programa de Phoebe -contestó Fox.

– A toda la familia le encanta el programa, hijo.

– Sí, ya lo sé. Y ha funcionado, ésa es la verdad. Estoy mejor, mucho mejor. Y por eso ha llegado el momento de dar el paso.

– ¿Qué paso?

– Irme a vivir solo.

– ¿Por qué? -exclamó su madre-. A mí me gusta tenerte cerca, hijo.

– Lo sé. Te gustaría tenernos cerca a los tres, pero necesito recuperar mi vida, mamá. ¿Te acuerdas de la finca en la colina de Spruce? Quiero hacerme una casa allí.

– Ah, eso no está muy lejos -suspiró Georgia, aliviada-. Fergus, el cuchillo se pone a la derecha del plato, no a la izquierda -lo regañó, cuando empezó a poner la mesa-. Cerca de la zona de los colegios, además.

– Pues ése es el plan. Tú eres la primera en saberlo. Voy a hacerme una casa y el año que viene volveré a dar clases.

– ¿Por qué el año que viene y no este año?

– No, este año voy a ser el entrenador del equipo de baloncesto. Lo he hablado con Morgan y está decidido.

– Fox, ¿desde cuándo te gusta esto? -preguntó su madre, señalando una bandeja-. ¿Qué está pasando aquí?

– Es pollo al cilantro. Y el postre: cerezas con chocolate.

– Es Phoebe, claro.

No era una pregunta. Su madre no tenía que preguntar.

– Sí, es Phoebe. Pero no empieces a contar con nietos porque aún no sé… creo que la he perdido.