Así que darle el masaje a Fox la había excitado. Eso no era nada nuevo. Nada interesante. Nada de lo que debiera tener miedo.
– ¿Verdad, chicas?
Las perritas levantaron la mirada, como para darle la razón. Pero Phoebe parecía tener la respiración agitada.
Fue Alan quien la hizo sentirse inmoral y barata. Como si sexualidad y sensualidad fueran debilidades del carácter que la hacían menos que decente. Ella sabía que eso era mentira. Lo sabía, pero le costaba trabajo olvidarlo.
En su cabeza y en su corazón, creía que el tacto era el sentido más poderoso. Casi todo el mundo respondía al tacto. Podían pasar hambre, no dormir, podían sufrir toda clase de privaciones, pero la gente que no tocaba a alguien durante mucho tiempo perdía parte de sí mima.
Phoebe entendía perfectamente bien que el tacto en sí mismo no podía curar nada. Pero sí podía conseguir que alguien quisiera curarse. Ayudaba a descansar, recordaba hasta a las almas perdidas que había algo al otro lado de la soledad, la maravilla de conectarse, de encontrar a alguien que te tocara el corazón.
Phoebe entró en el caminito que llevaba a su casa, pasando delante del carteclass="underline"
Phoebe Schneider, Cultura física, Fisioterapeuta Diplomada.
Terapia de masajes para niños.
El cartel era la clave, se dijo.
Tenía que dejar de pensar en Fergus Lockwood como hombre y pensar en él como si fuera un niño.
En realidad, podía ser uno de esos niños abandonados y privados del tacto de su madre. Y necesitaba de tal forma ser tocado que respondía fiera y evocativamente ante cualquier contacto.
En otras palabras, no había respondido a ella como mujer.
Phoebe salió de la furgoneta e intentó que sus perritas la dejaran entrar en casa.
– Bueno, pues eso es lo que hay, chicas. No volverá a llamar, pero en caso de que lo haga, pensaremos en él como si fuera uno de nuestros niños.
En cuanto encendió la luz del pasillo, en su mente apareció la imagen de una piel caliente, de unos fieros ojos oscuros…
Phoebe tragó saliva y pensó en niños… sí, seguro.
El domingo por la tarde, cuando estacionaba el coche en el aparcamiento de la residencia de ancianos del hospital, Phoebe se había olvidado de Fox.
Por completo.
Un fuerte viento de la montaña golpeaba el valle, enviando trocitos de nieve como confeti. Era una tarde de esas en las que una sólo quiere tumbarse en el sofá con sus perritas, un libro, una buena película y una taza de chocolate.
Se preguntó entonces, por preguntarse algo ya que se había olvidado completamente de él, si Fox se sentiría tentado por el fuego de una chimenea en una tarde fría.
El pobre tenía muchos más problemas que los dolores de cabeza, le habían dicho sus hermanos. Llevaba dos meses en Gold River y, desde entonces, permanecía encerrado en casa. No veía a nadie, no devolvía las llamadas, no hacía nada.
Phoebe no sabía que hacía antes de alistarse en el ejército, pero evidentemente estaban describiendo un problema de depresión. Quizá la depresión era resultado de su experiencia en Oriente Medio. Quizá por sus heridas, que no habían curado del todo; el dolor crónico podía destrozar hasta al más optimista. El problema era que resultaba difícil ayudar a alguien sin saber realmente lo que le pasaba.
Un terapeuta tenía que saber qué motivaba a ese individuo.
Aunque ella no estaba pensando en qué motivaba a Fox.
No estaba pensando en él en absoluto.
– ¡Phoebe!
– Hola, guapo -como siempre, los ancianos de la residencia la saludaban efusivamente nada más entrar… y a sus perritas, tan bienvenidas allí los domingos por la tarde como ella.
En principio, tenía las manos llenas con los niños, pero el director de la residencia la había acorralado para que fuera a visitar a los ancianos los domingos. Ella no había dicho que sí porque fuera tonta, pero… en fin, no supo cómo decir que no.
Barney, a quien siempre llamaba «guapo», tenía noventa y tres años y era más delgado que un palo, pero tenía una buena mata de pelo blanco. Caminaba con un bastón y las manos le temblaban, pero seguía siendo un seductor.
– Qué guapo estás hoy. Creo que deberíamos escaparnos de aquí y tener una aventura.
– Anda ya. Tú eres joven y guapa…
– ¿Y tú no? -Phoebe le dio un azote en el trasero y siguió saludando a los otros ancianos. La peor zona era el ala de enfermos terminales. Siempre empezaba por allí. Nadie parecía tocar a los enfermos terminales salvo las enfermeras. Y nadie tenía tiempo para mostrarles afecto y cariño.
Mop y Duster podían subirse a las camas, las animaban a hacerlo incluso. Incluso los del grupo de Alzheimer acariciaban a sus perritas. Ella daba masajes a los ancianos en el cuero cabelludo, en la espalda, les metía las manos o los pies en agua salada… Algunos no respondían. Pero otros sí.
Una hora después fue a la zona este, un grupo más animado. Ellos se peleaban por tener a las perritas, no dejaban de hablar y se quejaban de todo.
Phoebe no podía evitar quererlos porque la hacían sentirse necesitada.
La mayoría habían perdido a su marido o su mujer y sus parientes parecían tener miedo de sus frágiles huesos. Tenían tanto hambre de unas manos, de un beso, de abrazar a alguien.
El director de la residencia le había suplicado que trabajase para ellos regularmente. Decía que todos los ancianos se animaban con sus visitas, que para ellos marcaba una diferencia en salud y moral.
Eso era una bobada, claro. Pero durante unas horas Phoebe no paraba. Le lavó el pelo a Willa, no porque en la residencia no hubiera peluquero sino porque Willa adoraba que le diera un masaje capilar. Quién no, claro.
Y eso le recordó a Fox. Los hermanos Lockwood la habían confundido diciéndole que no había forma de llegar a él. Pero el pobre se había derretido con el masaje.
No podía dejar de pensar en ello… el pelo corto entre sus dedos, su mandíbula, su cuello… pero lo mejor había sido un momento cuando, finalmente, sintió que se dejaba ir, lentamente, cuando por fin desapareció el dolor en esos ojos oscuros.
– ¿Cómo es que aún no te ha enganchado algún hombre? -le preguntó Martha, como hacía siempre, mientras le frotaba los pies con aceite de bebé-. No lo entiendo. Eres tan guapa, con esa melena roja…
– Una vez estuve a punto de casarme -rió Phoebe-. Pero, afortunadamente, escapé de un destino peor que la muerte viniéndome a Gold River.
– Deberías haber encontrado al hombre de tu vida. No lo entiendo, los hombres deberían estar haciendo cola en tu puerta.
– No, creo que se ha corrido la voz de que soy una mandona.
Gus, que sólo le pedía una cosa cada semana: que se sentara a su lado en la sala de televisión durante diez minutos, de la mano, intervino también:
– Yo me casaría contigo, Phoebe. Puedes quedarte con todo mi dinero.
– Yo me casaría contigo por amor, cariño. No quiero tu dinero.
– Una chica tan guapa como tú debería ser más ambiciosa. Nadie puede sobrevivir sin ser un poco egoísta. Tienes que pensar en ti misma, buscar al número uno.
Era curioso, pensó, lo fácil que resultaba engañar a la gente. Ella no haría ese tipo de trabajo si no recibiera una recompensa. En realidad, era una egoísta que siempre pensaba en ella misma. Y lo demostró cuando sonó el móvil de camino a casa.
Era Harry Lockwood.
– ¿Podrías venir a darle otro masaje a Fox?
– No puedo -contestó Phoebe.
– Pero ha preguntado por ti…
Phoebe creyó eso como, a los quince años, creyó a su primer noviete cuando le juró en el cine que iba a parar.
– Mira, si Fox me llama le daré una cita. Pero es domingo por la noche. No he cenado, tengo que lavarme el pelo, colocar mi ropa para la semana, cepillar a mis perros. Los domingos por la noche son sagrados para mí, ¿sabes?