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– ¿Sólo porque tienes que lavarte el pelo?

– No, es que no creo que tu hermano haya preguntado por mí.

– Muy bien -dijo Harry antes de colgar.

El móvil volvió a sonar cuando estaba aparcando.

– ¿Phoebe? ¿Te dije la última vez que estoy locamente enamorado de ti?

Ella rió al reconocer la voz de Ben.

– Te lo juro, sois tontos. Pero la respuesta es no. No pienso ir a menos que Fox me llame personalmente.

Ben siguió hablando, como si no la hubiera oído:

– Yo nunca había querido casarme hasta que te conocí. Siempre me han gustado los traseros y el tuyo es el mejor que he visto…

– ¡Oye! Eso es jugar sucio.

– Tenemos que jugar sucio, Phoebe. Fox tiene problemas. Estaba bien unos días después de que pasaras por aquí, pero creo que no ha dormido nada en cuarenta y ocho horas. Si lo hubieras conocido antes de que pasara esto… Fox no paraba ni un momento. Estaba interesado en todo, en deportes, en la comunidad, en los niños. Le encantaban los niños. No te puedes imaginar lo bueno que era con ellos. Así que verlo aquí, en la oscuridad, sin hacer nada…

– Venga, Ben. Si a vosotros no os hace ni caso, ¿por qué demonios crees que yo puedo hacer algo? No puedo ir allí y obligarlo…

– Lo hiciste una vez.

– Tenía tal dolor de cabeza que habría dejado entrar al demonio si hubiera podido hacer algo.

– Hemos intentado que viniera el demonio. Lo hemos intentado todo. Pero tú eres la única que ha podido hacer algo por él -insistió Ben, aclarándose la garganta-. Harry me ha dicho que tenías que lavarte el pelo. Y también ha mencionado la posibilidad de un año de cenas gratis en su restaurante. Y yo estaba pensando, no sé dónde vives, pero soy el constructor del clan y nunca he conocido a una mujer que no quisiera reformar su cocina…

– Por Dios bendito. Esto es ridículo.

– Y mientras te reformo la cocina, tú podrías comer en el restaurante de Harry…

– ¡Se acabó! ¡No quiero oír una palabra más!

– ¿Eso significa que aceptas?

Capítulo 3

Fox cerró los ojos y se quedó completamente quieto bajo la ducha.

Había dejado de dormir e incluso de comer y no podía recuperar su vida, pero nada podría evitar que se duchase al menos una vez al día.

Incluso después de dos meses, aún aparecían trozos de metal en su cuerpo. Los médicos decían que las bombas de metralla eran así. Algo nuevo aparecía en la superficie de su piel de vez en cuando. Al principio lo horrorizaba, pero ahora encontraba asombroso, incluso hilarante, lo que los terroristas ponían en esas bombas: trozos de plástico, horquillas, clips, de todo.

Algunas cosas dolían. Otras no. Algunas dejaban cicatrices, otras no. Afortunadamente, nada lo había golpeado en los ojos o la cara… ni por debajo del cinturón, aunque no creía que fuera a mantener relaciones sexuales en el próximo siglo. Tenía que importarte alguien para que se le levantara y a él no le importaba nadie. Aun así, le importaba mucho que su equipo funcionara perfectamente.

Había desarrollado una obsesión con las duchas por miedo a una infección. No le daba miedo morir, pero no quería ni pensar en volver al hospital ni volver a tener heridas infectadas.

Cuando se quedó sin agua caliente, apagó el grifo y alargó la mano para buscar la toalla. Lo hacía todo con cuidado porque a veces la pierna izquierda le fallaba. Técnicamente, el hueso de la pierna había curado, pero había algo dentro que no estaba del todo bien porque podía estar parado y, de repente, le fallaba.

Aquella noche no tenía ese problema, pero en cuanto salió de la ducha se encontró como un anciano, temblando y desorientado. La cara del niño volvió a aparecer en su mente… a veces el niño se convertía en uno de sus antiguos alumnos, a veces era el niño del polvoriento callejón al otro lado del mundo. Fox se apoyó en la pared e intentó respirar con tranquilidad.

Se acercaba un dolor de cabeza. El dolor de cabeza siempre aparecía después de ver al niño. Si algún día recuperaba el sentido del humor, le parecería gracioso que un hombre que no tenía miedo de nada tuviera tanto miedo de un dolor de cabeza. Por supuesto, antes de que llegara el dolor tenía que salir del baño.

Entonces oyó algo… el ruido de una puerta. O lo había imaginado o era Harry, para llenar la nevera con otro montón de fiambreras cuyo contenido no pensaba comer. Fox intentó agarrarse al lavabo… La toalla se le había caído al suelo. Tenía que recuperarla.

– ¿Fox?

Era la voz de Ben, no de Harry.

– Estoy aquí.

Esperaba que su hermano mayor no se quedara mucho tiempo. Ben era demasiado protector y se enfadaba por cualquier cosa o con cualquiera que le hiciera daño a sus hermanos.

Fox les había dicho mil veces que no iba a recuperarse. Las heridas curarían, ya casi estaban curadas, pero por dentro estaba hecho trizas. Y no había forma de curar eso.

– ¿Fox?

– ¡Estoy aquí!

Se obligó a sí mismo a tomar la toalla del suelo para que Ben no pensara que era un inútil.

– Oye, Fox, he traído…

Oh, no. Había pensado que era su hermano, pero su hermano medía un metro noventa y pesaba cien kilos. La intrusa era bajita, con el pelo largo color canela, casi hasta la cintura. Pequeña, de facciones clásicas. Ojos azules, un par de pecas en la nariz y un par de pálidas cejas arqueadas en aquel momento. Y una boca suave, de labios generosos.

Recordaba esa boca. En realidad, recordaba cada detalle de su cara. No quería recordarla, pero era una de esas mujeres que un hombre no podía olvidar.

A saber por qué. No era ningún ángel. Eso seguro.

De nuevo, llevaba un top rojo, casi tan rojo como su pelo. Pero debía de haber comprado los vaqueros en la sección de niños porque le quedaban anchos en las rodillas y en el trasero. Luego estaban las botas, de tacón alto. Se mataría si caminaba mucho rato con ellas.

Evidentemente, encontrarlo en el baño la había parado en seco. Y seguramente no esperaba encontrárselo completamente desnudo.

Ella lo miró a los ojos, luego miró hacia abajo y luego volvió a mirarlo a los ojos a la velocidad del rayo.

– Ay, vaya, lo siento, yo, bueno… -empezó a decir su hermano-. Phoebe, Fox, lo siento. Fox, debería haberte dicho que venía con Phoebe… no había oído el ruido de la ducha, pensé que estabas en el salón…

Fox se tomo su tiempo para cubrirse con la toalla. En fin, ella ya había visto todo lo que tenía que ver y no había forma de esconder todas las cicatrices con una toallita. Además, si hacía movimientos rápidos podría acabar de narices en el suelo.

– ¿He llamado yo a una fisioterapeuta?

– Fox, tú sabes que la hemos llamado nosotros. Y ya te he dicho que no es como los otros fisioterapeutas. Es más bien una masajista.

– Ah, claro, una masajista -dijo Fox, mirándola a los ojos-. Estupendo, ya puedes irte a casa. Ésa es la única parte de mi cuerpo que sigue funcionando bien.

La chica suspiró, pero en lugar de ofenderse, como él había esperado, pareció más bien divertida.

– El sexo te iría muy bien, pero no has tenido suerte. No tengo entrenamiento para eso. Tengo un título de fisioterapeuta y gimnasia sanitaria, reflexología, gimnasia sueca, shiatsu, PNF…

– ¿PNF?

– Facilitación neuromuscular…

– Déjalo. Hablemos de tu falta de entrenamiento en cuanto al sexo.

– Parece que hoy estás un poquito más animado -dijo ella. Y eso animó su espíritu como nada.

La cosa era que si podía engañarla a ella, podía engañar a sus hermanos. Incluso podría engañarse a sí mismo.

– ¿Necesitas un título en terapia física para dar masajes?

– Lo necesito para poner mis manos sobre hombres desnudos. ¿Para qué si no?

Fox vio a su hermano haciéndole señas frenéticamente, pero no le hizo caso. Estaba pendiente de ella.

No le gustaba exactamente. No podía gustarle porque ninguna mujer lo atraía últimamente. Además, las mujeres que le gustaban tenían pecho y trasero. Ella no tenía nada de eso, pero… maldición.