¿Quién iba a pensar que sonreiría cuando él había querido insultarla?
– Creo que podrías poner tus manos sobre muchos hombres desnudos sin tener que molestar a uno que no está interesado.
– Qué razón tienes. Hacer que los hombres se desnuden es increíblemente fácil. Por otro lado, los hombres fáciles no me han gustado nunca. No son un reto.
– ¿Un reto para ti es entrar en casa de un hombre que no te ha invitado?
Phoebe debería haberse defendido. Pero sólo dijo:
– Normalmente, no. Pero estoy haciendo una excepción porque tú eres tan adorable… seguramente me saltaría las reglas con tal de meterte mano. ¿Qué puedo decir? Me pones, guapito.
Fox se quedó sin habla. Y a él nadie, pero nadie, lo dejaba sin habla.
– No te creo.
– ¿Por qué?
– Porque tú no eres promiscua.
Ni idea de por qué se le había escapado un comentario tan personal. Además, no la conocía de nada. A pesar de esa boca lujuriosa y esas botas de tacón, no le parecía una chica fácil. Bajo aquella apariencia de seguridad, había algo muy vulnerable en ella.
Una vez dicho, sin embargo, no podía retirarlo.
– ¿Y como sabes que no soy promiscua?
– Muy bien, muy bien, no lo sé. No te conozco de nada. Pero me apuesto veinte dólares a que llevas un año sin acostarte con un hombre.
Entonces vio un brillo de sorpresa en sus ojos. No se había equivocado.
– No me conoces, es verdad. Podría estar casada y tener relaciones cuatro veces al día con mi marido.
– ¿Estás casada?
Ella levantó los ojos al cielo.
– No, no estoy casada y… ¿cómo demonios hemos acabado hablando de esto? Estábamos hablando de si quieres otro masaje o no. Está a punto de aparecer el dolor de cabeza, ¿verdad?
No sólo estaba a punto de aparecer. El principio era como un terremoto calentando su cráneo. Pero, por un momento, casi lo había olvidado. Había olvidado su cabeza, sus heridas, su depresión, que estaba delante de aquella chica casi desnudo, que su hermano estaba detrás de ella. Que la vida que él conocía parecía haberse esfumado porque ya no la reconocía.
Ella lo distraía. Había algo en ella que lo tocaba, que lo ponía nervioso, que lo afectaba sobremanera.
– Sí, tienes razón, el dolor está a punto de llegar y no necesito ayuda de nadie -le dijo, antes de volverse hacia su hermano-. Ben, déjala en paz.
No sabía por qué había dicho eso, pero tenía la impresión de que sus hermanos estaban presionándola.
Creía recordar que, la primera noche, ella le había dicho «no tienes que preocuparte por mí, no voy a molestarte» o algo parecido. Como si no se diera importancia, como si no estuviera haciendo algo que no había conseguido hacer nadie más que ella. Y eso lo había molestado. Ridículo, por supuesto.
Tenía la absurda impresión de que necesitaba que alguien la protegiera, que incluso podría considerarlo a él un protector. Eso sí que era completamente ridículo.
Sin decir una palabra más, Fox entró en su dormitorio y cerró la puerta. No había cerradura, pero no hacía falta.
Nadie llamó a la puerta, nadie intentó entrar sin su permiso. Su grosería había dado resultado. Fox sabía que sus hermanos lo hacían con buena intención, que intentaban ayudarlo. Y él no quería pagar su enfado con ella, pero había algo en Phoebe que lo turbaba. Era algo raro, incómodo…
Pero sólo tenía que alejarse de ella. Era pan comido.
Phoebe apenas levantó la mirada cuando oyó un golpecito en la puerta. El sábado por la mañana la mitad del vecindario iba a su casa… una tradición que había empezado gracias a un truco que le había enseñado su madre: dejar en el porche un pastel de café con canela para que se enfriara.
Eso era todo. Ni el vecino más antipático era capaz de resistir el aroma. Pero, normalmente, los vecinos esperaban hasta las ocho de la mañana para llamar a la puerta.
Phoebe estaba con la cara lavada, descalza, los pantalones cortos y la camiseta arrugados cuando Gary asomó la cabeza.
– Hola, Phoebe.
– Hola. ¿Mary sigue durmiendo?
– Sí. Cuando está embarazada duerme mucho -contestó él, tomando un trozo de pastel. Su otro vecino, Fred, ya estaba sentado a la mesa. Tradicionalmente, aparecía apoyado en su muleta en cuanto ella encendía el horno.
– Te vas a quemar los dedos -le advirtió Phoebe.
– Como siempre.
Después de servirles un café volvió a la cocina para cortar un pomelo. Su especialidad era el pastel de café con canela y no quería presumir, pero era mejor que el de su madre. Y el de su madre era el mejor del mundo. Desgraciada e irónicamente, ella era una adicta al pomelo, algo por lo que los vecinos solían tomarle el pelo.
– Hola, guapa -la saludó Barb, otra vecina, mientras se peleaba con Gary por la espátula para cortar el pastel-. Dámela. ¡Pero si casi os lo habéis comido todo!
Phoebe se concentró en su pomelo. Los vecinos, gracias Dios, podían hacer que se olvidara de todo. Era la primera vez en varios días que no pensaba en Fox.
Barb, como siempre, llevaba un top escotado, unos pantalones bien ajustados y un arsenal de maquillaje. Había estado casada con un cirujano plástico. Y se notaba.
– Bueno, ¿qué hay de nuevo por aquí? -preguntó.
– Nada -contestó Phoebe.
– Seguro que sí. Siempre estás haciendo algo nuevo… ¡Has limpiado!
– De eso nada -contestó ella, ofendida.
– Has limpiado. No hay polvo.
Sólo había limpiado porque estaba preocupada por ese maldito hombre. Eso no era limpiar compulsivamente, ¿no? Compulsivo era pasear arriba y abajo a las dos de la mañana, preguntándose si aquel idiota estaría solo y muerto de dolor. Pero antes de que pudiera inventar una razón para la falta de respetable polvo, Barb lanzó un grito:
– ¿Qué es esto? ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿Qué? -exclamaron Fred y Gary a la vez, levantándose.
Phoebe suspiró mientras los seguía por el pasillo. La confundía que una persona tan introvertida como ella pudiera pasarlo bien con unos vecinos tan ruidosos. Parecían fascinados por todo lo que hacía en su casa, en parte porque pensaban que era una persona artística y poco convencional.
Mentira. La verdad era que había comprado la casa porque no había encontrado una de alquiler que le gustase o que no necesitara reformas. Aquélla estaba en un sitio estupendo, a tres manzanas de la calle Mayor. Tenía dos pisos, con balcones y sin termitas. Esa era la parte positiva.
Luego estaba lo malo: el camino que llevaba a la casa parecía una jungla, había tenido que poner cristales nuevos en el piso de arriba y el jardín podría ser un santuario de vida salvaje.
Cuando le contó a sus vecinos la idea del santuario, enseguida le prestaron un cortacésped. Claramente, no les gustaban las malas hierbas.
Desde el principio se dio cuenta de que tendría que invertir mucho dinero para hacer la casa habitable, pero ella no tenía mucho dinero. Ni siquiera tenía muebles. De modo que compró pintura. Kilos de pintura.
Los armarios de la cocina eran de color verde menta, la pared azul. El comedor, que ella había convertido en oficina, era de color malva y el pasillo daba a un salón pintado de amarillo. En total, el piso de abajo tenía prácticamente todos los colores del arco iris.
Y en algunas habitaciones hasta tenía muebles.
En la parte de atrás de la casa estaba la sala de masajes, con un vestidor y un cuarto de baño. La camilla de masaje era blanca, de vinilo.
Todo estaba muy ordenado, excepto una de las esquinas, en la que había sacos de cemento, ladrillos… y una apisonadora más grande que ella.
– ¿Se puede saber qué estás haciendo, chica? -preguntó Gary.
Phoebe tenía en la mano el plato de pomelo.