Daba miedo pensar que estaba perdiendo la cabeza tan joven.
Y más miedo darse cuenta de que aquel sentimiento que experimentaba por Fox era un error.
Fox Lockwood era un hombre con mucho dinero y eso haría que mirase su profesión y a ella por encima del hombro; un hombre que no había mostrado interés en ella. Un hombre tan inapropiado como Alan.
Un hombre que podría hacerle daño, temió, incluso más daño que Alan.
Capítulo 4
Fox despertó, sobresaltado. Como siempre, estaba soñando.
En el sueño, un sol abrasador le quemaba la espalda. Durante meses se preguntó si ese sol habría vuelto loco a alguien. Pero él quería estar allí. Quería hacer aquello.
Los últimos días había estado apartando escombros, intentando reconstruir una escuela. Ésa fue la razón para que alistarse en el ejército. En casa, no podía enseñarle historia a los niños todos los días y hablar de lo que significaba ser un héroe sin pensar que ya era hora de que él hiciera algo.
La otra razón eran los niños. Tener la oportunidad de reconstruir hospitales y colegios le hacía pensar que esos niños tendrían la oportunidad de vivir en un mundo mejor.
Y por eso precisamente no dudó en inclinarse cuando aquel niño se acercó. Fox le ofreció una chocolatina, un yo-yo. Conocía el idioma, y por eso había terminado allí. Y el niño de los grandes ojos castaños parecía hambriento y desesperado.
Que el niño llevara una bomba adosada al cuerpo no se le pasó por la cabeza. Nunca. Ni por un segundo. Ni siquiera cuando estalló… y él salió volando, tijeras y trozos de metal clavados por todo su cuerpo. Y el niño, ese niño…
Y fue entonces cuando Fox despertó. Cuando siempre despertaba. Para entonces, estaba tan desorientado como un cura en un burdel.
Pero allí había algo raro.
No estaba en el sofá de piel donde dormía siempre. Parecía estar sobre algo mullido, envuelto en una sabana. Todo era blanco a su alrededor, excepto una planta que había en la ventana. También había una bañera en medio de la habitación y, en una esquina, bolsas de cemento y ladrillos. Además, olía a limón, a hierbas y a otro olor, algo que no podía identificar del todo, algo vago y fresco, floral…
Ella.
En cuanto volvió la cabeza vio a Phoebe. Como siempre, cada vez que despertaba de aquel sueño, el dolor de cabeza había desaparecido por completo y sus sentidos estaban muy despiertos.
También se dio cuenta entonces de que estaba desnudo bajo la sábana… y duro como una piedra. Sólo con mirarla le pasaba eso.
Ella estaba sentada en una mecedora blanca. Todas las persianas de la habitación estaban bajadas, pero entraba el sol por una rendija, sólo para iluminarla, sólo a ella. Sus piernas desnudas estaban sobre el brazo de la mecedora y eso fue suficiente para inspirar otro golpe de testosterona. Tenía los pies sucios y llevaba un pantalón corto.
En una mano tenía una taza, un libro en la otra. Vagamente recordaba que cuando llegó llevaba una coleta, pero se había soltado el pelo.
Nunca había conocido a una mujer más sensual. Su aspecto, su tacto, todo. Se sentía a la vez a la defensiva y suspicaz sobre ese toque mágico suyo. No lo entendía… cómo podía hacer sentir tanto a un hombre que ya no sentía.
Pero nada de eso podía empequeñecer su fascinación por ella.
Fox aceptó que la cosa podría ser más sencilla. Probablemente, cualquier hombre vivo respondería a sus masajes.
Ella se sobresaltó de repente y, cuando vio que estaba despierto, dejó la taza sobre la mesa.
– ¿Qué hora es? -preguntó Fox.
– Casi las tres. No podía ser.
– ¿Estás diciendo que llevo aquí todo el día?
– Dormías tan profundamente que no he querido despertarte. Y no hacía falta, además. Hoy es sábado y no tengo pacientes.
– Te pagaré por el tiempo que he estado aquí.
– Sí, desde luego -asintió ella-. Pero si no te importa, me gustaría hacerte un par de preguntas.
– ¿Qué preguntas?
– Un masaje no debería evitar los dolores de cabeza que tú tienes. Migrañas como ésas… es para los médicos. Es algo psicológico.
– Sí, eso me han dicho.
– No tiene sentido. Que yo pueda ayudarte con los masajes… ¿tienes idea de por qué tienes esos dolores de cabeza?
Fox cerró los ojos un momento y volvió a abrirlos.
– Los médicos dijeron, después de descartar un montón de razones patológicas, que los dolores de cabeza tenían que ser debidos al estrés.
– El estrés es lo mío.
– Por eso estoy aquí.
– Y te dije antes que tendríamos que organizar un programa. Lo redactaré y te lo enviaré a casa para que lo estudies con tu familia. Lo que estamos haciendo ahora es cerrar la puerta del establo cuando el caballo ya se ha escapado. Intentar controlar el dolor cuando ya te tiene prisionero es como intentar razonar con el enemigo cuando ya ha ganado la batalla. Lo que necesitas es controlar el dolor antes de que aparezca.
– Muy bien, de acuerdo.
– Eso es todo lo que yo puedo hacer, Fox. Enseñarte unas técnicas para que controles el dolor antes de que aparezca. También puedo enseñarte unos ejercicios para tener munición contra el dolor y para ayudarte a dormir mejor.
– Eso es una broma. Yo no duermo -suspiró él.
Y tampoco solía hablar tanto. Pero cuanto más lo miraba ella con esos ojos azules, más excitado se ponía. Y más tonto.
Para volver a la realidad, intentó incorporarse, pero Phoebe no se movió para ayudarlo. Tardó un siglo y eso lo enojó. Estaba harto de masajes y de todo.
– Fox, ¿podrías contarme algo más? Tu vida es asunto tuyo, lo sé, pero me ayudaría saber qué haces normalmente, qué quieres hacer. Tus hermanos me han contado algo de tu vida, pero poco.
– ¿Que te han contado?
– Que estuviste en el ejército, que sufriste un accidente y te dieron la baja. Que sólo vives en la casa de soltero temporalmente, hasta que estés recuperado.
– Por el momento, así es.
– Muy bien, ¿y el resto de la historia? ¿Piensas seguir viviendo en Gold River? ¿Piensas volver a trabajar y si es así, qué clase de trabajo? ¿Qué actividades físicas sueles hacer a diario?
Él se pasó una mano por el pelo. Había un olor raro en su pelo, en su cara, por todas partes. Ese olor a limón. No era exactamente femenino, pero no pegaba nada con unas piernas peludas y un torso lleno de cicatrices.
– Antes de alistarme en el ejército era profesor de historia -suspiró-. Sí, todo el mundo se sorprende. Mis hermanos eligieron dedicarse a los negocios, pero yo elegí otra cosa. El caso es que daba clases en un instituto, con chicos en plena pubertad, a cual más bocazas, más peleón. Dar clases era como jugar con dinamita. Probablemente, por eso me gustaba…
– ¿Y piensas volver a dar clases?
– No -contestó él-. ¿Tú también respondes preguntas o sólo las haces?
Phoebe parpadeó.
– ¿Qué quieres saber?
– ¿Por qué vives en Gold River?
– Trabajo en el hospital. Me encantaba mi trabajo de fisioterapeuta, pero quería concentrarme en los niños. Y quería ser independiente, tener mi propio negocio. Así que empecé a dar masajes infantiles. Y me gusta vivir aquí. Me gusta la gente, la ciudad, todo.
– ¿Y eres de…?
– Asheville.
– ¿Y el hombre?
– ¿Qué hombre?
– Te fuiste de Asheville por un hombre -dijo él entonces. Era una afirmación, no una pregunta.
– Muy bien -sonrió Phoebe-. Veo que te encuentras mejor. Por yo tengo que ir a la compra, sacar a pasear a mis perros… y luego ir al cine, con mis amigas. Así que te dejo solo para que te vistas. Enviaré el programa de trabajo a tu casa. Estúdialo y luego llámame cuando decidas si te apetece hacerlo…