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Juan Madrid

Un trabajo fácil

© Juan Madrid, 1988

NO SOY SÁNCHEZ

Las luces de la planta baja tintinearon y el suave viento del comienzo de la noche agitó blandamente las copas de los árboles que asomaban por la tapia blanca que rodeaba al chalet. El aire traía retazos de música y los vagos e inconcretos ruidos de una fiesta. Caminé hasta los coches aparcados en la puerta principal y di la vuelta. A juzgar por sus tamaños y marcas, ninguno de sus dueños perdería el sueño por la subida de la gasolina.

Un jardinero vestido con un mono enrollaba una manga de riego más allá del portón enrejado de la parte de atrás. Pude ver a los servidores trajinando en la cocina. Una larga carcajada de mujer se escapó de la casa y llegó hasta mí. El traje que llevaba puesto no era de los peores que había vestido, de modo que me atusé la chaqueta, afirmé la pistolita en el cinturón del pantalón y regresé de nuevo a la puerta principal.

Un sendero de grava conducía hasta la entrada. El jardín estaba muy cuidado, había macizos de flores, césped y debajo de la fila de árboles, mesas y sillas. Entré en la casa.

Alrededor del salón habían colocado una larga mesa surtida de botellas y bandejas con comida de todas formas y colores. Un grupo de camareros uniformados atendía con la delicadeza de mariposas. Me mezclé entre la gente y alguien me puso una copa entre las manos y bebí un trago. Aún no se había bebido lo suficiente, por lo que todo el mundo respiraba cortesía y buenos modales. Una mujer que quería aparentar que no había hecho los cuarenta, me miró. Llevaba el pelo como el de un muchacho, con flequillo hasta los ojos, y un escote que un suspiro de más podía mandar al carajo.

– ¿Usted no es Sánchez? -me preguntó.

– No -le respondí-. ¿Y usted?

– ¡Qué gracioso! Es usted clavado, pero ahora que me fijo, quizá Sánchez tenga menos pelo. ¿En serio no es usted Sánchez?

Sonreí.

– ¿Qué pasa, le debe dinero?

– ¡Ah, qué gracioso es usted!

– ¿Sabe el del loro?

– ¡El del loro! ¡Pero qué gracia! ¿Qué bebe?

– Esto -le enseñé la copa.

– ¿Qué es?

– No tengo la menor idea. Sabe dulce.

– ¡Ah, debe ser mosto! Como Felipe no bebe… le traeré algo alcohólico. ¿Whisky o ginebra? ¿Quiere un gintonic?

Antes que dijera nada, llamó a un camarero y le quitó la copa de la bandeja. Cambié el brebaje dulzón por un gintonic.

– ¿Ahora está mejor, verdad? Bueno -dijo-. ¿Quién es usted?

– Amigo de Iriarte.

– ¿De mi marido? Felipe no me presenta a nadie. Tendré que regañarle. ¿A qué se dedica, señor…?

– Vicente, Vicente Romero.

– Encantada señor Romero. Me llamo Teresa, puede llamarme Tere. ¿Le puedo llamar Vicen?

– Hágalo.

– Estupendo. Detesto los convencionalismos. ¿No le parece?

– Pienso lo mismo. Me gustaría hablar con su marido, esto… Tere.

– ¡No! ¿Va a empezar a hablar de negocios? Entonces no le diré dónde está.

– Sólo unas palabritas.

– Venga, le enseñaré dónde se esconde Felipe. A él no le gustan las fiestas. ¡Como no bebe!

Me cogió de la mano y me condujo entre la gente.

Fue saludando a todo el mundo. Me sentí como un conejo apresado por una raposa.

Iriarte,estaba sentado en un sofá de lana blanco. Su traje negro a rayas destacaba como una cucaracha en el ojo de un obispo. Hablaba con gestos ampulosos a un tiempo de pelo rubio, y sentadas a su lado dos mujeres asentían en silencio.

– Felipe te prohíbo que no presentes a tus amigos -dijo la llamada Tere.

Me mostró con un gesto de la mano. Yo seguí sonriendo como si nada.

– Hola, Iriarte -dije sin quitarle la vista de encima.

Palideció. Después se puso púrpura. Abrió los ojos, su cara colgona se agitó.

– ¡Eh!, pero…

– ¡Te lo dejo cinco minutos! Me has oído, ¡cinco minutos! -se volvió a mí-. Le concedo cinco minutos de charla con mi marido, Vicente. Vendré a buscarle.

– ¿Quieres que hable aquí o nos vamos a un lugar más apartado? -le dije a Iriarte.

Se levantó con dificultad. Yo le cogí del codo.

– ¡Cómo te has atrevido! -barbotó.

– Tranquilo o monto un escándalo.

– ¿Qué quieres? -dijo con voz ronca.

Caminamos al fondo del salón. Abrió una puerta y pasamos a una biblioteca, con las paredes repletas de estanterías. Cuando abrió otra puerta y entramos a un despacho, estaba visiblemente más tranquilo. Se apoyó en una enorme mesa de caoba, abrió una cigarrera y mordió un puro. Me di cuenta que llevaba el vaso aún en la mano y lo dejé en un estante.

– Ya he pagado por las fotografías -expulsó el humo-. Por las fotografías y los negativos. ¿Qué quieres ahora, Sánchez?

Me acerqué. El retrocedió. Había asombro en su cara gordezuela. Le agarré la corbata y apreté.

– Ponte a hablar ahora mismo o te estrangulo.

– ¡No sé de lo que me hablas! -chilló-. ¡Te lo juro!

– ¿Has ido a la calle de la Cruz, a la casa del portero de tu antro? ¡Responde!

– ¡Sí, sí! ¡Fui y entregué el dinero! ¡Te lo juro, llevé todo el dinero!

– ¡Qué estás diciendo, maldito cerdo!

– No sé quién lo cogió -barboteó. Le solté. Se masajeó el cuello-. Ya he pagado, no tienes derecho, Sánchez.

– No me llamo Sánchez, me llamo Romero, Vicente Romero.

– ¿Pero… pero, entonces…?

– ¿Qué fuiste a hacer en la casa, Iriarte? Yo no he recibido el dinero.

– Entregar el dinero, ya te lo he dicho, Sánchez. Cumplí con mi palabra. Allí no había nadie, recogí… recogí el sobre con las fotografías y dejé el dinero. ¡Yo cumplí! ¡Te lo juro, dejé el dinero!

– ¡No te quedes conmigo, yo no he visto ese dinero! -aullé-. ¡Y no me llames Sánchez!

Me miró asombrado.

– ¿Qué dices?

– Que no me llamo Sánchez. Y quiero mi dinero.

La risa fue de hiena. Se echó hacia atrás y movió su barriga. Me dieron ganas de aplastarlo.

– ¡Te han tomado el pelo, eres un estúpido!

Volvió a carcajearse. Le coloqué el puño a la altura de la nariz. Se calló como por ensalmo.

Fui a decir algo cuando la puerta del despacho se abrió y entró la del flequillo. Detrás se asomaron otras dos caras sonrientes.

– ¡No está bien que monopolices a Felipe, Vicen! -se dirigió al marido-. ¿A qué no sabes quién ha llegado?

Los de la puerta agitaron las manos.

– ¡Ujuuu? -exclamaron.

– Le dije cinco minutos -me regañó.

– Charlando se pasa el tiempo sin sentir.

El gordo sonrió. Parecía un niño gordo.

– ¡Vamos a la fiesta! -empujé a su mujer y avanzamos hasta la puerta. Me volví. Hablé tranquilo, dije: -¿Cómo se llama, el que lleva el negocio de las fotos?

Descorrió la boca, sus dientecillos eran afilados y blancos. Ya nos íbamos y contestó:

– Sánchez, y con esto cerramos la discusión, ¿eh?

– ¡Por supuesto! -exclamó la del flequillo.

Los recién llegados sonreían aguardando a Iriarte, que pasó al salón agarrándolos del brazo. Yo me quedé atrás con la mujer.

– Has abusado, Vicen.

– ¿Tú crees?

– Sí -puso la boca hacia fuera-. Los hombres preferís hablar a pasarlo bien.

Se colgó de mi brazo. La gente nos rodeaba como en una marea. Alguien desde un rincón soltó una risotada y palmeó.

– Voy por bebidas -le indiqué a la mujer y me solté del brazo-. Ahora vuelvo.

Salí al fresco del jardín. La cara me ardía, pisé el césped caminando hasta la salida, rodeado por los murmullos divertidos. La música y las voces me acompañaron hasta la calle.

Un coche Seat 1200 azul estaba aparcado frente a la casa. Una cara gorda, cubierta de barba, se asomó por la ventanilla. Al lado apareció en feo caño de una «Luger». La puerta de al lado se abrió.