– No puedo, americano -susurró El Bujías-. Está atrancada, no sé lo que pasa, Esta jodida trampilla está atrancada.
– La hemos abierto antes y la podremos abrir ahora. Conserva la calma.
– Vete a la mierda -silabeó-. Tú y tu calma. Nos van a freír aquí.
Lo escuchó gruñir. El Bujías era un estúpido fanfarrón. Siempre lo había sido. Hubiera preferido estar ahora con el Loco y con él. El Bujías no tenía amigos y si le aceptaban era por ser un buen conductor y entender de motores. Pero el Loco era diferente. Le gustaba bromear. Y ahora estaba allí, en mitad del túnel, desangrado y muerto.
Dejó de disparar. Sacó el cargador vacío y lo cambió por otro. No se escuchaba nada, sólo los jadeos del Bujías intentando abrir la trampilla.
«Se han detenido. No deben querer arriesgarse», pensó.
«Han debido ver el cuerpo del Loco y han pensado que podía ser una trampa. Pero no tardarán en darse cuenta. Al fin y al cabo no son tan tontos.»
Una ráfaga de fusil ametrallador, mezclado con disparos de pistola, hizo que pegara la boca al suelo. Olía a grasa y a sucio y el agua le mojó la cara.
De pronto el silencio se hizo absoluto. Los disparos cesaron y la tenue luz que se filtraba desde alguna parte, cesó.
Chistó a El Bujías.
– ¿Eh,Bujías? -susurró-. No hagas ruido, nos pueden localizar.
– ¿Cómo quieres que abra esto sin ruido?
– Calla. Saben que no nos hemos ido aún. Nos están intentando localizar.
«O están aguardando a los reflectores», pensó.
No los podía ver ni oír, pero sabía que estaban en algún lugar del túnel, quizá tendidos en el suelo como él. Noserían muchos. Dos, tres o, a los más, cuatro. Todos tiradores de élite. Lo mejor del cuerpo. El resto aguardaría fuera. Meterse en un túnel oscuro, sin saber lo que habrían de encontrarse, era tener agallas. ¿Cómo pudo pasarles eso a ellos?, estaba verdaderamente bien pensado ese atraco. El descubrimiento del túnel, uno de tantos que atraviesan el subsuelo de Madrid, había sido de Matías. Y justo, el túnel pasaba bajo el hotel y la joyería.
El plan fue de Matías y Sempere y luego, ellos dos se lo fueron contando a todos los demás. Al Loco Tadeo, al Bujías y a él. Nada menos que un almacén de joyería con un sótano lleno de cajas fuertes, donde el oro sería lo menos valioso. Y Matías y Sempere recorrieron el túnel dos veces haciéndose pasar por clientes del hotel. Las alarmas estaban al otro lado, en el vestíbulo de la joyería y en las entradas al sótano, pero no en la pared que comunicaba con el hotel.
Y, ahora, el Loco estaba muerto y los demás en manos de la bofia, malheridos o también muertos.
Se arrastró hasta la trampilla. El Bujías, con una navaja, recorría los bordes de la placa de hierro. Le acercó la boca al oído y sintió su aliento pegajoso.
– ¿Qué pasa? -susurró-. ¿Va cediendo?
– No puede estar cerrada. Hace muy poco que hemos pasado por aquí. Debimos dejarla abierta.
– Desde dentro no fue difícil abrirla. No puede pesar tanto.
– ¿Entonces?
«Alguien la ha cerrado», pensó, pero no lo dijo.
– ¿Te acuerdas del cuarto de calderas? Algo se ha debido correr, un tubo o un cajón y ha enganchado el soporte.
– ¡Y qué, el caso es que no podemos salir! -El Bujías se pasó la mano por la cara-. ¿Qué estarán haciendo?
– No lo sé.
– Y pensar que estamos a un paso de la calle. ¡Dios!
– Cálmate.
– Cálmate tú.
– No ganamos nada poniéndonos nerviosos.
– ¿Se te ocurre algo?
– No.
– Entonces cierra el pico.
Dejó de hurgar con la navaja. Su saliva le salpicó en la cara.
– He perdido la pistola -dijo El Bujías en voz baja. -Me quedan dos cargadores.
Una gota de agua cayó en alguna parte y les pareció un ruido estruendoso.
– Mejor es entregarnos, americano.
– Vienen a por nosotros, Bujías. ¿No te das cuenta? Han tirado a matar desde el principio. No serviría de nada entregarnos. Deben creer que somos terroristas o algo así.
– ¡No digas tonterías!
– En cuanto te levantes, encenderán los reflectores y dispararán.
– Bien, dime tú entonces lo que podemos hacer. Tú siempre te lo sabes todo. Eres un listo. Anda, suéltalo. No pudo ver sus ojos, pero se los figuró tal como eran. Pequeños y arrogantes y ribeteados de negro como los de las mujeres.
– Vamos a abrir la trampilla y marcharnos. Nadie conoce la salida de este túnel. Recuerda que nos espera un coche.
– ¿Y la Policía, maldita sea, cómo te explicas a la bofia esperándonos en el almacén?
El americano se movió en el suelo y apretó la pistola. La oscuridad se cernía alrededor. Ningún compañero pudo haber ido con el cante a la Policía. Era imposible.
– Debió ser un sistema de alarmas que no conocíamos. Se activaría al empezar a golpear el muro. Sí, sería eso -dijo para sí mismo, con la cara pegada al suelo.
– ¡Ese Matías, hijo de puta! -ladró-. ¡Un golpe perfecto! ¡Lo mataría con mis manos! ¡Ha dado el chivatazo, ha sido él! -se revolvió en el suelo-. ¡Ese hijo de puta se ha chivado a la bofia!
El americano negó con la cabeza, pero estaba oscuro y El Bujías no lo vio. ¿Qué sacaría el Matías organizando un golpe y luego yendo con el cante?
– Me voy a entregar -dijo El Bujías con voz ronca-. Yo me entrego. No quiero que me maten.
– No hagas eso, Bujías, aguarda un poco. Espera.
Se incorporó jadeando. Lo cogió de los faldones de la camisa.
– ¡Quédate quieto! -susurró con fuerza.
No vio el cuchillo. Sintió cómo se le clavaba en el costado. Fue un latigazo de dolor caliente, una corriente eléctrica que le inmovilizó.
El Bujías se deshizo de su mano que le apretaba y se incorporó. Comenzó a gritar antes de ponerse de pie y siguió gritando mientras corría túnel adelante.
– ¡No disparéis, me rindo, no disparéis! -gritó.
El americano alzó la pistola con dificultad. No lo veía, pero sabía dónde estaba por los gritos y los pasos. Una cortina roja le enturbió los ojos y no disparó. Los golpes de los tacones de El Bujías eran audibles.
La ametralladora comenzó antes que el reflector. Lo vio girar en medio de un cono de luz, como si bailara, caer al suelo y luego levantarse. La luz se mantuvo fija en él y pudo ver cómo movía una pierna antes de quedarse completamente inmóvil.
«Tenían los reflectores», fue lo último que pensó.
NO HAGAS CASO A LAS MUJERES
Adolfo, Bolas Grandes, es muy bueno en casi todo, lo reconozco, excepto en una cosa: no sabe distinguir a las mujeres. La historia es así: El otro día, estaba yo en el Bar de Galo esperándole, moviendo el pie arriba y abajo y con una caña doble en las manos y mirando a la camarera que era rubia y con demasiada carne en los lugares que a mí me gustan. Se movía entre las mesas rozando a todo el mundo y la gente le metía el codo.
Me tomé el doble, pedí otro y seguí haciendo lo mismo. El Bolas me había mandado decir que le aguardara, que tenía un buen trabajo y yo que sabía que el Bolas tenía mucha cabeza y mucha maña, lo esperaba y me estaba cansando.
En esto que se me acerca la rubia y me dice:
– ¿Qué, Onassis, esperando a alguien?
– ¿A ti qué te importa? -le contesté yo.
Sacaba los labios al hablar, como las artistas. Era mucha mujer esta chica, se le notaba enseguida.