– ¿Conoces al Bolas? -le pregunté yo.
– Algunas veces viene. ¿Le estás esperando?
– Sí.
– Pues otro día te traes la cama, el Bolas es muy informal. Esta misma tarde le han visto con una tía con pinta rara. Estará con ella.
– Anda, chata, ahueca, que me quitas visión -le dije yo completamente mosqueado, porque yo no sabía entonces lo tonto que era el Bolas en asunto de mujeres. Nunca hay que fiarse de ellas, algo que, como se verá más adelante, es una máxima que no hay que abandonar jamás.
Llevaba ya otro doble más y en eso que entra el Bolas acompañado de una mujer gorda, con los ojos saltones y traje a medida. Se sentaron y la gorda sudaba aunque no hiciese calor. El Bolas dijo:
– Este es el que le hablé -me señaló con el dedo-. Tan bueno como yo. Un socio de primera.
– Bueno -susurró la tipa-. De acuerdo… pero tiene que ser esta noche.
– ¡Un momento! -corté-… ¿De qué se trata?
– Un trabajito de nada -sonrió el Bolas-. Nos va a dar veinticinco de los grandes.
– Me tengo que marchar… háganlo bien y no se pasen, ¿eh?
– Tranquila -dijo el Bolas.
La tía se fue y cuando llegó la noche rodábamos con un coche robado por un barrio rico, de chalets con jardín, columpios para los niños y piscinas.
– Hay que ir a su casa -me iba diciendo- y sacudirle un poco al marido. No mucho, sólo un poco, y hay que hacerlo entre las ocho y las nueve, porque a las nueve y cinco exactamente la tía aparecerá en la casa.
Peores cosas y más raras había oído yo, de modo que no dije nada y seguí conduciendo.
– Debe de haberle hecho alguna putada -sentenció el Bolas-. Si no, no se comprende.
– Sí -contesté yo-. ¿Sabes la dirección?
– De memoria -contestó el Bolas.
Eran las siete y media y el coche enfilaba una calle oscura bordeada por frondosos árboles. Había mucha tranquilidad.
– Es por aquí, para un poco más lejos -me indicó el Bolas.
Frené y salimos del coche. Se oían los grillos y los ladridos de un perro.
– O sea, Bolas, tenemos que entrar en la casa, sacudirle al menda sin pasarnos y largarnos, ¿no?
– Eso -contestó.
– Y eso por veinticinco billetes -dije yo.
– Ni más ni menos.
– Coño, es demasiado fácil.
Después de andar un poco, el Bolas se detuvo.
Es aquella casa, el número cuarenta.
Era una casa rica, grande, rodeada por una tapia por la que sobresalían cipreses. En el piso de arriba había dos ventanas iluminadas.
– ¡Ojo! -susurró el Bolas-. Nada de robar, he dado mi palabra -me miró-. Te he elegido a ti porque sé que eres legal. No lo vayas a estropear.
– Si digo algo, lo cumplo -dije yo.
– Pues andando, por la parte de atrás.
Nos apoyamos en el muro y fumamos unos cigarrillos esperando que fueran las ocho.
Saltar fue una cosa de niños. Avanzamos por el jardín hasta la puerta de atrás. La empujamos; estaba abierta. Sin encender la luz entramos en la cocina y de allí a un comedor.
– Por aquí -susurraba el Bolas que se sabía la casa.
Llegamos al salón iluminado por las luces de la calle. Me puse a mirar lo que había en aquel salón y me arrepentí de haberle dicho al Bolas lo que dije. Con lo que había allí se podía poner una casa de empeños y sobraba para amueblar otro par de salones.
– Ahora, arriba -me señaló el Bolas.
– ¿Has visto? -pregunté yo.
– Nada, arriba.
La escalera tenía moqueta. En el descansillo había muchas puertas y escuché una música suave, de película, que parecía que salía de las nubes.
– ¿Por dónde tiramos? -pregunté yo.
– Habitación por habitación -me contestó.
Nos liamos a abrir puertas hasta que dimos con una por donde salía luz. La abrimos y entramos en el cuarto de baño. Estaba lleno de humo y había hasta plantas y azulejos negros en las paredes. La música que habíamos oído salía de un tocadiscos.
Miré al Bolas.
– Está en el baño.
– Pues a por él -me contestó.
Abrimos la cortina y lo que nos encontramos fue con una tía que quitaba el hipo: alta, morena y de ojos azules y tan desnuda como yo cuando vine al mundo. Dio un grito y chapoteó en el agua.
– ¿Qué es esto? ¿No teníamos que encontrar a un tío? -le dije al Bolas.
– No lo entiendo -murmuró.
– ¿Qué quieren ustedes? -la mujer hablaba con voz estrangulada. Nosotros cerramos la cortina y yo encendí un cigarro.
– ¿Y ahora? -le dije.
– No sé… no comprendo.
La mujer habló sin salir.
– Por favor, les daré dinero… no me hagan nada… ¡Hay Dios mío! -se quejó.
– Tranquila -le dijo el Bolas-, quédese tranquila. ¿Dónde está?
– ¿Dónde está quién? -preguntó la mujer con voz inexplicablemente más tranquila.
– El tío, el tío que tenía que estar aquí.
– ¿Mi marido? ¿Están buscando a mi marido?
– Sí, a su marido -dije yo.
– Soy viuda -contestó la mujer-. ¿Por Dios qué quieren? Les daré dinero, pero por favor, márchense.
Yo aparté la cortina para mirarla. Estaba en el rincón, con las piernas encogidas. Era una mujer, no había duda. ¡Qué mujer, madre mía!
– Aquí tenía que haber un tío -siguió el Bolas.
– ¿Cómo te llamas? -le pregunté.
– … Elisa -titubeó.
– Bonito nombre -le sonreí.
– ¿Me harán daño? -la voz era de plata, de plata labrada. Una voz limpia. Algo me entró por dentro. Una sensación como de Iglesia.
– Yo me voy -le dije al Bolas-. Ya tengo el parné y me las piro.
– ¡Pero hombre!
– Nada, que me voy.
Y me fui. Y el Bolas detrás. Y de ahí le perdí el respeto al Bolas por no saber distinguir a las mujeres.
UN VIEJO HÁBITO
Un coche negro, grande y silencioso aparcó en el jardín trasero de una casa de las afueras. No era un verdadero jardín, sino un patio lleno de escombros y matorrales. El motor cesó y las luces de sus faros se apagaron.
En una habitación de la casa dos hombres jugaban a las cartas sobre una mesa. La habitación estaba mal iluminada y, además de la mesa y las sillas donde estaban sentados, había otras dos sillas apoyadas en la pared y un armario oscuro y viejo.
A uno de los hombres le faltaba la pierna izquierda desde la rodilla y usaba una prótesis que rechinaba y crujía cuando la movía. El otro era flaco y macilento, peinado con el pelo hacia adelante. Jugaban ensimismados, pero cuando escucharon el ruido del coche, sus músculos se tensaron.
– Alguien viene, Portugués -dijo el Cojo, dejando las cartas sobre la mesa-. ¿No había dicho el jefe que nos llamaría por teléfono?
El otro levantó la cabeza y sus ojos se movieron inquietos a izquierda y derecha.
– Sí, eso dijo. Nos llamaría para decirnos dónde teníamos que ir a por la pasta.
El Cojo sacó de las profundidades de su chaqueta una automática del 22 reluciente y satinada por el uso, y se puso de pie con un seco chasquido. El otro le siguió empuñando una Astra del nueve largo. Avanzaron hasta la puerta y se colocaron uno a cada lado con las armas dispuestas.
Una llave giró en la cerradura, la puerta se abrió y un sujeto alto, bien vestido y con la tez dorada por la insolación artificial se detuvo en el umbral. Al ver a los dos hombres apuntándole con sus armas, dio un respingo.