– ¿Qué?
– Oh, nada, nada. Cuenta con el dinero. Te lo daré de mi propio bolsillo, pierde cuidado.
El Cojo miró su automática y la dejó sobre la mesa.
– Esto es lo que nos pierde. Nos hemos hecho viejos y estamos demasiado acostumbrados a matar. Se ha convertido en un hábito. ¿Lo ve? Un viejo hábito que es difícil quitarse.
– No sé… no sé lo que quieres decir.
– Es muy fácil, señor Robles. El Portugués no quería matarle, no era tan tonto. Si le mataba a usted no cobraríamos nunca -levantó la pistola y la observó de nuevo como si fuera la primera vez que la viese-. Pero le mató porque las pistolas tienen una maldición cuando se juntan con nosotros. Por eso yo también he matado a mi amigo, ¿sabe? Es como si una fuerza rara le obligase a uno apretar el gatillo. Pobre Portugués.
– Deja… deja la pistola. No la toques más, yo…
– Es bonita, ¿verdad?
– Eh, sí… sí… Bueno, Cojo, creo que…
– Con usted es distinto, señor Robles. Con usted va a ser diferente que con ese abogado y el Portugués.
– Por Dios, Cojo. No hagas locuras. Voy a darte el dinero, te lo juro.
– Va a ser otra cosa.
– No sé lo que quieres decir, Cojo.
– Sí. Digo que con usted es diferente. A usted sí tengo ganas de matarlo.
EL SECRETO
No señor, no, inconveniente no tengo. Ya se lo dije, di mi palabra y lo que digo va a misa. Yo soy hombre de palabra y disculpe que no me levante, pero estoy un poco delicado de las piernas. No es nada de particular, los años, la edad que no perdona a nadie. Cosas peores me han pasado y he salido adelante, señor, que llevo aquí pegado a la ventana dos días, dándole vueltas a la noche aquella en el callejón, que vi lo que no tenía que haber visto, porque desde entonces parece como si se me hubiese abierto alguna puerta en la cabeza. Ya lo ve usted, una puerta por donde se me han colado ideas que yo nunca he pensado. No crea usted que yo soy hablador, no, que no lo soy. Pero es que si no hablo reviento, se lo juro.
Le cuento. Estaba yo tal que ahora, el domingo pasado, mirando la calle cuando veo llegar a los coches, muchos de esos, usted sabe, con banderita en el morro y chófer, y en esto que el portal se llena de personal que sube rápido a la casa. Yo, como si nada, primero, porque no lo barrunté, que una cosa así no se deja en secreto ¿no? y segundo, porque el domingo es un día sagrado para mí, que no trabajo, y estando en estas cavilaciones pues me llega Encarnita la criada de don Roberto, hecha un mar de lágrimas, y me da la noticia. Vamos, me la dio en parte, como a ella se la dieron, como la supo el público y yo pienso: nada, he visto mal; no fue así, y me conduelo con ella. Pero en cuanto me quedo solo, otra vez a pensar. Y no, no he visto mal, es ella la confundida, así que chitón. A ver qué pasa. Bueno, pues a media mañana se lía todo. Los coches no caben en la calle, los vecinos arremolinados y los fotógrafos y los periodistas dando vueltas por todos lados, que había orden de que no pasaran, que respetaran el dolor de la familia. A esto que traen el furgón y bajan el catafalco, mismamente como la tumba de un obispo y lo suben al piso. El portal, si usted lo hubiera visto, igual que si se tratase de un día de mercado, lleno de coronas, cirios de Misa mayor y flores con la banderita nacional y de personal de uniforme y el otro, aguardando, porque no cabían en la casa. Y yo cada vez más nervioso, con el magín más caliente, queriendo poner tierra por medio.
Si quiere usted que le diga, en aquellos momentos me daba risa todos los que estaban allí ignorantes de la verdad. Porque, como usted bien dijo al entrar, él y yo éramos amigos. Mejor, yo creo que más que amistad nos unía un sentimiento de hermandad por el tiempo que hemos estado juntos, ¿no? Desde el pueblo y después de la guerra. Yo sé cosas de él que ni su mujer, se lo digo yo, que son muchos años. Yo mejor que nadie para saber de él. Y no es que tenga nada contra don Roberto, que nada tengo. Tenía sus cosas, para qué negarlo y que las cosas que él hizo, vamos, de las que yo tengo conocimiento, porque de las otras, de los rumores, no hago caso, pues yo no las haría, ¿no? Yo no las habría hecho nunca. Conmigo siempre el trato afable, pero sin confianza, del superior jerárquico. Yo, uno más, un camarada porque en el grupo tampoco sabían de nuestra, amistad de antiguo, ni en la jefatura iba yo con el blabla, que soy de natural callado. Y eso que yo por edad y conocimiento hacía de mano derecha, ¿no?, de subjefe, vamos a decir, y no me pregunte eso… no sé qué fue, suerte o algo así. Yo no he tenido suerte, no señor, pero mejor no me quejo, ¿para qué?, que otros están peor y yo tengo la vejez asegurada, ¿no?, y algo es algo y mis ahorros, no muchos, de lo que nos daba don Roberto, que a generoso, todo hay que decirlo, sí señor, no le ganaba nadie, aunque a mí me ha gustado siempre gastar, que si me ve con el traje, la sortija y el reloj alternando, pues no me conoce. A lo mejor, hasta hemos alternado juntos y usted pues ni se ha percatado.
A lo que iba, yo, a diferencia de algunos, tengo la conciencia tranquila. He hecho mucho mal, sí señor, ¿para qué negarlo?, y también he pasado las de Caín por esos mundos de Dios. Pero no he traicionado nunca a nadie, ni he chupado del bote como algunos, robando como descosidos. Yo, si usted entiende, digo más de lo que quiero decir, que yo sigo aquí y él, mírelo, en la caja, que aunque sea grade y con asas de plata, es una caja y digo yo que dará lo mismo, ¿no? porque aunque haya tenido un entierro, de capitán general, se ha ido al otro barrio, traicionado, de mala manera, que para mí es la peor manera de que lo maten a uno: a traición y por mano de amigo, un compañero. Y fíjese que subió alto don Roberto, ¿eh? que llegó arriba. Quién lo iba a decir cuando éramos chavales allí en el pueblo y andábamos como uña y carne en las correrías. Fíjese que a los dos nos dio por cruzar la sierra y caer en el pueblo de al lado y meternos en el Ayuntamiento y a decir que nos apuntaran a la guerra, mintiendo en la edad. Y al poco que nos enteramos de que íbamos con los nacionales porque ninguno era político entonces. El caso era la aventura, cosa de chavales. Y resultó valiente y con puntería, y terminó con grado y ahí ya lo dejé de ver por cosas de la vida, que retomé el conocimiento más adelante, cuando me fui para él empujado por las adversidades, por el destino, señor, que es como una tela de araña de la qué nadie se libra. Y se portó bien conmigo, él, que era más joven que yo, más chaval, con más lucimiento. Un tipo marchoso y espigado, chulo como ninguno con su pelo blanco y esos andares.
Como le voy diciendo y si no le canso con mi charla, le digo que se me ocurren pensamientos raros, extraños y las ideas se me han quedado alborotadas. Para mí que el país se va al garete, se acaba. Que cuando lo que antes iba derecho ahora va boca abajo es porque algo pasa. No se mata a don Roberto, un jefe principal y respetado que sale en los diarios y da discursos, así porque sí. No. Y si ocurre es que todo anda trastocado. Me explico: no tengo nada contra don Roberto, de mí no se dirá «es un calientalenguas», yo cuento lo que he visto, que no tengo la culpa de haber presenciado lo que presencié por casualidad, por mor del destino, aquella noche en el callejón, cuando aguardaba al jefe para un recado. Lo que vi me ha hecho desconfiar ya de todo, recelar hasta de los amigos.
Bueno, pues estaba yo en la portería viendo el desfile de gente contrita, cuando me dijo: «Voy a subir a ver a la señora», y subo y como dije estaba la casa llena de personal, la mayoría de uniforme y me acerco con la gorra en la mano a la señora, que estaba tendida en el diván, atendida por varios señores. Entonces voy y le digo: «Mi más sentido pésame, le acompaño en el sentimiento en este momento de dolor, mándeme lo que quiera, estoy a su disposición como estuve con su llorado esposo», y ella me mira como si no me viera, ni contesta, sólo ese gesto que hace la señora con la boca. Entonces voy yo y digo: «Con permiso», y voy a retirarme cuando lo veo. ¡Por mi santa madre! era el amigo de don Roberto en la jefatura, el mismo del callejón que le arrasó el pecho a balazos. Se lo juro, me quedé de piedra, me entró el temblor en las piernas. «¿Se habrá dado cuenta de que lo he visto?», me pregunto. «Es imposible, estaba oscuro», me digo a mí mismo. Pero el tío que estaba sentado y me ve, se me viene flechado y me coge del brazo como si mi brazo tuviera la peste. A mí que soy más camisa vieja que algunos y no voy fardando como él con la pistolita a todos sitios. Me dice: «La señora ha tenido un día horrible», y me conduce hasta la puerta y se queda allí, esperando hasta que me pierdo en la escalera, mirándome todo el rato de una manera extraña. Se lo puedo decir y se lo digo categóricamente. No han sido los terroristas esos que dice la prensa, ha sido ése, el Francisco Echevarría, que le llaman el Duque en Jefatura, el amigo y compañero de don Roberto.