Los lunes se levantaba tarde, vestía un pantalón deshilachado y una camisa vieja y con sus herramientas arreglaba los pequeños desperfectos de la casa: sillas que se movían, grifos que goteaban, los enchufes de la luz o la cisterna del retrete. Mientras, le gustaba pensar en la película que iría a ver.
Leo estaba convencido de que ser camarero no era fácil. Y se refería a ser un auténtico camarero. No como esos chicos jóvenes de las hamburgueserías ni de los bares de copas, ni siquiera como su hijo Javier, que acababa de ser ascendido a jefe de sección en la cafetería del Vips de la calle Fuencarral.
Eso era lo que pensaba Leo sobre su profesión y se lo decía a su hijo y a su mujer aquel lunes, a la hora de la cena en su casa. El quería lo mejor para su hijo. Quería que fuese un buen profesional.
– Cualquiera no sirve para esto, Javier. Un camarero se hace con el tiempo, con el trabajo. Yo me formé en el Savoy, cuando era maitre Monsieur Gastón, que me decía: «Leo, para camarero no vale cualquiera». Y no es sólo la prestancia, el saber estar, ir limpio, aseado. Es otra cosa.
Leo quería a su hijo de verdad y estaba orgulloso de él. Cuando era niño lo sacaba a pasear, le contaba cuentos, lo miraba en la cunita dormir y se emocionaba. Siempre quiso lo mejor para él. Por eso, cuando lo ascendieron en el trabajo se llenó de sincera y legítima alegría.
– Mira, Javier -seguía diciéndole a su hijo-, así no se coge el tenedor, se pincha el trozo de carne y se corta alrededor, el cuerpo recto, los codos pegados. Y no se agacha uno hacia la comida, sino al revés, se lleva la comida a la boca.
Le dio la impresión de que Javier no le escuchaba. Miraba la televisión y continuaba llenándose la boca de carne.
– Un día te voy a llevar al Savoy, creo que todavía se acuerdan de mí. Aunque ha pasado mucho tiempo. De mi época deben seguir Atares y, quizás, Venancio. ¿Te acuerdas de Venancio, María? -le preguntó a su mujer.
– ¿Quién? -le contestó ella-. ¿Venancio? ¿Qué Venancio?
– Digo que en el Savoy deben quedar de mi tiempo Venancio y, quizás, Atares, me parece. Venancio era de Jaén, buen chaval él. Vino a nuestra boda. Te tienes que acordar. Era muy moreno, con la nariz un poco aguileña, muy gracioso él. ¿Te acuerdas?
María no se acordaba del compañero de su marido que acudió a su boda, veinticuatro años atrás. Y añadió:
– Se te va a enfriar el filete. Y frío no hay quien se lo coma. Después hay manzanas.
– Entonces yo debía de tener tu edad, Javier, poco más o menos, y me acuerdo de que Monsieur Gastón me mandó llamar y me nombró segundo maitre. Yo no me lo creía, porque todo el mundo pensaba que el puesto se lo daría a Venancio. Aún me acuerdo.
Estaban dando las noticias en la televisión y Leo se calló y continuó comiendo. Esperó a que comenzaran los anuncios. Entonces dijo:
– Ya está, podemos ir todos al Savoy para celebrarlo -dejó el cuchillo y el tenedor apoyados ligeramente sobre el borde del plato-. ¿Qué os parece? Seguro que nos invitarán a tomar algo. No nos costará nada.
– ¿Y qué vamos a hacer en el Savoy? -contestó su hijo.
– El Savoy era el mejor sitio de Madrid en mis tiempos, además del Riscal, el Club 31, el Palace y el Ritz. Cuando yo tenía tu edad, Javier, cualquier camarero era capaz de dar su brazo por trabajar con Monsieur Gastón. ¿Sabes lo que nos decía? Pues nos decía que se puede y se debe hablar mientras se come. No es falta de educación. Lo que no hay que hacer es hablar con la boca llena. Y menos enseñar la comida que se está masticando. Eso nos decía. Porque yo he visto mucho. Ser camarero de un restaurante de lujo es mejor que ir a la universidad, se aprende más sobre la gente viéndola comer que estudiando un montón de libros o acudiendo a esos cursillos de formación que os dan en los Vips.
– Los traen de Estados Unidos, en inglés y los traducen aquí -contestó Javier, sin dejar de ver la tele.
– Pues a mí me gustan los Vips -añadió su mujer-. Hay de todo, aunque muy caro.
El se alegraba sinceramente de que su hijo Javier, a los veintitrés años, hubiese ascendido de dependiente a encargado en la cafetería. Le esperaba un buen futuro.
Pero si él pudiera, crearía unos cuantos restaurantes especiales, donde sólo fuera gente que supiera distinguir a los buenos camareros, sin que importase lo ricos que fueran.
Esos restaurantes estarían atendidos sólo por la flor y nata de los camareros. Eso sería un mundo perfecto y ordenado.
En su época del Savoy había visto a gente rica, pero sin clase. Gente elegante con mujeres hermosas, bien vestidos, gente que siseaba, que chascaba los dedos para llamar al camarero, para llamarlo a él, a Leo.
Pero era suficiente una mirada. Monsieur Gastón opinaba que para un buen camarero, un camarero como él, como Leo, formado en el Savoy, en una época en la que ser camarero no era ninguna tontería, era suficiente que el cliente te mirara. Entonces se acudía a la mesa. Había que estar atento a las miradas del cliente, decía Monsieur Gastón.
Basta con una mirada, pensaba él.
– Los lunes son el día del espectador, hacen rebaja. Podemos ir al cine y después… Bueno, después podríamos… Bueno, podríamos ir a cualquier parte, si no queréis ir al Savoy.
Leo continuó comiendo. Aguardó a que volvieran los anuncios.
– ¿Quieres venir con nosotros, Javier? Conocerías a Atares y a Venancio. Creo que está todo igual. Fui segundo maitre con veintiocho años, Javier.
María, su mujer, le contestó:
– Tenemos televisión. ¿Para qué ir al cine? Además, en el cine me duermo.
– No digas eso, mujer. Te dormiste una vez nada más.
– No, me duermo siempre en el cine. Me gusta más la tele. ¿Y para qué tenemos televisión? Para verla, ¿no? No hace falta salir a ninguna parte.
– ¿Y tú, Javier? Si quieres, puedes venirte conmigo al cine, ponen esa que anuncian en televisión, Sola en la oscuridad. ¿Te apetece? Yo invito.
Javier se encogió de hombros.
– Me parece que no voy a ir.
– ¿Por qué siempre quieres ir al cine los lunes? -se quejó su mujer-. Qué pesadez. Dentro de poco esa película que vas a ver la pondrán en la tele. Son ganas de tirar el dinero.
Leo se acomodó en la butaca en la oscuridad y se sintió muy bien, muy feliz. Le embargó una sensación de paz y tranquilidad. Había muy poca gente en el cine. Eso era lo que más le gustaba. En el cine podía pensar y sentirse extrañamente pleno. Era una sensación que no podía definir.
Se recostó en la butaca. No tenía nadie delante, nadie al lado que le rozara ni que invadiera su lugar con el codo.
La sala estaba medio vacía. Distinguió apenas seis o siete cabezas diseminadas en las butacas de atrás. El prefería sentarse delante, en las primeras filas, porque así estaba seguro de que nadie se sentaría a su lado. Eso era lo que más le molestaba.
Empezó la película y cuando vio a la protagonista que caminaba por la calle rodeada de gente anónima, algo le vino a la cabeza.
Tiempo atrás, otro lunes, descubrió que la mujer que se sentaba al lado lloraba en silencio y estuvo tentado de hablarle. Recuerda que le sugestionó la idea de consolarla, decirle: señorita, se lo ruego, no llore, se lo suplico, no merece la pena, la vida es bella. Y no crea que me molesta que llore, a mí no me molesta, no es ninguna falta llorar, pero no llore. Todo tiene solución.
Estuvo tentado de decirle a aquella mujer que lloraba en silencio lo que le dijo una vez Monsieur Gastón, cuando él era joven, en el Savoy: «Mira, Leo, cuando las cosas vayan mal, cuando no haya salida, remángate el brazo derecho y saca de la manga la carta que tenemos escondida, porque todos tenemos una carta escondida cuando viene la mala».
Aquél había sido uno de los mejores consejos que había recibido en su vida. Afortunadamente, él nunca tuvo necesidad de aplicar el consejo que le dio Monsieur Gastón. Tenía trabajo, salud, todavía era joven, su hijo comenzaba una prometedora carrera profesional y él y su mujer aún se querían.