Pero el mundo estaba lleno de gente desgraciada, gente sola. Como aquella mujer joven que vio aquel lunes en el cine a su lado.
Se acuerda de que era un lloro profundo, un llorar que le venía de la parte más insondable del alma. Enseguida se dio cuenta de que aquella chica estaba sola, muy sola, y que lloraba por eso, por simple soledad.
¿Pero cómo decírselo? ¿Cómo hablar con una chica que llora a tu lado en el cine? Se acuerda él de que entonces no lo hizo, porque creyó que la chica lo tomaría por lo que no era, un ligón de esos que van al cine a buscar mujeres solitarias.
No podría explicarle que él no era un ligón. Era sólo una persona que se sentía feliz, tranquilo y dispuesto a dar un consejo a un semejante.
Quizás la chica no lo comprendiese. Y por eso no le dijo nada. Cuando salieron del cine ella se perdió en la calle y él no se atrevió a abordarla.
Viendo la película, le embargó una extraña congoja. Tuvo unos deseos enormes de volver a ver a aquella chica que había llorado a su lado. Ahora sentía que podía hablarle, dirigirse a ella con naturalidad y preguntarle cómo se encontraba. Le confesaría que la había escuchado llorar tiempo atrás y que lo único que deseaba saber era si ahora se sentía bien. Estaba convencido de que la chica no se molestaría por eso.
¿Pero la reconocería si la viera otra vez? La sala estaba oscura y tuvo que admitir que apenas si la miró, temiendo que se molestara, aunque estaba dispuesto a afirmar que era bonita, muy bonita, de esa forma dulce y sin estridencia que tienen algunas mujeres que no saben que son bonitas y que actúan como si no lo fueran.
Llevaba una rebeca azul, una falda clara más abajo de las rodillas y se retorcía las manos en el regazo. Había inclinado la cabeza sobre el pecho y la sacudía imperceptiblemente por los ahogados sollozos. Su cabello era castaño claro, casi rubio. De niña debía de haber sido rubia.
Volvió la cara e intentó escudriñar por encima de su hombro las siluetas negras, sentadas detrás. Ninguna parecía ser la de una mujer joven, pero no podía estar seguro. Estaba muy oscuro.
Además, las mujeres suelen cambiarse muy a menudo el peinado, el color del pelo o la forma de vestir. Sin embargo, estaba seguro de reconocerla si volviese a verla.
Debía de vivir por el barrio para meterse sola en el cine, en la sesión de noche. Quizás tuviese la misma costumbre que él, aunque estaba seguro de que antes de aquella vez nunca la había visto.
Sin ningún motivo deseó con todas sus fuerzas volver a verla. Comenzó a invadirle una inmensa tristeza, como si intuyera la pérdida inevitable de un ser querido.
Volvió el rostro de nuevo hacia las figuras de detrás, escudriñando, inútilmente, la oscuridad de la sala. Decidió que para estar seguro tenían que encenderse las luces.
Sin motivo, tuvo la seguridad de que ella estaba en la sala, sentada en cualquier parte. Supo, sin lugar a dudas, que podía ser cualquiera de esas figuras recortadas en la penumbra, diseminadas en la sala.
No sabía de dónde le había surgido esa seguridad. A lo mejor era intuición, pero era como si la hubiese presentido. Nunca había estado tan seguro de algo. Ella estaba allí.
La película iba a terminar, de modo que se levantó y salió del cine con el corazón latiéndole muy fuerte en el pecho.
Se apostó fuera, en el lugar donde estaban los carteles de las películas y aguardó a que ella saliese. El corazón no dejaba de golpearle el pecho. Ahora estaba seguro de que le hablaría.
No tuvo que esperar mucho. Las luces del vestíbulo se encendieron y el portero abrió las puertas de la calle de par en par. Tuvo que morderse los labios para que no le traicionase la emoción.
Primero salió un muchacho que parpadeó, bostezó y se marchó acera adelante con las manos metidas en los bolsillos. Después lo hizo una pareja madura de más o menos su edad. La mujer era gorda y vestía un abrigo morado de entretiempo, fuera de moda. El resto de los espectadores salió enseguida. Contó dos hombres en la treintena, dos chicas muy jóvenes que se reían cogidas del brazo y un viejo que tosió dos veces antes de perderse calle abajo.
El portero iba a cerrar. Se acercó a él.
– Perdone -le dijo-. ¿No ha quedado nadie en el cine?
– Pues no, han salido todos -se le quedó mirando-. A veces se queda alguien dormido, pero hoy no. ¿Busca a alguien?
– Bueno -dudó unos instantes-. Se trata de mi sobrina, me dijo que iba a venir este lunes. Suele venir todos los lunes o casi todos. Tiene el pelo castaño, casi rubio y debe de tener alrededor de treinta años.
El portero volvió a observarlo con atención.
– Lo siento, pero yo no me fijo en la gente.
– Claro, perdone y muchas gracias.
– De nada.
Se retiró unos pasos y cruzó la acera. No se decidió a marcharse, como si esperase que ella, súbitamente, se diera cuenta de que él la estaba buscando y tomara la decisión de volver al cine.
Distinguió al portero y a la taquillera bromear mientras echaban el cierre al cine y ponían los candados. Cuando los vio alejarse por la calle, comprendió que no volvería a ver más a aquella chica.
Miró el reloj y decidió que podía ir al Savoy, todavía estaría abierto. Era muy posible que los últimos clientes aún no hubiesen terminado los cafés, ni apurado sus últimas copas. De todas maneras, aunque ya no hubiese clientes, él sabía que los camareros permanecían siempre en el local un poco más de tiempo, antes de cerrar. Era costumbre charlar entre ellos, fumar un cigarrillo y comentar lo sucedido durante la jornada.
Apretó el paso hacia la parada de taxis. Estaría en el Savoy en diez minutos. Se alegró al pensar en la sorpresa que le daría a sus viejos compañeros, tantos años sin verlos. Seguro que se alegrarían. En aquellos tiempos en los que él era segundo maitre, se llevaban muy bien y bromeaban y se contaban cosas al terminar la jornada.
Al llegar a la parada de taxis se detuvo, indeciso. Los tiempos habían cambiado mucho y, quizás, se encontrase el Savoy cerrado. Incluso podía suceder que Venancio y Atares, los únicos que quedaban de aquellos tiempos, ya no trabajasen allí. Lo mejor sería llamar por teléfono, cerciorarse y organizar una cita de viejos amigos. Sí, eso sería lo mejor.
Dio media vuelta y rehizo el camino a su casa, contento por la decisión que había tomado. Llamaría a Venancio y a Atares. No pasaría del próximo lunes.
LA ORILLA
Le quedaban sólo tres calles, quizás dos. No se acordaba bien. Lo que sí sabía es que notaba la brisa del mar, el olor del muelle allí abajo, las sombras inmensas de los barcos.
Se detuvo para acompasar la respiración. A su lado pasaban algunos coches y veía los anuncios luminosos de la Gran Vía, las luces que continuaban encendidas toda la noche. Supo que iba a llegar, que el ruido que acababa de escuchar era la sirena de un paquebote, quizás la de uno de esos grandes barcos de pasajeros, con piscina, en los que siempre suena la música. De todas formas era una sirena.
Conocía bien esos ruidos. Los sabía distinguir.
Trató de continuar andando, de colocar un pie tras otro. Si pasara alguien, quizás un taxi, el coche de un amigo, el viaje hubiera sido más rápido, más cómodo para él. De todas formas iba a continuar caminando.
Después de un pie colocó el otro. Pasó al lado de las zapaterías de lujo, de las tiendas cerradas y las cafeterías sin luz en el interior, sin ruido de platos ni de voces pidiendo cosas. Podía andar y eso era lo importante. Siempre que pudiera caminar estaba a salvo.
El dolor no había llegado todavía y aquello le pareció curioso. Había pensado que las cuchilladas iban siempre acompañadas de dolor, de quemazón. Nunca pensó que podía haber sido como una corriente de aire frío, una ventana que alguien le hubiese abierto en el cuerpo.