– Súbete- murmuró el sujeto.
La pistola me apuntó a la cabeza. Otro tipo al lado, con el pelo cortado a cepillo y con una gabardina, salió del coche y me tomó por el codo. Resultó ser educado. Me atizó un rodillazo en la entrepierna y me tomó del brazo. Entré en el coche que arrancó inmediatamente.
El sujeto de la gabardina me cacheó me sacó la pistolita y la agitó en el aire. La otra mano empuñaba un arma cuyo caño había introducido en mi boca. Tenía un gusto remoto a grasa picante.
– Mira, Hassan, qué juguete -dijo el de la gabardina.
El que conducía se volvió y tomó el arma. Lo reconocí, era el gordo lento del Silver, un argelino que hace este tipo de trabajo. Estuvo un rato observando la pequeña automática y luego dijo:
– Bonita, es muy bonita.
– ¿Se la regalas? -me preguntó el de la gabardina. Puse mi mano lentamente en su muñeca derecha.
Sentí que los músculos de su mano se ponían en tensión. La separé lentamente hasta que pude hablar.
– Me estás ahogando -dije.
– Suéltame -habló despacio.
Le solté. Me tomó del pelo y se retiró unos centímetros.
– Al suelo, acuéstate en el suelo -murmuró.
Sus ojos eran fríos, sin expresión y quietos como bolas de acero. Me tendí en el espacio entre los dos asientos. Puso sus dos pies encima y dirigió la pistola a mi cabeza.
– Si te mueves te cambio la cara. ¿Has entendido?
– Sí -dije.
– Buen muchacho.
– Gracias por la pistola -habló el de delante.
El coche corría y yo tenía encima las suelas de los zapatos del tipo de la gabardina. Cuando hubo pasado un buen rato, pregunté:
– ¿Dónde vamos?
– De excursión -contestó el de la gabardina.
– Me figuro que no me vais a decir qué queréis, ¿verdad?
– Has acertado -contestó el mismo.
– ¿Puedo fumar? -pregunté.
– No, y deja de charlar.
El coche entró en un terreno pedregoso y comencé a botar. Al poco rato disminuyó de velocidad.
– Hace rato que veo a ese coche detrás -dijo el gordo del Silver.
El otro se volvió.
– ¿Estás seguro? -preguntó.
– Seguro.
– ¿Son tus amigos? -me largó una patada.
– No sé de que estás hablando -me agité inquieto.
El otro se había vuelto y miraba por la ventanilla de atrás.
– Disminuye más y déjalo pasar. Veremos qué ocurre.
– Sí, Cordi -contestó el de delante.
Sentí cómo cambiaban las marchas y el automóvil se detenta suavemente. Calculé que podríamos ir a veinte por hora. El tipo que me pisaba bajó la ventanilla y ocultó la cara. Un ruido a motor cascado se fue haciendo más fuerte, hasta que percibí cómo pasaba a nuestro lado.
– Un viejo estúpido paseando -el de delante hablaba vuelto hacia el otro.
– Puede ser. Párate al subir aquella cuesta, veremos qué hace.
Aceleró y cuando hubo subido la cuesta, frenó en seco. Me sacudí varias veces antes de quedar inmovilizado otra vez.
– Continúa el camino, Cordi.
– Ya lo veo -graznó el que me pisaba-. Vamos a quedarnos aquí un ratito y si vuelve, se llevará una sorpresa.
– No va a volver, es un viejo paseando.
– Por si acaso -respondió.
Encendió un cigarrillo y se recostó en el asiento. Parecía tener todo el tiempo del mundo.
– ¡Eh! -dije yo- ¿No me puedes quitar los pies de encima?
– ¿No estás cómodo?
– Como en casa, lo único que me molesta un poco son tus pezuñas.
– ¿Te dije que era un tío chistoso, Hassan?
Miraba hacia adelante enfrascado en sus pensamientos. Verdaderamente era un tío frío. Siguió chupando el cigarrillo. Cuando acabó, arrojó por la ventanilla abierta la colilla y dijo:
– Vámonos.
Arrancó y paulatinamente el automóvil fue cogiendo velocidad. Nadie despegó los labios hasta que unos quince minutos después el automóvil torció a la derecha y bajó una rampa. Me figuré que habíamos entrado en un garaje, porque dejé de ver el cielo negro a través de la ventanilla de atrás.
Con el motor aún encendido, el gordo descendió y abrió la puerta. Su pistola era una automática Browning de 9 mm. y me señaló con ella.
– Fuera -ordenó.
El otro levantó las piernas, me incorporé y salí. Luego lo hizo él.
Estábamos en una nave que parecía un taller de reparaciones para automóviles. No había más luz que una lámpara de débil voltaje prendida del techo. Al fondo, distinguí una escalera de cemento y una puerta metálica.
– Andando hacia allí -dijo el alto y el gordo volvió a subirse al coche.
– Enseguida vuelvo, Cordi.
– Sí -contestó. Se dirigió a mí-. Venga, listo, por las escaleras.
Escuché los furiosos ladridos de un perro al otro lado de la puerta del garaje.
– ¿Y ahora qué? -pregunté.
Estábamos en una habitación grande que olía a perro. Una luz, prendida del techo, iluminaba dos sillas baratas, una mesa de madera de pino sin desbastar en la que había un teléfono negro y un plato de metal.
– Siéntate ahí y quédate tranquilo.
El se sentó enfrente, en el otro rincón y encendió un cigarrillo con un encendedor de color azul. La enorme Luger descansaba en su entrepierna y me miraba fijo, casi sin pestañear y tan inmóvil como un buzón de correos. Metí la mano en el bolsillo de mi chaqueta, saqué un paquete de cigarrillos, encendí uno y el humo partió hacia el techo en forma de volutas.
– Está bien -dije-. ¿Por qué no me decís algo? ¿Qué queréis?
Silencio.
– No molestes -dijo al fin.
No me estaba dando ni una sola oportunidad. Entre él y yo había lo menos quince metros, era imposible recorrer esa distancia. Me fijé en su cara, era la que un hombre viejo, que había pasado la sesentena, y en cambio se le notaba en forma. Estaba seguro que al mínimo movimiento saltaría como un mecanismo de resorte.
– ¿Trabajáis para Iriarte? Yo también -dije-. ¿Escucha, no se trata de un error?
Habló casi sin abrir la boca.
– No -dijo.
– ¿Qué queréis de mí? Di algo y así adelantamos tiempo. ¿Qué te parece?
– Que hablas demasiado, Sánchez.
– Me llamo Romero, no Sánchez.
– Ya.
– Yo me llamo Blancanieves -dijo el otro-. ¿No lo sabías?
El timbre del teléfono sonó rompiendo la atmósfera del cuarto con la estridencia de una sierra mecánica. El sujeto dejó que sonara. Lo cogió sin dejar de mirarme.
– Aquí está, sí -dijo-. De acuerdo, pierda cuidado.
Colgó y miró el reloj. Luego me dijo:
– Escucha despacio lo que voy a decirte porque no voy a repetírtelo. Dentro de una hora quiero estar en mi casa, así que sé buen chico y contesta a lo que voy a preguntarte. Si lo haces, todos nos ahorraremos problemas.
– Pregunta, me encantan los concursos, pero no me llamo Sánchez.
– ¿Dónde tienes las fotos del muchacho?
Debí abrir la boca, porque el cigarrillo se cayó al suelo.
– ¿Qué dices?
– Las fotos.
– ¿Qué fotos?
– Las del hijo del señor Iriarte. Tienes quince minutos para contestar.
Dijo eso y entrecerró los ojos.
– Hay un malentendido, yo ya he entregado las fotos, he cumplido. En cambio no he recibido el dinero. Cuando me invitasteis a subir al coche volvía de casa de Iriarte. Llámale por teléfono y díselo.
Algo parecido a una sonrisa surgió en su cara. Se desdibujó al momento.
– ¿Parece que hemos tenido mala suerte, verdad? ¿Quieres hacerte el loco?
– Mira, el asunto se ha complicado demasiado, tengo que hablar con Iriarte otra vez. Yo he entregado las fotos, te lo juro.
Siguió mirándome, luego tiró la colilla al suelo y la aplastó de un solo golpe con el tacón de su zapato.
– ¿A qué habías ido a casa de Iriarte?