– Fui a ver a Iriarte porque él no ha entregado el dinero. Yo he cumplido, él no.
– Eres un imbécil, Sánchez. Eres un chantajista imbécil.
Se levantó despacio. La pistola sin apuntar a nadie.
– Coloca los brazos sobre el respaldo de la silla. Si haces un movimiento raro, te vuelo la cabeza.
Hice lo que me dijo. Dio la vuelta y se colocó a mi espalda.
– No te vuelvas -añadió.
El frío metal de unas esposas se cernió sobre mi muñeca derecha. Pasó la cadena entre los palos de la silla, y el otro arandel de acero aprisionó mi muñeca izquierda.
– Esto no servirá de nada. No tengo ni idea de lo que me habláis.
Desde atrás me dio un derechazo en el oído derecho. La cabeza me retumbó y caí al suelo como si me hubiera estallado dentro un obús. Me puso de pie, la silla colgaba estorbándome los movimientos. Vi todo borroso, me tambaleé. Sentí su izquierda y doblé la cabeza, no lo hice con la suficiente velocidad. El puño iba dirigido al mentón pero me alcanzó en la mejilla. Di con la cabeza en el suelo. Creí escuchar que ladraba un perro, era un sonido lejano, muy lejano, Abrí los ojos, distinguí al gordo cerca del individuo alto, y comencé a viajar por una espiral negra. Sacudí la cabeza. Escuché una voz:
– ¡Eh listo, despierta! -un golpe de agua helada hizo que boqueara.
El gordo de barbas me miraba con un cubo en las manos.
– ¡Hijos de perra! -exclamé.
– Todavía le quedan fuerzas -dijo el gordo.
Me colocaron contra la pared y pude sentarme de nuevo en la silla. La sangre chorreaba de mis muñecas.
– Esto es sólo el principio -dijo el tipo alto-. Mejor es que te pongas a hablar.
– ¡Sois unos estúpidos! ¡No sé nada de esas fotos, yo he cumplido!
– ¿No, eh?
El gordo levantó la pierna y me golpeó el pecho con la suela del zapato.
Aullé de dolor.
– Ve refrescando la memoria.
Lanzó la derecha y luego la izquierda. Mi cabeza rebotó contra la pared. Caí hacia adelante, el alto me sostuvo de los hombros.
Tomé impulso y dirigí la cabeza contra su nariz. Escuché crujir los huesos. Dio un grito sordo y se llevó las manos a la cara. Le aticé una patada en la entrepierna que le hizo doblarse.
Algo me estalló en la cabeza y me derrumbé entre fogonazos.
El gordo bebía una cerveza haciendo ruido y el alto estaba sentado en la otra silla y se había quitado la gabardina. Tenía la nariz al doble de tamaño y la pechera de la camisa manchada de sangre. El frío convertía mis huesos en cañerías heladas.
– Avisar a Iriarte -murmuré.
Los dos hombres se miraron.
– Está loco -dijo el gordo.
El otro no despegó los labios. Se levantó y caminó hacia mí.
Me tomó del pelo y zarandeó mi cabeza.
– No voy a quedar en ridículo por ti, pelele -ladró-. Métete eso en la cabeza.
– ¿Qué hacemos, Cordi? -le preguntó el gordo.
El llamado Cordi se separó de mí y encendió un cigarrillo con parsimonia. Sin gabardina resultaba más flaco y sus hombros se curvaban hacia adelante, como si buscaran tocarse.
– No podemos fracasar.
– Me habían dicho que Sánchez era duro pero no creí que lo fuera tanto.
– No soy Sánchez -murmuré-. Me llamo Vicente Romero. Preguntarlo a cualquiera.
– ¿A quién?
– Al Zurdo Segura, por ejemplo.
– ¿Eres amigo del Zurdo Segura?
Moví la cabeza. El gordo se acercó.
– ¿Qué fuma el Zurdo Segura?
– Ya no fuma, se ha retirado del vicio. Antes fumaba picadura liada. Estuvimos juntos en el maco.
– ¿En qué galería?
– En la tercera.
– ¿En qué celda?
– No me acuerdo. Al final estuvo abajo, era ordenanza.
– ¿Entonces tú…?
– Soy Vicente Romero, no Sánchez. Llama al Zurdo, fui su compañero de celda.
– Si es verdad, estamos listos.
– Puede que mienta. ¿Qué hacemos Cordi?
– Ya hemos cobrado, ¿no?
– Sí.
– Pues lo soltamos. Ya le hemos sacudido, ¿no?
– Sí.
– Lo soltamos.
Me soltaron y encima me llevaron a mi casa. Al final, no resultaron malos chicos del todo, sólo que yo me quedé sin dinero y sin saber quién era Sánchez.
LAS COSAS SON COMO SON
Tienes los papeles en regla, menos mal -dijo el hombre y se levantó y prendió la luz de arriba que se difuminó opaca por la habitación. Era alto y huesudo y había sacado de alguna parte un palillo con el que se hurgaba la boca-. ¿Adónde ibas en ese coche?
El muchacho de tez tostada, casi negra, se encogió de hombros y trató de sonreír.
– No sé, por ahí -contestó.
– ¿Por qué no ayudas un poco?
– Iba de paseo, digo la verdad.
– Bueno, si no quieres inventarte nada mejor, vale -dijo el hombre. Se puso a ordenar los papeles que tenía desparramados por la mesa, lanzando insistentes miradas a la puerta. El muchacho vio el carnet de ella sobre la mesa con su fotografía, hermosa y sugerente, sonriendo.
Lo habían traído desde la carretera en un jeep que hacía sonar la estridente sirena innecesariamente y lo habían hecho subir a ese cuarto del segundo piso de la casa-cuartel, gris y pesada que tenía apariencia de prisión de película de vaqueros. Cuando entró había unos guardias en la puerta fumando y tomando el fresco de la tarde, que lo miraron pasar conducido por el cabo, un hombre viejo que durante el viaje había consultado varias veces la hojilla de una quiniela.
Al subir vio a unos niños jugar en el patio interior y una mujer en bata de flores se le cruzó en la escalera y le observó con pena. Desde el cuarto, y mientras le hablaba el hombre alto y demacrado, escuchó el ronroneo de una radio de transistores.
– Se oye cada cosa. No tenéis inventiva.
– Es la pura verdad -insistió el muchacho.
Desde que llegaron los guardias en la carretera, se prometió a sí mismo permanecer tranquilo. «Es un pinta», pensó el tipo. Golpeaba con la punta del lápiz la mesa aguardando que el cabo le dijera algo concreto. «En domingo, maldito nene, tuvo que ser hoy», volvió a pensar. «¿Lo estoy haciendo bien?», pensó, a su vez, el chico.
– ¿Se puede fumar? -preguntó.
– Sí, se puede -dijo el tipo.
El muchacho tomó uno de los cigarrillos que le abultaban en el bolsillo superior de la camisa sudada y lo prendió con un seco chasquido del encendedor barato que portaba junto al paquete de tabaco. Dedujo que había pasado mucho tiempo, pero el reloj estaba roto y no supo calcular. Pensó en estirar las piernas, titubeó y después lo hizo. Llevaba unas botas camperas nuevas de las que pensaba que eran el mejor par de botas que había visto nunca. Tres días antes le habían costado seis mil pesetas en una zapatería de las inmediaciones de la plaza Mayor. Las había estado observando, a través del sucio escaparate, una semana entera calculando cuánto tardaría en reunir seis mil pesetas. Con ellas, decididamente, se sentía extraño, más alto y mejor, y enseguida pensó que había hecho una buena compra.
– ¿Y ahora qué? -dijo, por fin el muchacho.
– ¿Qué?, ¿qué?
– Que qué hago aquí.
– Nada, esperar.
El hombre del palillo hizo un gesto amplio con una mano, una especie de círculo que no terminó y siguió con el trabajo de dar con la punta del lápiz en la mesa. «Va a estropear el lápiz», pensó el muchacho. «Va a terminar con él. Una vez vi a un poli que se mordía los nudillos y otro que se comía los mocos que sacaba de la nariz con el dedo. Son nerviosos.» El hombre detuvo el martillear del lápiz y lo miró retrepado en la silla, con las piernas casi dando en la mesa. «Ahora yo estaría abajo, tomando el fresco y escuchando la radio, sin hacer nada. El maldito cabo sí está abajo. El sí que está.»
– Siéntate bien, no estás en tu casa.
Arrastró las botas lentamente, hasta que el otro lo dejó de mirar. Había dejado el lápiz sobre la mesa y ahora se miraba las manos.