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El hombre moreno se levantó de la cama y se sentó en el sillón de mimbre. El viejo, en silencio, dobló cuidadosamente sus pantalones y la chaqueta y los puso en el armario. Después se colocó los calzones de un pijama a rayas azules y se dejó puesta la camiseta que utilizaba aun los días de mucho de calor y se tumbó en la otra cama al lado de la puerta.

– Esto es un poblachón indecente -dijo finalmente. El hombre sentado en la silla siguió fumando-. Me iré esta noche. Voy a tomar el tren y por la mañana estaré en Madrid, allí las cosas son diferentes.

– Sí -dijo por fin, pero sin apenas despegar los labios y sin dirigirse a nadie en particular, como si hablara a un interlocutor que no estuviese en aquella habitación-, las cosas se ven diferentes en la ciudad.

– Tiene usted razón, a mí me gusta la gente, la polución… el tráfico… Yo se lo puedo decir, conozco las grandes ciudades. Madrid, Barcelona y…

El somier crujió con un sonido hondo y seco, pero el hombre moreno siguió en silencio apurando el cigarro. Habían estado dos días juntos en esa misma habitación y el viejo no sabía a ciencia cierta cómo eran sus facciones. Era un tipo que parecía no tener nada que hacer, excepto aparentar que aguardaba algo o a alguien en aquella pensión barata y colmada de viajeros. El viejo llegaba de trabajar casi al anochecer y lo veía tumbado fumando y mirando el techo con esa palidez que no era mala salud ni fragilidad, con la mata de pelo negra, agitanada y sedosa, expandida en la almohada. Se decían buenas noches y lo sentía al otro lado del cuarto quieto como un reptil que tuviese el hábito de mantenerse inmóvil, mientras él se lavaba la cara y los sobacos en la jofaina del rincón.

– ¿Usted va a Madrid? -preguntó el viejo.

– No, me quedo aquí -respondió. Hubo una pausa, el viejo volvió a hablar-: Es bueno tener familia -suspiró y cruzó las delgadas piernas sobre la colcha-. ¿Usted tiene hijos?

– No.

– Yo tampoco -dijo-. Bueno, si hay que llamar hijos a lo que tengo, sí -volvió a emitir su risa corta y seca que era como una señal de amabilidad. El tipo moreno se agitó en la silla de mimbre, aplastó la colilla con fuerza pisoteándola con sus botas camperas y cruzó los brazos sobre el pecho, dirigiendo los ojos hacia la ventana. El viejo se incorporó aún más en la cama, que se movió como si fuera a caerse.

– Quiero decirle que ayer hice demasiado ruido y le desperté, le pido perdón. Intenté hacerlo con cuidado, pero me figuro que no pude.

– No tiene importancia -dijo-, nada de importancia.

– Se lo agradezco. Ella estaba también borracha.

Esa era una pensión que tenía las ventanas de la fachada cubiertas de macetas con geranios y dos puertas, la principal y otra que correspondía a una antigua cochera ahora en desuso. Se llamaba «Pensión Granada – Confort» y solía albergar a viajantes, campesinos y ganaderos que visitaban la feria semanal o la farmacia o viajaban hasta el consultorio del médico que estaba al final de la calle. La regentaban dos hermanos y sus respectivas esposas y los hijos de ambos. Era barata, relativamente limpia y muy conocida en la comarca. El hombre moreno llevaba allí una semana y como pagaba puntualmente y no armaba bronca estaba ya catalogado como un buen cliente y nadie le hacía preguntas. El viejo, en cambio, había ido ese año dos veces durante poco tiempo y también era respetado por su apariencia de señor y sus modales de ciudad. A ninguno de los dos le importó compartir el cuarto por dos noches, porque eran días de feria y de gran animación y no había más remedio que aguantarse ante algunas incomodidades.

Ahora, al caer la noche, se ensombreció el cuarto y los ruidos de la calle aumentaron de intensidad colándose por la ventana. El calor del día se había difuminado hasta llegar a un tenue frescor y entonces era el momento de salir a la calle y pasear. Desde el cuarto se escuchaba el lejano vaivén de la música del carrusel colocado en la plaza y se olía la fritura de los tenderetes de churros.

El viejo, cuando llegaba a las poblaciones en fiestas, sabía casi por instinto dónde podía encontrar prostitutas, aunque fuera la primera vez que visitara el lugar. Sabía que si se mantenía con aspecto limpio y empleaba la desenvoltura de los tipos de las ciudades, a pesar de no ser ya joven, podía conseguir buenas tajadas sin gastarse demasiado dinero.

La misma noche en que llegó fue al único lugar para bailar que existía en el pueblo, denominado «El Bataclán». Entró, se apoyó en el mostrador y pidió al camarero de traje arrugado un güisqui. Entonces vio a la chica. La estuvo observando hasta que supo que no era una verdadera puta, que estaba de paso y que no habría de costarle demasiado dinero ni esfuerzo.

Ella bailaba agarrada a otra mujer bajita y madura con las axilas manchadas de sudor. Tenían la actitud de las mujeres que observan lo que pasa alrededor sin que quieran que nadie se dé cuenta. Cuando estuvieron cerca les dijo:

– Les invito, señoritas. Hace demasiado calor.

Se acercaron con una sonrisa torcida y pidieron cuba libre de ron. El llevaba un traje azul de buen corte, una camisa celeste y una corbata del mismo color que el traje y mostraba los dientes como tenía por costumbre.

Ella no era lo que se dice una muchacha bonita, pero su cuerpo duro se adivinaba a través de la blusa y de los ceñidos pantalones blancos. Cuando llevaba dos cubas libres, la otra mujer se marchó a bailar con un tipo que merodeaba el grupo y que le pidió permiso a él para invitarla. La chica contó que vivía en un pueblo a casi cincuenta kilómetros de allí y el viejo no necesitó más para saber que de vez en cuando hacía ese tipo de cosas por alguna razón que él jamás había tratado de comprender, ni le importaba. Fueron a un reservado de gruesas cortinas pesadas y llenas de polvo que terminó por ser un lugar fresco y agradable a medida que iba pasando el tiempo. La música de la orquesta sonaba con fuerza en el local y las parejas evolucionaban en la pista. El miraba a la muchacha y pensaba que todo eso merecía la pena.

En la oscuridad su pelo blanco y bien cortado y su chispeante conversación era algo bien distinto a lo que la muchacha estaba acostumbrada a ver cuando, dos o tres veces al mes, efectuaba ese tipo de escapada por los pueblos de los alrededores. Ella reía cada vez con más fuerza y cada vez por menos y dejaba ver unas enormes encías y una lengua roja y grande de campesina. Le desabrochó la blusa despacio y le metió dentro dos billetes grandes. Sus pechos eran pequeños y picudos y sus pezones grandes, sensibles y oscuros.

– Tienes educación -decía ella, y él con toda decisión y coraje colocado en las manos y los dedos, decía despacio:

– Te mereces otra cosa más que este pueblo. -Y ella, sorprendida y gimiente, notó cómo el viejo conocía algunos recónditos pliegues de su cuerpo que ningún otro hombre o muchacho había descubierto con tanta habilidad.

Caminaron por las calles abarrotadas, todavía contando anécdotas y chismes, sintiéndose un hombre feliz y completo como si viviera el pasado por última vez o recreara los sueños inconcretos de tantos años. Entraron en la pensión por la puerta de la antigua cochera despacio y sin hacer ruido.

Dentro del cuarto el viejo se dirigió a la ventana y la cerró, sabía que al amanecer estaría todavía en la cama y no quería ser observado por los vecinos de la casa de enfrente. Ella borracha y excitada encendió la luz de la mesilla y entonces el hombre de la otra cama dio un salto y se incorporó como un animal sorprendido. El viejo le distinguió en la mano la acerada forma de una pistola.

– Disculpe amigo -dijo, y apagó la luz de la mesita-, vuélvase a dormir.

Estuvieron tendidos en el pasillo, cerca de la puerta, y luego la llevó a la cama. Allí la siguió acariciando y susurrándole al oído, mientras ella emitía suaves ronquidos. Más tarde se quedaron quietos, pero el viejo, un poco sorprendido, observó cómo en la cama de su compañero de habitación había aparecido un diminuto punto de luz. Estaba vestido sobre el lecho y fumaba en silencio. Pensó que la visión de la pistola podía haber sido una alucinación.