La chica también lo miraba, no parecía asombrada. Se levantó y caminó al otro lado de la tenue oscuridad del cuarto donde estaba la cama del hombre silencioso. El viejo contempló sus nalgas redondas y duras.
– ¿Puede darme uno? -le dijo, tendiéndole la mano. El tipo no la miró siquiera, tomó de algún sitio un paquete de tabaco y el ofreció, luego prendió una cerilla que le iluminó el mechón de pelo negro que le caía sobre la frente.
– ¿Es usted de aquí? -inquirió la muchacha, exhalando el humo.
– No, estoy de paso.
– ¿Es andaluz?
– Sí.
– ¿Granadino?
– No, respondió -Su voz era cansada. El punto de luz describía una curva que se perdía al descender al. Pecho. Y ahora dijo- Déjeme en paz.
– ¿No le gusta hablar? -preguntó de nuevo la muchacha.
El hombre moreno siguió fumando. La chica caminó hasta el centro del cuarto y se detuvo, volviéndose a medias. El viejo la siguió con la mirada sin necesidad ahora de adivinarla; lentamente iba amaneciendo y el cuerpo desnudo expuesto en el centro del cuarto, iba tomando una tonalidad lechosa.
– Quiero una poca de agua -dijo a nadie en particular.
– Ahí hay una botella -susurró el viejo-. Vente, ven, vamos.
Le hizo señas.
La vio beber de la botella directamente, luego tiró lo que quedaba del cigarro en el lavabo y se acercó de nuevo a la otra cama con los brazos en jarras. Estuvo así unos segundos, después, con lentitud, regresó de espaldas a la cama del viejo y se tendió a su lado.
– Entra -le susurró-. Eres muy bonita, ¿sabes?
– No es cierto -afirmó-; y quiero dormir, por favor, quiero dormir un poco.
– Está bien, como quieras -musitó-. Yo nunca puedo dormir -le dijo al oído-. Tengo insomnio.
La mujer se tendió boca a bajo con la cara en la almohada y los brazos sobre la nuca en una extraña posición. Entonces el tipo moreno se levantó del catre, atravesó el cuarto con paso vivo y con mucho cuidado, como si la mujer estuviera durmiendo y temiera despertarla se marchó. La muchacha se revolvió en la cama.
– Ese hombre tenía una pistola -dijo el viejo.
– Me da lo mismo. Me voy -la chica alzó la cabeza con fuerza-. Ya está bien.
– Quédate -sonrió-, hay tiempo.
– Tengo que irme -dijo levantándose. Notó que no llevaba ropa interior y se preguntó cómo antes no se había dado cuenta de eso. El pantalón blanco, ahora manchado, se le clavó en la carne como una segunda piel. Todavía le dijo:
– Mañana no hay nada que hacer.
– No -murmuró ella.
Entonces el viejo saltó de la cama y abrió el armario. Se alegró de que aún no hubiese amanecido del todo porque una extraña vergüenza le embargaba ahora al mostrarse desnudo a la muchacha. Le tendió un sobre que contenía un par de las medias de nilón que intentaba vender por pueblos y ciudades desde hacía veinte años. Se le ocurrió pensar que podría ser la última muchacha que se llevaría a la cama.
– Gracias -dijo, tomando el sobre sin mirarlo-, muchas gracias.
La mujer se fue pasillo adelante, peinándose. Realmente el viejo no tenía nada que hacer ese día excepto esperar el tren que llegaría a medianoche. Decidió quedarse en la pensión hasta la hora de comer y luego salir hasta la tarde en que volvería al cuarto a encontrarse de nuevo con el tipo moreno que portaba una pistola y que tenía aquella extraña palidez que sólo poseen las personas que han estado mucho tiempo encerradas. Pensó: «Mañana voy a disculparme con este hombre y luego me iré a Madrid».
EL CONTRATO
En la pared de la chabola estaba clavado con chinchetas una página de periódico viejo. Era una página que aludía a un atraco a una gasolinera. Al lado, habían colocado fotos de mujeres en actitudes provocativas, arrancadas de una revista ilustrada.
La chabola constaba de una sola habitación de suelo terroso, una cocina mugrienta a gas, una mesa desvencijada, dos sillas, un armario sin puertas y una cama demasiado grande para aquel cuarto.
La cama parecía que nunca había tenido sábanas limpias. Sobre ella, una mujer desnuda, gorda, de pelo rubio y ojos saltones, observaba el techo mientras un sujeto en camiseta, flaco y de larga cabellera le hacía el amor con mucho ruido.
Alguien golpeó la puerta insistentemente. El de la cama volvió la cabeza mientras jadeaba.
– ¡No estoy, a la mierda! -aulló.
Siguió emitiendo gruñidos. La mujer colocó sus manos en los barrotes con expresión ausente.
La puerta siguió sonando.
– Ve a abrir -habló la mujer.
– ¡Espera! -barboteó el tipo-. ¡Un momento!
– ¡Chema, eh, Chema! -se escuchó desde fuera-. ¡Abre, coño, abre! ¡Que te esperan!
Terminó con algo parecido a un ladrido. Se mordió los labios y la saliva se le escurrió por los labios. Saltó de la cama, desnudo como una serpiente, y se plantó en medio de la habitación.
– ¡Qué quieres! -gritó.
Nadie le respondió.
Encima de la mesa había un paquete de rubio, lo cogió y prendió uno con una caja de cerillas de cocina.
La mujer habló desde la cama mientras se limpiaba con la sábana.
– Es el Vicente -dijo.
– ¿Y qué querrá ahora el Vicente?
– No sé, vete a ver. Échame un cigarro.
Le tiró el paquete y después la caja de cerillas. La mujer encendió uno y se estiró. Su cara blanca, cruzada de venillas azules se agitó. Bostezó.
– ¿Cuándo te vas? -preguntó el hombre.
– Ahora mismo -hizo una pausa-, si no me duermo.
– Cuando vuelva no te quiero ver aquí.
– ¿Vas a venir luego, Chema?
– No sé.
Volvió a bostezar El hombre gruñó algo, se colocó un pantalón de pana descolorido, un suéter negro muy estrecho y se calzó unas zapatillas de tenis.
– Pues a lo mejor me voy luego con la Puri -dijo la mujer.
– Siempre estás en el jodido bingo -dijo sin quitarse el cigarrillo de la boca-. Eres más tonta que Abundio. Ahí os dejáis toda la pasta.
La mujer se encogió de hombros.
– Me gusta -dijo.
– A lo mejor me acerco más tarde a verte. Espérame en el club.
La mujer no contestó y el tipo abrió la puerta y la cerró de un portazo.
El bar estaba enfrente y era una antigua casa de peones camineros a la que habían pintado la fachada de azul y colocado un cartel en la puerta en el que ponía Bar El Tropezón, Vinos y Cervezas.
La puerta estaba abierta y su interior era oscuro y fresco. El mostrador era demasiado alto y estaba pintado también de azul. Había dos hombres acodados en él que bebían vino en silencio. Uno llevaba una boina y el otro era gordo.
El hombre llamado Chema entró y golpeó el mostrador.
– ¡Vicente! -llamó.
De uno de los rincones surgió una voz:
– ¡Chema, eh Chema! ¡Estoy aquí!
Alguien agitaba un bastón, sentado junto a la pared del fondo. Había cinco o seis mesas y sólo una de ellas estaba ocupada. El hombre sentado en el rincón volvió a hablar:
– ¡Estoy aquí! -gritó.
Vicente salió del interior del bar.
– Chema, te están buscando -dijo. Era un sujeto alto y desgarbado, mal afeitado y con una nuez que le sobresalía del cuello como si se hubiese tragado un vaso-. ¿Se te ha atragantado el gatillazo, eh? -se rió.
El llamado Chema, lo miró y no contestó. Se acercó hasta el rincón y saludó al que le aguardaba.
– ¿Qué te trae por aquí, Miguel? -le golpeó el hombro-. ¿Qué pasa?
El hombre del bastón sonrió. Sus abultados labios mostraron unos dientes blancos, grandes y parejos.
– Siéntate, Chema. ¿Tomamos algo? Pídeme una cerveza.
El aludido asintió y se dirigió al hombre del mostrador.
– ¡Vicente, trae dos cañas!
Se sentó con la silla al revés y tamborileó la mesa con los dedos.